La farmacia de toda la vida
¡Cumplió 40 años! Y parece que fue ayer cuando de la mano de mi padre entramos en la farmacia para comprar sus repulsivas Juanola. No atendió el recién y joven licenciado del barrio, que con una tímida sonrisa nos dispensó, y envolvió la lata con papel de insinuante y delicada transparencia, frágil él, soporta el estampado del anagrama de la serpiente enroscada en el cáliz, símbolo de la feminidad curandera de la diosa griega Higía, presidiendo el nombre y número de colegiado de Don Rafael.
Mientras sonaba la campanita de la caja registradora pensaba en cómo iba a volver a rechazar el ofrecimiento paterno de una de aquellas minúsculas y romboides pastillas de color marrón mate, que sabían igual que chupar un palo de regaliz de kilo y medio, y dejaban las lenguas infantiles como un lienzo de cáñamo. Por suerte el nuevo farmacéutico incorporó una nueva moda para fidelizar al cliente, y que nunca sabrá cuanto lo hemos agradecido varias generaciones criaturas del barrio.
Al tiempo que depositó las monedas del cambio en la mano de mi padre, en la mía y con una media sonrisa dibujada en la comisura de los labios, dejó una bolsita hecha con el mismo papel. Con las cejas arqueadas por la sorpresa, al aflojar el nudo, de su interior ilumina mi mirada un arco iris de bolitas dulces espolvoreadas de un ápice exiguo de refinado azúcar, en ese momento le dediqué mi primera sonrisa al joven boticario.
Una sonrisa perenne, que 40 años después le sigo dedicando a Don Rafael, ahora canoso y algo más bajito se ha vuelto entrañable e imprescindible para el vecindario. Hoy en día es a mí a quien dispensa las Juanola, pero eso sí, nunca se olvida regalarme el imprescindible hatillo de caramelitos que tanto me gustan saborear a la salida de la farmacia de toda la vida.
Jordi Rosiñol.