Si el odio no es otra cosa que carencia de imaginación, como lo afirmaba Graham Greene, cuando el ingenio se pone al servicio del encono alcanza niveles estéticos apreciables. Cierto es que si la creación artística lo embellece todo, la tirria incluida, ésta bien puede envilecer el arte o, específicamente, a sus creadores. Entre seres creativos: odiar resulta algo digno de relatarse. Entre escritores: la historia es amplia.
Comprar la casa donde vive el enemigo arruinado con el fin de seguir jodiéndolo suena a argumento literario y, sin embargo, si se le mira desde la práctica es literatura pura. Francisco de Quevedo (poeta conceptista) lo hizo y su víctima fue Luis de Góngora (poeta culterano), en el siglo XV. Cuando el segundo se marchó, desalojado, el primero escribió en una sátira que quemó poemas de Garcilaso de la Vega a fin de perfumar la casa y desengorgorarla. La construcción aún puede hallarse en el barrio de las letras, en Madrid, frente al Convento de las Trinitarias.
Otra de casas: Charles Dickens y Hans Christian Andersen eran amigos epistolares y mutuos admiradores, según lo expresaban. El inglés invitó al danés a su casa dos semanas. El visitante se quedó cinco. La animadversión por el intruso hizo que la familia anfitriona le pusiera cara al invitado y que Dickens cortara hasta la amistad epistolar. Los riesgos de la convivencia.
Otra de encuentros: Juan García Ponce consigna en un artículo, que la única ocasión en que Proust y Joyce se encontraron compartiendo taxi tras salir de una fiesta «el diálogo se redujo a que Proust le comunicara a Joyce que no lo había leído y Joyce respondiera que él tampoco había leído a Proust (…) los dos lamentaron no haber tenido la oportunidad de hablar más e insultarse más ampliamente a través del elogio». Los puñales finos hieren con más profundidad, según se lee.
Entre premios y egos Nobeles, la magnitud del insulto es mayor. Ernest Hemingway y William Faulkner protagonizaron un duelo verbal desde que al autor de Santuario se le ocurrió hacer una clasificación de los mejores escritores gringos y ubicó a Hemingway al final de la lista por ser un tipo que carecía de valor para arriesgarse a experimentar. El otro, apenas pudo hacerlo, calificó La Fábula de Faulkner como «mierda impura y diluida».
El odio también se plasma en lienzos de carne y hueso. El ojo moreteado de Gabriel García Márquez, a causa de un tortazo de Mario Vargas Llosa, es una historia difundida aunque poco clarificada. En una caricatura de la época aparecen ambos escritores (también Nobeles) ataviados como púgiles y el peruano propina un izquierdazo al rostro del colombiano; el título: «Estalló el boom literario latinoamericano». El periodista peruano, Francisco Igartua, cuenta que el golpe y la frase simultánea al propinarlo -«Por lo que le hiciste a Patricia en Barcelona»- casi le cuesta un ojo morado al mismo Vargas Llosa cuando volvió de golpear al Gabo y la mujer del peruano-español, Patricia, humillada ante la intelectualidad variopinta que testificó el altercado, arrojó una lámpara a la cabeza del Nobel 2010. El motivo del guantazo siempre se ha atribuido a diferencias políticas.
La lista de choques entre escritores resulta amplia y hay estupendos ejemplos de insultos, frases irónicas, altercados o simples juicios de valor que alcanzan niveles antológicos. El odio es expresión artística. El escritor argentino Patricio Pron se pregunta: «¿Por qué nos gustan los insultos literarios? Una respuesta parcialmente incompleta es que nos gustan por su economía y por su calidad, que resulta de la familiaridad que los escritores tienen con el uso del lenguaje por la naturaleza misma de su trabajo». Sostiene, además, que el insulto a manera de «género literario» ha ido desapareciendo. Yo añadiría que la injuria ha migrado de la abyección a la indiferencia, otra forma de majadería.
Si las aversiones persisten, ¿por qué no esforzarnos en manifestarlas con calidad literaria? Recordemos, con ayuda de Pron, a Lawrence Durrell hablando mal de Henry James: «Si tuviera que elegir entre leer a Henry James y que apretaran mi cabeza entre dos piedras, elegiría lo segundo»; a Tolstói escupiendo su desprecio sobre Chéjov: «Ya sabes que no puedo soportar las obras de Shakespeare, pero las tuyas son aún peores»; a Anatole France lanzando esta flor sin par a Émile Zola: «Su trabajo es malo, y él es uno de esos seres infelices de los que puede decirse que sería mejor si no hubieran nacido »; a Oscar Wilde pontificando acerca de la obra de Alexander Pope: «Hay dos maneras de sentir aversión hacia la poesía; la primera es odiarla, la segunda es leer a Pope», o a Edward Abbey refiriéndose a Tom Wolfe: «Un pretencioso cazador de tendencias. La chica del pompón de las letras estadounidenses».
Se piensa que la poesía halla un buen fertilizante en el dolor. ¿Y qué pasa con el odio? Hacer poemas de odio en contra de alguien puede ser un buen ejercicio literario, acaso un exorcismo, tendríamos que tomarlo en serio; el odio está ahí, tinta o sangre, y sin duda seguirá escribiendo episodios memorables.
***
José Luis Enciso
@jlenciso
Fuente: Cultura colectiva