¡Ganamos los españols!
Hace ya tiempo, un caluroso verano, decidimos cambiar de escenario. Pasamos un mes en Roses, Girona, un precioso pueblo de la Costa Brava. El apartamento era pequeño, sin televisión, pero tenía una enorme terraza que daba a la piscina de la urbanización. Todos los vecinos eran franceses o alemanes, excepto un matrimonio de Girona que tenía dos hijos de la misma edad que los nuestros, Pep y Jordi. Nada más llegar, después del que se nos hizo un interminable viaje, los niños bajaron a la piscina con la ilusión de encontrar nuevos compañeros de juegos.
Todo era distinto: el color del mar, la temperatura, el paisaje, la comida, el idioma… Una aventura para ellos. Sin embargo, no había pasado media hora cuando Maca (así le llaman sus amigos, tenía entonces 8 años) subió a casa cariacontecido. No entendía a nadie, no podía jugar con nadie, nadie le entendía a él. Para colmo, no había televisión con la que poder olvidarse de su desgracia. Quería volver al sitio en el que siempre había veraneado, quería volver a Santander.
Celia, su hermana, subió a buscarle para decirle que ya se había hecho un amigo, Pep. Había quedado con él y con su hermano Jordi al día siguiente para ir los cuatro a la playa. Jordi, aquel pelirrojo con unos inmensos ojos verdes rodeados de miles de pecas, tantas que apenas se le adivinaba el color de la piel. El puñetero de Jordi era malo como un dolor, y también era sencillamente adorable. Maca y Jordi se miraron con desconfianza desde el principio, eran como dos potrillos desbocados y desafiantes; se miraban de reojo, con desconfianza, midiéndose. Jordi, el puñetero de Jordi, se negaba a hablar en castellano; ni una palabra, ni una concesión al madrileño. Pep le decía: “Jordi, en español, habla en español”. Recuerdo los ojos de carnero degollado con que Pep miraba a Celia. El amor mueve montañas.
Ya avanzado el mes, Celia quedó atrapada en el ascensor. Acudimos a aquella familia gerundense, el padre tenía las llaves para desbloquearlo. Aquella media hora intentando sacarla, con Pep mordiéndose las uñas hasta los nudillos, con Jordi impasible y refunfuñando porque quería comer, hizo que estrecháramos lazos con Miquel y Cristina, sus padres. Quedamos aquella noche a cenar con ellos y con los cuatro críos.
Empezamos a salir todos juntos, nos enseñaron las ruinas romanas de Roses, Figueres, Cadaqués y Port-Lligat, el Port de la Selva, Llançà… Aprendimos a querer y a admirar aquella tierra a través de nuestros amigos. ¿El puñetero de Jordi? Seguía sin decir una palabra en castellano. También aprendimos a convivir con el desafío permanente de nuestros hijos menores, de Jordi y Maca; Jordi hablando en catalán, Maca hablando del Real Madrid, del calor que hacía en aquella tierra, de lo bien que se estaba en Santander.
La última semana, los franceses nos propusieron jugar un partido de boley en la piscina, franceses contra españoles. Jordi lo llamaba un combinado Girona-España. Aceptamos el desafío y nos pusimos manos a la obra. Después del primer tiempo, íbamos perdiendo. Era imposible, Maca y Jordi no se ponían de acuerdo, no se hablaban, no se coordinaban, no se dirigían la palabra; los dos dejaban escapar la bola a la vez y a la vez iban a por ella y se estorbaban. No sé si la razón será que el deporte en equipo une mucho, el caso es que en el segundo tiempo, y por primera vez en todo el mes, Jordi, el puñetero de Jordi, empezó a hablar en castellano: ¡Mía! ¡Tuya, Maca! ¡Esa es mía! ¡Para ti! Ellos dos terminaron ganando aquel partido de boley. Recuerdo, como si los estuviera viendo, sus abrazos y sus risas; recuerdo, como si lo estuviera oyendo, el grito entusiasmado de Jordi cuando el vecino alemán que hacía de árbitro pitó el final: ¡Ganamos los españols! ¡Ganamos los españols!
Maca y Jordi siguen siendo amigos. Cuando viene a Madrid, se queda en casa. Rebautizamos a aquel pelirrojo adorable y lo asumió. Él mismo, cuando llama por teléfono, se anuncia y dice: “Hola, ¿está Maca? Soy el puñetero de Jordi”.
Fue un magnífico verano.
Zinnya