Carta a un existencialista. Por Ángel Medina

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Carta a un existencialista.

 

   Hace tiempo que vengo dándole vueltas a la cabeza. Es posible que tú también. Toda verdad lleva implícita la semilla de la duda. ¿Cómo no habría de ser así, si la evidencia responde al conocimiento que de ella se haga personalmente? El conocimiento está al servicio de la necesidad de vivir, y ante todo al servicio del instinto de la conservación personal. Así, pues, en este caso, alejémonos del adjetivo simple de “lo humano” y el sustantivo de “la humanidad” y concentrémonos en el sustantivo concreto de “hombre”. Lo que personalmente es el individuo.

   Resulta que, según sea esa verdad podremos alcanzar determinado grado de aceptación de la misma. A más simple, la percepción será mayor. Y viceversa. Esto en cuanto a la verdad en “sí-misma”.  Pero he hablado de “percepción”, esto es, de cómo soy capaz de ordenarla personalmente. Y ya que existen verdades que son de difícil descripción, voy a proponerte una vía más simple: cómo me afecta a mí mismo. O lo que es igual: si puedo explicarme a mí mismo mejor o peor con o sin esa “verdad”.  Yo puedo dudar de muchas cosas, pero no de mi propia evidencia.

   “Cogito, ergo sum”, diría un cartesiano. Si me he dirigido a ti como “existencialista” es porque la propia definición avala lo que te he dicho: el existencialismo es el conocimiento de toda realidad sobre la experiencia inmediata de la existencia del sujeto.

   Creer, lo que se dice creer puede referirse a un sinfín de cosas. La que vamos a tratar no es cualquier cosa, sino “la cosa”. El fundamento. Lo que me confirma o me desestima. Y para ello permíteme citar a un pensador y a un poeta.

   “El sentimiento trágico de la vida” de Unamuno nos retrata la tensión del hombre. La fuerza que amenaza desgajarlo al tirar de cada una de sus extremidades al mismo tiempo. De un lado lo crucifica en su suficiencia por el saber. La cerrazón de su entendimiento, que no pudiendo comprender, se bloquea. Del otro la esperanza y el anhelo de no acabarse nunca. De vivir siempre. Ansias de eternidad. León Felipe, el poeta, en una carta dirigida a su hermana le dice que no vamos de la nada a la nada, sino de la nada a la vida, de la vida a la muerte y de la muerte al Misterio. Filosofía de vate, pero que hace pensar.

   Y es que todo lo que confabule a romper la unidad y la continuidad de mi vida- de la manera que sea- se conchaba para aniquilarme. ¿No es acaso ese “aprehender”, ese deseo de ir más allá del velo lo que diferencia a la bestia del hombre? A lo que podría responderse espontáneamente: ¡Y es que no quiero morirme! – que gritaría nuestro filósofo.

   Se dice que se muere como se vive. Fantaseemos por un instante ese último momento.

   Imagina que estás gastando los últimos latidos de tu vida. Meditación agobiante, pero que sin duda habrá de llegar a todos. Interiorízate, pues, y figúrate que la vida se va extinguiendo desde dentro, que tus órganos van a la desconexión y todo se va haciendo en ti, tanto interior como exteriormente más borroso y silente. Una sensación parecida a la de desmoronarse el suelo que te sostiene, hundiéndote con él. Los instantes van pasando con gran tribulación, hasta el punto de quedas desconectado y sobreviene la oscuridad total y, dejando de sentir, en el microsegundo previo a la muerte percibes que, por no sentir, ni siquiera notas la sensación de la nada. Tu “yo” ha regresado a la inconsciencia de la que naciste. Ése es el destino que, ahora que vives, puedes imaginar si lo piensas. ¿Cuál habría de ser tu respuesta? Tal vez gritar: “¡Mi yo, que se lo llevan!” ¿Es así como quieres marcharte?  ¿Es esa tu apuesta: de la nada a la nada?

   Ese destino fatal no es posible evitarlo. La muerte que ha de sobrevenir es real. Aquí me surge una duda: ¿una nada que lo es todo o un todo que no es la nada? Porque, fíjate, puestos a pensar, sería una broma truculenta- por decirlo suavemente- que viniésemos a este valle de lágrimas a vivir sin saber para qué; haber sido arrojado a él por un arco que disparó la flecha por capricho o por crueldad, sin contar con nuestro consentimiento. Sufrir y extinguirnos y acabar en “la nada” (¿y adónde conduce la nada como respuesta?), y lo que es más grave, llevar en nuestra psique, espíritu o alma la semilla de la contradicción de querer vivir siempre para terminar todo en la frustración más absoluta. Una película trágica y además sin final feliz. ¿No crees?

   Pues bien, esto es lo que nos ventilamos. Darle un sentido o no. Darnos sentido a nosotros mismos o negárnoslo. Y como antes decía, puesto que la verdad absoluta no puede caber en una mente limitada hemos de enfrentarnos a la decisión personal en uso de nuestra libertad. De esta manera, el reto nos atañe hasta el punto de poder entendernos o no entendernos con nosotros mismos, o sea, admitir que más allá de la aparente contradicción ha de existir una coherencia, aunque no lleguemos a comprenderla con el esfuerzo de la inteligencia y debamos echar mano a otras percepciones, como la sensibilidad. “Credo, ergo sum”, como apostaría un pascaliano.

   Resumiendo. Si sé que soy, esto es, que estoy vivo; si sé que he de morir y al tiempo hay en mí algo que me empuja a querer prolongarme en la eternidad y así dar un sentido a la totalidad de mi vida, a pesar de las innumerables razones para cuestionarla; si sé que soy incapaz de encontrar una respuesta racional y demostrable, pero al mismo tiempo me rebelo a la extinción total (en cualquier manifestación), eres tú el que ha de decidir. No es que las cosas tengan o no un sentido primero y último (que han de tenerlo), sino que lo que realmente se ventila  es el propio sentido de tu existencia personal. Y llegado aquí se impone el Misterio. Desvelarlo en la medida de lo posible es cosa de cada cual. ¿Te lo has planteado tú?

To be or not to be, that is the question.

 

Ángel Medina

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