Existe un fenómeno viejo como el mundo que está de triste actualidad estos días. En 1931, Daniel Katz y Flyod H. Allport acuñaron el concepto «ignorancia pluralista» para describir, con frecuencia, la mayoría de los miembros de un colectivo que no está de acuerdo con una creencia, con una norma o con la deriva que han tomado sus pares en determinado asunto, pero como creen –incorrectamente– que el resto de su entorno sí lo está, no se atreven a expresar su postura. Dicho de otro modo, la gente tiende a ocultar sus verdaderas preferencias porque cree que los demás no piensan o sienten como ellos. He aquí algunos ejemplos. En 1975 los sociólogos observaron que la ignorancia pluralista era responsable de la errada percepción que los blancos de Carolina del Sur tenían sobre el siempre delicado tema de la segregación racial. En realidad, la mayoría de ellos estaban contra el trato discriminatorio dispensado a las personas de raza negra pero no se atrevían a manifestarlo. Sin embargo, cuando se enteraban de que eran muchos los que coincidían con su manera de pensar, se producía un cambio radical en su actitud porque, como bien se observó entonces, el mero hecho de saber que existe una corriente de cambio ya propicia un cambio. Conocedores de que esto es así, en la universidad de Princeton decidieron hace unos años usar el fenómeno ignorancia pluralista para luchar contra lo que en inglés se llama binge drinking, o ingesta incontrolada de alcohol. A través de encuestas anónimas descubrieron que la mayoría de los chicos no estaba de acuerdo con las borracheras épicas de fin de semana tan comunes entre estudiantes pero no se atrevían comportarse de otro modo por temor a ser tachados de mojigatos. En vez de prohibir el alcohol, lo que hicieron entonces fue publicar las cifras de las encuestas realizadas.
En política la ignorancia pluralista juega un papel muy significativo. Durante la llamada Primavera árabe, por ejemplo, se habló mucho de la importancia que las redes sociales habían tenido en propiciar la caída de los diferentes regímenes de la zona. Se las llamó las revoluciones de Facebook, por el papel que tuvieron los nuevos medios de comunicación a la hora de producir una especie de efecto contagio que se propagó por todo el Mediterráneo sur. Es posible que Twitter y Facebook jugaran un rol importante a la hora de convocar a los manifestantes, pero, como bien enseña la Historia, nada hubieran logrado sin la existencia previa del curioso fenómeno del que venimos hablando. En efecto, mucho antes de que existieran las redes sociales, la ignorancia pluralista ya se había apuntado varios éxitos políticos notables. Como el desmoronamiento de los regímenes prosoviéticos en Europa tras la caída del muro de Berlín cual fichas de dominó, o, para remontarnos un poco más atrás en la Historia, en la independencia casi sincrónica de los países iberoamericanos hace ahora doscientos años. ¿Cómo se produce este tipo de fenómeno? ¿Cómo se cambia una tendencia en la forma de pensar sobre algo que todo el mundo sabe que no es deseable pero nadie se atreve a confesárselo a veces ni siquiera a sí mismo?
He estado estos días atrás en Cataluña y me pareció detectar algo muy parecido a la ignorancia pluralista en personas muy distintas entre sí con las que tuve oportunidad de hablar. Les cuento un par de anécdotas que me parecen significativas. Antes de mi viaje, llamé a una vieja amiga para decirle que me gustaría verla. Durante nuestra conversación telefónica pregunté retóricamente cómo estaban las cosas por allá y me respondió cortante: “Espera un momento, te llamo en cinco minutos». Transcurrido este tiempo, en efecto me llamó diciendo que le perdonara la interrupción, pero que había decidido salir al jardín para, según sus propias palabras, hablar con más libertad sin que la oyeran sus compañeros de trabajo. Tuve oportunidad de ver también a un empresario muy conocido, el primero que se significó diciendo que, si llegara la independencia, él y su empresa se marcharían de Cataluña. Le pregunté por qué no intentaba ponerse de acuerdo con otros empresarios que seguramente pensaban como él para hacer alguna declaración conjunta al respecto. Me contestó que cuando hablaba con ellos, en privado, todos estaban de acuerdo en que la independencia era suicida pero, cuando les proponía unirse para manifestarlo públicamente, uno decía que tenía un viaje a Nueva York, otro que debía operarse de cataratas, e incluso un tercero que le venía fatal porque se casaba su hijo en de un par de semanas (sic).
En situaciones políticas abstrusas como la que se está viviendo en Cataluña uno se pregunta siempre qué papel puede jugar la sociedad civil. Se me ocurre que, para empezar, lo ideal es que exista la mayor información posible. Información, por supuesto, sobre lo que significaría una independencia de estas características (¿Quién va a pagar las pensiones? ¿Qué moneda tendría el nuevo estado? ¿Cómo se va a financiar?, etcétera). Pero también información sobre lo que realmente opina al respecto la mayoría de los integrantes de esa sociedad. Saber por ejemplo, que lo que uno piensa y no se atreve a decir por temor a no estar en sintonía con los demás es, casi con toda probabilidad, lo mismo que piensan muchísimas otras personas que también se ven condicionadas por lo que llaman ignorancia pluralista.
Carmen Posadas