La república de las letras.
Cien años antes de la invención de la imprenta, Petrarca había puesto en marcha la primera, y, hasta el momento, la más fecunda red social de la historia de la Civilización. El objetivo explícito de dicha red fue revivir la paideia de los griegos, la institutio de los romanos: la formación intelectual y moral de una aristocracia del espíritu que sirviera de contrapeso a las pasiones y la violencia de la masa y los demagogos. Quienes se sumaron al proyecto se dieron a sí mismos el nombre de “humanistas”, y su principal modo de proceder consistió en el intercambio epistolar entre los vivos y la comunicación, a través de la lectura, con los muertos más egregios: los grandes clásicos grecolatinos que habían sobrevivido a los estragos del tiempo, al olvido, a la inquina y a la incuria de la barbarie medieval. Muy pronto estos humanistas se sintieron fraternalmente unidos en una patria invisible, sin más geografía que sus epístolas y sus lecturas ni más jerarquía que la que emanaba de la auctoritas (que nada tiene que ver con la potestas, el poder efectivo) ganada por la excelencia intelectual de cada uno de los intervinientes, vivos y muertos. Muy pronto, también, esta patria invisible recibió un nombre que fue reconocido por todos los participantes: “La República de las Letras”. Los ciudadanos de esta República invisible no son los cives activos de las repúblicas antiguas ni los súbditos pasivos de las monarquías modernas, sino los sujetos de una relación inédita, respecto a sí, al prójimo, al conocimiento y a la verdad.
El crítico francés Marc Fumaroli ha cartografiado el espíritu de esta relación en un texto espléndido, La República de las Letras, traducido por Allí se puede comprobar que esta República trascendió las fronteras de los reinos y de los siglos, y de ella formaron parte personajes de perfil intelectual tan dispar como Tomás Moro, Copérnico, Erasmo de Rotterdam, Miguel de Montaigne, Spinoza, Descartes, nuestro Garcilaso, Hobbes, Locke, Newton, Voltaire… También contó con grupos de investigación federados por la República, en torno a las nuevas academias (la Lincei, en Roma, o la Ficiniana de Florencia); o los intelectuales que trabajaron junto al impresor veneciano Aldo Manuzio; en las tertulias de las salonières ilustradas, o en algunas cortes europeas, como la de Federico II el Grande, en Prusia; o en cientos de conciliábulos que cobijaban el talento y la innovación científica en los cafés europeos, tertulias que tuvieron especial relevancia en la explosión intelectual de la Viena de entreguerras o en el desarrollo de la luminosa ilustración escocesa.
De allí, de Escocia, nos acaba de llegar la noticia de que la Universidad de Edimburgo le ha hecho un feo a David Hume, quien fuera uno de los más ilustres ciudadanos de esta República de las Letras. No ha faltado quien se echara las manos a la cabeza; pero esa misma universidad ya persiguió en vida al autor del Tratado de la naturaleza humana. Las universidades europeas, como tales instituciones, siempre se han mostrado ajenas, cuando no abiertamente hostiles frente a todo cuanto tuviera que ver con nuestra República de las Letras. La universidad como tal nace y subsiste para sostener la ortodoxia frente a la República de las Letras que es heterodoxa per se, porque la innovación rupturista es el fruto cierto de la paideia y la institutio. La universidad siempre ha defendido y defiende la religión dominante en cada circunstancia, ya sea ésta la católica, la anglicana, la islámica o los nuevos credos fanáticos que surgen en torno a las políticas de raza o género. De su personal se espera un comportamiento genuflexo y ajeno al siglo, como corresponde al mester de clerecía, pues de esa actitud a la vez servil y angelical depende su carrera y su sustento. Vestidos con sus togas cuesta distinguirlos en la forma y en el fondo de los cabildos catedralicios, en donde tienen su origen. Claro que hay profesores universitarios brillantes e innovadores, e incluso se sabe de alguno que alberga un cierto grado de compromiso efectivo con su tiempo. Pero la institución es lo que es: la fiel guardiana del pensamiento correcto, la academia que nunca estuvo a la altura de David Hume, como no lo estuvo de Galileo ni de Darwin, ni de ninguna de las ideas nuevas que vienen moviendo el mundo desde fuera de sus muros.
Muy cerca de Edimburgo, por cierto, la Universidad de Aberdeen nombró no hace mucho doctora honoris causa a nuestra Lucía Etxebarría, nada menos. Para eso sí está y estará siempre puesta la institución. Y con estos bueyes hay que arar.
Francisco Giménez Gracia
Artículo publicado en el diario «La Opinión» de Murcia, el 23 de septiembre de 2020