Mientras escribo sobre la luz azul que acuna mis deseos, y que como una inabarcable nube difuminada que en forma de infinita bruma se extiende por el océano Atlántico a su paso por Lisboa, las notas de Madredeus y su Haja o que Houver tiñen de colores el perfil de mis anhelos: «Pase lo que pase/ yo estoy aquí./ Pase lo que pase,/ espero por ti./ Vuelve en el viento./ ¡Oh, mi amor!/ Vuelve deprisa,/ por favor./ Hace cuánto tiempo …/ ya olvidé/ porqué quedé/ lejos de ti./ Cada momento/ es peor./ Vuelve en el viento,/ por favor./ Yo sé/ quién eres para mí./ Pase lo que pase,/ espero por ti». Anhelos que quieren pasear por las calles de La Baixa recogidos con el tacto de los sueños; sueños que un día fueron reales, pero que el paso del tiempo han convertido en unha saudade. Lisboa siempre nos espera como ese tímido viento de última hora de la tarde, ese que nos acompaña cuando todo deja de ser brillante para convertirse en un interminable velo de nuestros recuerdos. Saudade y tristeza, melancolía y añoranza, junto a los azules teñidos de azul y las volteretas agitadas de nuestros recuerdos se unen en un único sueño, el sueño de la eterna espera. Lisboa también le esperó a Pessoa hasta su regreso de Durban, y ya no le abandonó jamás, porque Pessoa y Lisboa, Lisboa y Pessoa es la intrahistoria de un desasosiego muy literario, sin duda, el más importante de la literatura portuguesa del siglo XX, a pesar de no ser galardonado con el Nobel de Literatura: «¡Oh, mi Lisboa, mi hogar!», como nos recuerda en uno de los más bellos pasajes de su Libro del desasosiego que, cual tranvía pintado de amarillo, se desplaza por los raíles de nuestros sueños decorados de ese color azul del océano Atlántico hasta depositarnos en la loma del cementerio Dos Prazeres en Campo de Ourique, guardián de los más ilustres escritores portugueses.
Lisboa y Pessoa, Pessoa y Lisboa, también es la relación de un eco mudo que deviene en aullido de genialidad con el devenir de los tiempos. Una vez más, sí, una vez más, asistimos atónitos a la victoria del artista y su obra sobre el paso del tiempo, porque, quizá como muy pocos, el artista, más allá del tiempo, tiene la ventaja de dejar huellas que más tarde se podrán visitar y revisitar. Pessoa, al que un día definí como el hombre que no se mojaba los pies en los charcos, se difuminó por las calles de Lisboa de la misma forma que la bruma que empaña las aguas del Tajo a su paso por la capital portuguesa lo hace sobre nuestros recuerdos. Pessoa habitó un gran número de inmuebles de Lisboa, pero la mayoría de las ocasiones lo hizo en cuartos alquilados que nos hablan de esa provisionalidad suya para con las cuestiones más materiales de su existencia; una existencia consagrada a la literatura, donde ni siquiera el amor tuvo la oportunidad de compartir. Baste recordar lo que le dijo a Ofélia Queiroz cuando se despidió de ella: «toda mi vida gira en torno a la literatura, buena o mala, lo que sea, lo que pueda ser…» Ese poder ser Pessoa lo revertió a través de sus heterónimos que, como distintas voces de capacidad creativa y diferentes voces con las que revisitar su conciencia, fueron testigos, a la vez que las pruebas más reales, de esa diversidad a la hora de concebir la literatura y el universo propio y ajeno del genial poeta y escritor portugués. Esa riqueza de voces le llevaron a vivir en un constante mundo interior que solo abandonaba dos veces por semana para traducir cartas en las agencias comerciales de La Baixa, dedicando el resto de su tiempo a la literatura. Sin embargo, sus múltiples inquietudes, puestas de manifiesto desde su más temprana juventud, le dispersaron el ánimo creativo en una infinitud de facetas y cambios constantes. La provisionalidad podría ser una de las señas de identidad del Pessoa creador, a la que habría que unir la constante transformación de sus ideas y estados de ánimos, una inestabilidad que le perjudicó y le benefició a la vez. Uno entre muchos, o muchos en sí mismo, serían dos acepciones que encajarían muy bien en la definición de su persona, de su obra y de su forma de estar, de ser y de permanecer en la vida y en este mundo, que a él se le hizo pequeño. Poco se habla de su afición por el esoterismo, los horóscopos o esa innata necesidad de conocer el futuro y el más allá (solo haría falta visitar la recreación de su habitación en la Casa Fernando Pessoa de Lisboa -la última que habitó- para darnos cuenta de su importancia en la vida del poeta). Todas ellas eran el tipo de batallas que libraba contra sí mismo. Un absentismo vital con el mundo exterior que comenzaba cuando anteponía todo su carácter a la hora de consumir el tiempo hablando con aquellos a los que no consideraba como iguales intelectualmente. Esa altanería escondía, sin duda, su timidez, pero también la necesidad del saber por el saber, una afición que compartía con delectación con su gran amigo Sá-Carneiro, que tras su suicidio le dejó aun más solo ante el mundo.
La Lisboa de Pessoa es la de las tascas, bodegas y cafés que en su mayor parte ya no existen, si exceptuamos su preferido, el Martinho da Arcada, donde todavía está vacía la silla en la que él acostumbraba a sentarse junto a sus gafas, o el célebre A Brasileira, plagado de turistas que ávidos de conocimiento borran una y otra vez las huellas del poeta. La estatua esculpida en la terraza del local nos habla de esa posibilidad de traspasar la barrera del tiempo por parte del artista. Muy cerca de allí nació Pessoa, en el Largo de San Carlos número cuatro (un inmueble que se halla frente a la Ópera de Lisboa -Teatro de San Carlos-), y también fue bautizado (en la Iglesia de Los Mártires del Chiado), y casi al lado de ambas se halla la librería más antigua del mundo, la librería Bertrand, en la misma Rua Garrett, haciendo de testigo de todo este enjambre pletórico de recuerdos y melancólica nostalgia donde reposar los sueños (aunque ahora en sus escaparates solo haya ejemplares de Dan Brown), los propios y los ajenos, mientras en nuestra mente resuenan los ecos del famoso poema Autopsicografía: “El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente/ que hasta finge que es dolor/ el dolor que en verdad siente./ Y, en el dolor que han leído,/ a leer sus lectores vienen / no los dos que él ha tenido,/ sino solo el que no tienen./ Y así en la vida se mete,/ distrayendo a la razón,/ y gira, el tren de juguete/ que se llama el corazón”.
Ese cinismo inteligente revienta el alma de todos aquellos que no pueden fingir. El creador sufre y se debate entre su propio dolor y la insatisfacción de ver ese dolor plasmado en un papel que, por mucho que mira, le es extraño, casi ajeno, pues una vez que sus palabras salen de su mente dejan de ser suyas y se abaten sobre una realidad que tampoco es la suya, como suya quizá tampoco sea esa sensación de querer atrapar el alma humana con palabras. Pessoa navegó por el sufrimiento propio que le llevaba a desenvolverse por las calles de Lisboa en el más estricto anonimato y mezclado con gente corriente que, como él, eran usuarios de los comedores situados en las primeras plantas de los edificios donde poder tomar un menú modesto siempre que tuviera dinero para ello, pues su disipación de las cuestiones domésticas fue tal que no siempre le permitió aprovisionarse de las monedas suficientes para ganarse el sustento. Pessoa, el hombre «para quien el mundo exterior existe como experiencia interior», convierte a Lisboa, su Lisboa, en un lugar imaginado, mágico y distinto, ausente de los protocolos de la realidad más apegada al anodino devenir diario. La Lisboa de Pessoa es un sueño, el que un día tuvo el poeta, el escritor, y el creador anónimo, que a través de sus composiciones expresó una necesidad, la de refugiarse en sí mismo en un espacio tan pequeño en lo físico (apenas hay un kilómetro de distancia entre el lugar donde nació y el hospital de San Luis de los Franceses en el Barrio Alto donde falleció) como inmenso en lo imaginativo y sensorial. Una distancia que, como digo, no conoció fronteras en el espíritu inquieto de Pessoa, cuyo cuerpo descansa ya en el Monasterio de los Jerónimos en Belem, localidad anexa a Lisboa, al que fue trasladado el 13 de junio de 1985, en el cincuentenario de su nacimiento, cuando sus restos fueron exhumados del cementerio de los Prazeres, ocupando un lugar de privilegio junto a otros grandes portugueses como Vasco de Gama o el poeta Luis de Camoes.
En definitiva, la Lisboa de Pessoa es muy distinta a aquella que él mismo escribió en 1925, y que tituló «Lo que el turista debe ver», una suerte de redacción descriptiva que parece una venganza de cara a alejar a todos aquellos que decidieran visitarla, porque la verdadera, la Lisboa de Pessoa es otra, porque es una intrahistoria de un desasosiego muy literario, ese que describe a la creación por encima del paso del tiempo. Y para ser conscientes de ello, solo hace falta leer un extracto de su famoso poema Tabaquería.
«No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Ventanas de mi cuarto,
de mi cuarto de uno de los millones de gente que nadie sabe quién es
(y si supiesen quién es, ¿qué sabrían?),
dais al misterio de una calle constantemente cruzada por la gente,
a una calle inaccesible a todos los pensamientos,
real, imposiblemente real, evidente, desconocidamente evidente,
con el misterio de las cosas por lo bajo de las piedras y los seres,
con la muerte poniendo humedad en las paredes y cabellos blancos en los hombres,
con el Destino conduciendo el carro de todo por la carretera de nada.
Hoy estoy vencido, como si supiera la verdad.
Hoy estoy lúcido, como si estuviese a punto de morirme
y no tuviese otra fraternidad con las cosas
que una despedida, volviéndose esta casa y este lado de la calle
la fila de vagones de un tren, y una partida pintada
desde dentro de mi cabeza,
y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos a la ida.
Hoy me siento perplejo, como quien ha pensado y opinado y olvidado.
Hoy estoy dividido entre la lealtad que le debo
a la tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.
He fracasado en todo.
Como no me hice ningún propósito, quizá todo no fuese nada.
El aprendizaje que me impartieron,
me apeé por la ventana de las traseras de la casa.
Me fui al campo con grandes proyectos.
Pero sólo encontré allí hierbas y árboles,
y cuando había gente era igual que la otra.
Me aparto de la ventana, me siento en una silla. ¿En qué voy a pensar?
¿Qué sé yo del que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? Pero ¡pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan ser lo mismo que no puede haber tantos!
¿Un genio? En este momento
cien mil cerebros se juzgan en sueños genios como yo,
y la historia no distinguirá, ¿quién sabe?, ni a uno,
ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras.
No, no creo en mí.
¡En todos los manicomios hay locos perdidos con tantas convicciones! Yo, que no tengo ninguna convicción, ¿soy más convincente o menos convincente?»
Ángel Silvelo Gabriel
Pessoa y Lisboa son casi una misma realidad. Leerlo es deslizarse por sus calles, olfatear el aroma del Tajo, refugiarte de su cielo estival.
Hay que seguir recomendando su lectura. (Porque obligar está feo.)