– Pero hija, ¿que te ha pasado?
Mariola se echó en los brazos de su madre llorando, la respiración entrecortada y sin poder casi hablar.
– Ay madre, ¡tengo mucho miedo!
Amparo llevó a su hija hasta la silla mas próxima, le dio un poco de agua fresca y poco a poco consiguió serenarla lo suficiente como para que pudiera contarle lo que pasaba.
– Cuando llegaba a la orilla del río, para lavar la ropa, acertó a pasar por allí un caballero moro, madre. Venía con dos de sus criados, buscando agua para abrevar los caballos. Apresuré el paso para intentar rodearme de las otras mujeres que lavaban en el remanso. También estaba muy cerca Antonio el pastor, con su rebaño de ovejas y cabras.
La madre, preocupada, instó a su hija a continuar.
– Dijo el moro que me quería para su harén, madre, y dio órdenes a los siervos de llevarme con ellos.
No era la primera vez que algo así sucedía. Las sucesivas batallas por defender y reconquistar la zona habían dejado muchas historias de muertes heroicas y raptos de bellas mujeres.
– Pude escapar gracias a los alaridos de las lavanderas, que alertaron a Antonio y echó a sus mastines contra las caballerías, al tiempo que el ganado rodeaba a los caballeros, dificultándoles el paso. A pesar de mi terror, pude alcanzar el soto y perderme de vista, luego solo ha sido correr.
Amparo abrazó de nuevo a su hija sin dejar de pensar que hacer para ponerla a salvo, pues el moro no desistiría fácilmente de su empeño, y Mariola era tan hermosa…
– No hay tiempo que perder, hija mía. Vamos a preparar tu huida rápidamente.
Amparo vistió a su hija con ropas oscuras y pobres, tiznó su cabello con ceniza y le marcó ojeras y arrugas que disimularan su juventud y lozanía. Habló con el carretero que llevaba al pueblo vecino los quesos y se volvía con los magníficos dulces de almendra y miel que elaboraban las monjas del convento, muy del gusto de los aldeanos.
Sin perder tiempo, escribió una carta a la Madre Superiora explicando el caso y pidiendo asilo para Mariola.
Sor Ana fue la primera sorprendida al ver que con los quesos llegaba una mujer desolada y portadora de un recado escrito.
La Madre Enedina solicitó el concurso de Sor Luisa, mujer práctica y resoluta, para recibir a la desconocida.
Leída la carta, la compasión se adueñó de las buenas monjas, que dispusieron el acomodo para la asustada joven.
Para hacer más invisible su existencia a los ojos del pueblo, acordaron vestirla con hábito y tocas y la integraron en la rutina del convento, eludiendo toda ocasión de contacto con el exterior.
Pero Mariola era joven y estaba perseguida, así que también le dieron una compañera de su edad, con la que pudiera compartir trabajos y ocios, charlar y no sentirse tan sola. La novicia Teresa fue la elegida y, al conocerse, las dos jóvenes sintieron de inmediato una gran simpatía. El resto de la Comunidad solo sabría que habían recibido una nueva novicia.
Y así pasaron algunos meses. Mariola recibía con el carretero noticias de su familia. Amparo no ocultó a su hija que el moro había estado buscándola.
Hasta que, una vez mas, se entabló una batalla por el control del lugar entre los sarracenos y los castellanos.
El capellán del convento aconsejó a la Madre Enedina que lo evacuaran, pues la batalla se presentaba reñida y el resultado era incierto.
Entre La Madre y Sor Luisa, pergeñaron un plan de huida. Escaparían en parejas, embozadas por la noche, vestidas de campesinas y con algunas provisiones.
Antes de la partida, la Madre Enedina reunió a todas las monjitas y dio a cada una un anillo.
– Quiero que lo conservéis como símbolo de unión con la Comunidad que formábamos hasta este momento. Ojalá podamos volver a reunirnos en breve. Mientras tanto, que Dios guíe vuestros pasos y os proteja de todo mal.
Y con la bendición de la Madre superiora, todas recogieron sus hatillos y se pusieron en marcha, en distintas direcciones.
Al alba, Mariola y Teresa ya habían recorrido un buen trecho y se sentaron a descansar al abrigo de un enorme castaño.
Mariola, nerviosa, no paraba de dar vueltas al anillo en su dedo. Quería a las monjas y se había hecho querer por ellas. Ahora compartía también su desgracia y estaba resuelta a seguir en contacto con la Comunidad. Pero el sueño venció a las dos muchachas.
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Una fuerte luz dio en los ojos a Mariola, que despertó deslumbrada. Un rayo de sol entraba por la ventana y le daba directamente en la cara. Se levantó desperezándose a mirar por aquella ventana, que asomaba al Claustro, en cuyo centro estaba aquel pozo en el que decían arrojaban a muchachas en tiempos muy remotos.
Ana y Mila irrumpieron en la habitación.
– Chicas, que es la hora, nos están esperando para iniciar la excursión.
Salieron al punto de encuentro, la portada del antiguo convento. Una alegre algarabía reinaba en aquel corrillo dominado por las risas y el buen humor.
– Eh eh, mirad lo que tengo aquí. ¡Sorpresa!
Todas se arremolinaron alrededor de Enedina , que sacó un monedero de su bolso.
– Una mano inocente, please.
Y sobre una de aquellas manos vertió Enedina el contenido del monedero.
– Podéis ir eligiendo, niñas, el que mas os guste…. Se los compré a unos hippies, y me hace ilusión que todas tengamos uno, que nos recuerde estos fabulosos días que estamos pasando juntas.
Mariola no pudo evitar echarse a reír cuando le llegó el turno de elegir su anillo.