Siendo joven cayó en mis manos un libro de Ortega. Llegó en buen momento. Andaba yo enamorado hasta la médula de una muchacha morena y ojos negros. Recuerdo unas páginas en las que hablaba de una primera escena de amor entre el hombre y la mujer. Venía a decir que los hombres primitivos cazaban, no paraban de buscar comida, llegaban a la caverna para alimentarse, cubrían a la hembra y volvían a salir junto con el resto de machos para poder seguir sobreviviendo (ahora que es tan frecuente la separación, me hace gracia pensar que lo único que está pasando es que volvemos a nuestros orígenes. Los matrimonios de nuestros abuelos cavernícolas duraban diez minutos. Más o menos lo mismo que muchos de los de hoy en día. No sé a qué viene tanto escándalo) . Una noche uno de esos hombres, después de devorar la pata de alguna fiera, cubrió a la hembra y antes de irse la miró. Ella, seguramente, esperaba esa mirada. En vez de marchar, se quedó. ¿Cómo explicaría ese hombre lo que le estaba pasando? Cuando llegó la mañana siguiente al lugar de reunión de los cazadores ¿qué dijo? Pues seguramente nada. Ni pudo, ni quiso. Tal vez danzó alrededor de una hoguera para explicarse y explicarlo. Y esto mismo es lo que nos sucede hoy a todos. Y es lo que me sucedió a mí siendo joven y estando enamorado de la muchacha morena de ojos negros. Es tan grande el sentimiento que no entra en el cuenco de la palabra. Nos vemos obligados a usar tópicos (“te quiero tanto que daría la vida por ti”, frases tan gastadas por el uso que ya no significan nada), a recurrir a la poesía de otros (de los que tomaron distancia con respecto al problema) o a quedar callados disfrutando de una sensación que es, simplemente, inexplicable.
Sin embargo, hoy quiero arriesgar, intentar descubrir una expresión que se ajuste a lo que quiero decir, aún sabiendo que soy incapaz.
Amar es descabezar un sueño mientras lees porque el pensamiento te ha podido, es embarcar en un velero pidiendo calma al dios del viento. Amar obliga a cerrar los ojos e imaginar lo que pesa junto al diafragma como entraña. Y acurrucarse estando solo para disfrutarlo, sabiendo que los tatuajes terminan desapareciendo. Dejar las cosas sin decir, acariciar el fantasma del otro por su perfección. Y acercarse para mirar con angustia sabiendo que todo es efímero.
Y es que yo amo y no sé cómo decirlo. Me aturde.
Gabriel Ramirez Lozano