El último.
Podrá nublarse el sol eternamente;
podrá secarse en un instante el mar;
podrá romperse el eje de la tierra
como un débil cristal.
¡todo sucederá!. Pero…
(Gustavo Adolfo Bécquer)
Miró medio en sueños, llovía desesperanza tras la plomiza luz que se filtraba por el ventanuco y un vencejo en la boca aún pastosa le susurró: “en mi corazón también llueve”. Con gran esfuerzo acertó a saber que era lunes de madrugada, un lunes cualquiera sin amigos, sin trabajo, sin amor.
De pronto, le pareció despertar de una larga anestesia y el puño del desasosiego le culebreó el costado, ahogando su latido en la vorágine de estruendos que regurgitaba aquella enésima ciudad ajena, haciéndole sentirse la última rama extinta de un árbol seco. Su cuerpo, como un tronco carcomido crujió, mientras la garganta se le llenaba de la tierra de todos los caminos recorridos por sus viejos zapatos.
Algo en el alma diminuta, cimbreando el miedo a un nuevo día, le lanzó a la calle, con las manos huecas como única arma para enfrentarse al ampuloso gigante ciclópeo de aquella esfera convulsa. En los ríos de asfalto alguien cultivaba infiernos, unos hacían agujeros en el fundamento, otros escondían en sus bolsillos los sollozos dela tierra. Había enjambres de adolescentes hablando por los pulgares, nadie se miraba en el azul de otros ojos, ni en el agua, ni en los espejos del alma, bajo un telón gris como cielo, tras el que negreaban ya demasiadas estrellas.
Buscó en las colas del paro, donde largas filas de querubines cambiaban sus arcos y sus flechas por un trozo de pan. En las fábricas cerradas, en las imprentas obsoletas, en las polvorientas librerías y en las papeleras de desidia humana, hasta que alguien se apiadó de él y le dijo la verdad:
-Señor, hace mucho que en este mundo, no hay lugar para un poeta.
Anduvo perdido, dormitando sobre esa desolación que tienen los bancos de los parques en invierno, hasta acabar entre los despojos de un vertedero de palabras, yaciendo junto a historias amarillentas rasgadas por pececillos de plata, enredado en el hedor de antiguas estrofas rotas. Ni un solo instante su etérea musa pensó en abandonarle. Vieja, harapienta pero fiel, siguió obligándole a abrir los ojos, a sorprenderse y maravillarse, a sentir una maldita y extraordinaria sensibilidad por esa criatura escondida en la esencia de las cosas, la ternura en la que nadie creía ya.
El horizonte ahora tan cercano le envenenaba, colándose por las ventanas del espíritu, trayendo el eco de todos aquellos niños carbonizados llorando de hambre y sus epitafios de línea y media, que iban y venían bajo los cimientos de las ciudades, en periódicos abandonados sobre los asientos de los metros: “cada cuatro segundos un niño muere en el tercer mundo por enfermedades que…”.Los estallidos de las bombas irrumpían sembrando de muertos las mesas de las casas. La ropa olía a pespunte de dedos tiernos que soñaron con juguetes, mientras se derretían los glaciares perpetuos y tras los escaparates del mundo, las sombras alargadas de sonrisa perfecta se vestían con lujos, alguien emigraba lejos, o perseveraba a la vejez entre catéteres, o eufórico, gritaba gol entre los anuncios.
Extraños vocablos se le clavaban como agujas, montados en un viento herido, mordido de grandilocuencias: Macroeconomía, Riesgo, Eurozona… incomprensibles para el pez del sentimiento que le nadaba en el pecho. Un bombardeo de noticias amargas como vacunas diarias deshumanizando el alma, un tsunami de imágenes repetidas, rompiendo en pedazos el mundo que conocía, entre bramidos de una tercera guerra global de sinrazón.
Llovía sobre los esqueletos de cemento inacabados, sobre las montañas de plástico y en su frente. Despertó en la última alborada a los pies de una estatua de olvido, la de los viejos poetas, aquellos que enterramos hace mucho tiempo, como besos caídos desde los labios de una caduca belleza.
Sus ojos observaron un aleteo efímero entre las nubes cargadas de carbono, y el corazón, excavando la sima del vestigio humano, se le conmovió como siempre, haciéndole saber que todavía estaba vivo. Pero ya no recordó las madreselvas de Bécquer, ni los verdes caminos de Lorca, ni la flor imposible de Machado y cuando sus pupilas se apagaron del todo, la pasión de las palabras, se perdió silenciosamente para siempre.
Pasó el tiempo mudo, irremediable, como un fuego eterno inmolando las hojas de historia hacía el infinito, hasta llevarse por fin la pertinaz lluvia. Las gentes continuaron en su devenir insaciable y, aunque nadie supo admirarlo, el camino volvió a tornarse del color de la esperanza, de la rama talada, sin saberse imposible, brotó la flor, y una pequeña golondrina, deletreando nombres de enamorados con la tinta de sus alas, surcó mil veces aquel trozo de cielo, tan blanco y ancho…, que parecía de papel.
Laura Cabedo Cabo
(1966-2021)
Finalista del 9 Certamen de Narrativa Breve 2012