Viejos. Por Zynnya

Mamá me pidió el domingo que fuera a buscar a mi padre al Retiro. La mañana era fría pero a mediodía un sol radiante calentaba el parque. Allí queda con sus amigos desde hace años; normalmente, cuando salen de misa de 12.

Ninguno de ellos cree demasiado en la salvación eterna, pero, como dice Ramiro, el filósofo del grupo: “Ante la duda, la más tetuda”. El número varía de cuatro a ocho, dependiendo de catarros, gripes, ataques de gota o lumbagos. El más joven tiene 82 años, de ahí hasta 94. Ayer esperaban todos a Santiago, hacía una semana que no acudía a la cita por la muerte de una de sus hijas. Conozco sus historias según las va desgranando mi padre; cada uno de ellos da para escribir una novela.

  corona de flores- Viejos

 Santiago apareció serio y con una corbata negra a modo de crespón. Pensé en darme una vuelta y dejarles hablar, pero papá no me dejó. Se acercó, le dieron el pésame y él sacó del bolsillo de su abrigo unos recordatorios. Con manos temblorosas los fue repartiendo y aquellos cinco abueletes los miraron con detenimiento. Uno de ellos, que con 90 años tiene una historia de amor con la asistenta cubana que le ha buscado su hijo, dijo: ¡Qué bonitos son, qué papel más bueno! Todos asintieron y Santiago sonrió. A reglón seguido, empezó a contar lo bien que funcionaba la sociedad de decesos que tenía contratada, se habían ocupado de todo: ¿la caja? Una maravilla; según él, de ébano con un enorme crucifijo dorado. Pero lo definitivo, lo que levantó la admiración generalizada fue la corona. Santiago se había informado que una corona como esa cuesta en el mercado 150.000 pesetas (siempre hablan en pesetas, nunca en euros). Todos terminaron dándole la enhorabuena, palmadas efusivas, miradas de aprobación. Mi padre le dijo: ¡qué suerte has tenido, amigo! Santiago estaba satisfecho, feliz.

Tuve que irme pretextando una llamada urgente al móvil. Una carcajada incontenible me subía desde el estómago. Me apoyé en un árbol y lloré de risa con las piernas cruzadas; no había cerca ningún servicio. No sé si es que cada vez que pasa la parca de largo se sienten aliviados, pero en mi vida había visto una situación más surrealista.

A Pedro, el que dice que moja todos los días con la cubana, se lo quiere llevar su hijo médico a Málaga y vender su casa, no vaya a ser que se la quede la caribeña. Los otros siete han hecho piña con él y le conminan a que se rebele ante el egoísmo de los hijos.

Todavía me río. Son geniales.

 

Zynnya

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