Me entrevistaban hace unos días Marta Echeverría y Jorge Barriuso en el programa de Radio 3 Hoy empieza todo, para hablar sobre el ejercicio de la traducción y especialmente al hilo de la campaña Acredítame – Cita al traductor que recientemente he impulsado con el apoyo de ACEtt (Sección autónoma de Traductores de la Asociación Colegial de Escritores) y CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos). El objetivo de la campaña, según parece muy conocida ya a estas alturas, era –es– conseguir que los medios de comunicación citen al traductor que ha realizado una versión, en una lengua distinta de la original, de una obra, además de citar al autor y a la editorial –práctica que se respeta siempre– y al ilustrador cuando lo hay.
Comentaba Barriuso que la traducción es como las labores de la casa, que no se aprecian cuando están hechas, y se echan de menos cuando están sin hacer. La traducción sólo se nota cuando es mala, cuando hay que criticar algo de ella. Entonces sí hay una cabeza que cortar, y vale la pena el paseo.
Si esta afirmación es válida para el 99,9% de los casos, no lo son menos otras, igualmente injustas y, en ocasiones flagrantes. Una muy habitual es la de No sé si puedo valorar la calidad de la traducción si no conozco el original porque no domino ese idioma. Esto se dice siempre de las obras traducidas de lenguas que manejamos poco, léase el chino y el japonés, el árabe, el ruso, las lenguas nórdicas y las lenguas eslavas, entre otras. Mi respuesta siempre es la misma: si lo que lees es un texto correcto en castellano, sin errores, sin construcciones forzadas, sin falsos amigos y sin expresiones que son de todo menos propias de la lengua de llegada, quizá convenga atribuir al profesional de la traducción la competencia y el rigor necesarios para acometer la tarea y pensar que lo ha hecho bien.
Pero hay otras actitudes hostiles amparadas igualmente por la crítica, las editoriales y los lectores. Si una obra es ilustrada, la traducción importa menos. Bueno… vale más una imagen que mil palabras: contra eso no podemos luchar. El impacto de lo visual siempre es más inmediato. Al menos se han corregido prácticas injustas como la de incluir al ilustrador en la cubierta y no al traductor, algo que antes era habitual entre algunos editores de libro ilustrado, y que ahora citan a ambos. Otros ni lo hicieron ni lo hacen. En Tres Hermanas, donde he publicado en los últimos meses una traducción de Cumbres Borrascosas ilustrada por Fernando Vicente, la editora Cristina Pineda tiene clara la importancia de la traducción y del traductor, y puedo asegurar que se ha implicado personalmente y a fondo en la revisión y corrección del texto. Un lujo para mí, que valoro y agradezco siempre en las editoriales con las que colaboro, y que aquí, por lo especial del proyecto, era doblemente importante. Reivindico, además, este papel del editor que en muchos casos se está dejando de lado, con el consiguiente perjuicio para la calidad y el brillo del resultado final.
Pero eso nos lleva a otra de las injusticias habituales a las que tenemos que someternos los traductores. Si ya es complicado traducir un clásico, imaginen lo que representa traducir una obra que es, como ésta, “Patrimonio de la Humanidad”: todo el mundo enmienda la plana. Todo el mundo es, como dice el refrán castellano, “más papista que el Papa”. Si quien ha hecho una, o LA, traducción anterior, la traducción por antonomasia, es un escritor de renombre… apaga y vámonos. Soy, pues, culpable convicta y confesa de haber traducido un clásico patrimonio de la humanidad que tenía versión anterior imputable a escritor consagrado y, además, ilustrado. Por ello seré seguramente quemada en alguna hoguera de las que nos reserva esa masa informe de la que sólo se ven pares de ojos, ojos anónimos muchos de ellos, que nos observan y nos escrutan. Algunos tirarán por tierra un trabajo cuyo fondo ignoran, llevados por perjuicios absurdos o por desconocimiento de base. Otros buscarán una aguja en un pajar con tal de justificar su inquina. Para ello, voy a dejar aquí un par de párrafos de dos versiones distintas de Cumbres borrascosas, ambos correctos y, si estos últimos lo desean, pueden disparar a discreción:
“No tardé en divisar a un grupo de criados que subía por el sendero en dirección a la cocina. El señor Linton iba un poco más atrás; él mismo abrió la verja y se encaminó despacio hacia la casa, probablemente disfrutando de aquella tarde que ya presagiaba el aire suave del verano.”
“Al poco tiempo vi venir por el camino a un grupo de criados que se dirigían hacia el ala de la casa donde estaba la cocina. El señor Linton venía detrás de ellos, a poca distancia. Abrió la verja y se encaminó despacio hacia la casa, disfrutando probablemente de la delicia de la tarde, cuyos suaves efluvios parecían estivales”.
Si alguien, más allá del resultado en castellano, desea contrastar la exactitud de la traducción con el original… ya saben dónde encontrarlo. Está al final del capítulo XV.
Pero hay muchas más afirmaciones estrafalarias en cuanto a la traducción: es literal/no es literal, que pretende que el texto traducido se acomode al ciento por ciento al original, en cuanto a estructura se refiere, y que es casi siempre el camino más corto hacia el horror.Faltan palabras: cualquiera que tenga un nivel medio del idioma que sea, se estará riendo ya a mandíbula batiente. El orden no coincide: véase comentario anterior. Y mi plato estrella: que echen de menos las traducciones mal hechas, como eso tan de Michael Landon en La casa de la pradera, cuando decía: “Hablaré con ella…” (díganme cuántos padres españoles hablan así cuando vuelven a casa y encuentran a su hijo adolescente ofuscado y encerrado en su cuarto: utilizan la forma “Voy a hablar con ella”, igual que “Vamos a sentarnos aquí” en lugar de “Sentémonos aquí”… creo yo, claro está, pero puedo equivocarme: un traductor tampoco es infalible); echan de menos las pasivas que el castellano ni quiere ni necesita y las ristras de adjetivos antepuestos à la anglaise y el posesivo, por ejemplo, ante un miembro del cuerpo… estos son mis favoritos: “tomó su pequeña y cálida mano”. Me recorre un escalofrío según lo escribo.
Lo dejo aquí, porque podría escribir kilómetros de líneas. Ya he dado a unos cuantos material de sobra para pedradas y collejas. Otros muchos, colegas, lectores y editores, sabrán de lo que hablo. Para cerrar esta intervención voy a copiar un par de párrafos de un libro que me llevé de fin de semana a un sitio donde, para mi desazón, no tenía a mano una alternativa mejor.
“Salvo que ellos le miraron atónitos, exigiendo saber qué había hecho con su pequeña y rubia mujer, esa dulce y pequeña X (…). X le quitó la botella de los dedos y se la llevó a su boca, bebió rápido y practicó limpiarse la boca con el reverso de la mano, como haría un hombre…”
Creo que es un compendio de casi todo lo que no se debe hacer, pero… al niño del chiste le parecía que el amoniaco olía bien. Quién sabe.
Amelia Pérez de Villar