Cuando escuché por primera vez la palabra «Alepo», tenía en la mano un pedazo de jabón que parecía de todo, menos comercial. Corte asimétrico, aspecto amarronado nada atractivo y carente casi por completo de olor. Si no es por unas siglas árabes grabadas en una de sus irregulares caras, hubiera pensado que la muchacha de la tienda quería venderme el jabón que hacía su madre o algún pariente del pueblo. «Es milagroso para la piel, de verdad. Y solo lleva sosa natural, aceite de oliva y laurel…», me dijo la chica en su afán de convencerme para que lo probara.
Y lo compré. Y con el tiempo descubrí, en mi ignorancia geográfica, que Alepo (o Halab) significa «leche fresca» y que es una preciosa ciudad del norte de Siria, casi tan importante como su capital, Damasco. Este reducto exótico, uno de los más antiguos de la región, disfruta de una posición estratégica, a mitad de camino en la ruta comercial que une la costa mediterránea y el Éufrates.
El jabón de Alepo es vegetal y se fabrica a base de aceite de oliva y laurel. Su historia, ingredientes y métodos de producción lo convierten en único en el mundo. Es el antepasado del de Marsella y, según se dice, la primera pastilla de jabón sólida, ya que es en Alepo donde se introduce el proceso de «saponificación» y el uso de aceite de oliva y laurel. De este modo, aparece el primer jabón duro de la historia de la humanidad (anteriormente eran emulsiones espumosas líquidas).
Se elabora de forma artesanal desde hace más de dos mil años y su manufactura se ha transmitido de generación en generación hasta nuestros días, manteniéndose igual que en los orígenes. El sello distintivo de esta curiosa pastilla limpiadora es que combina los métodos de producción más antiguos con los productos más naturales; sin colorantes, conservantes, perfumes ni productos químicos. Es un jabón completamente vegetal y biodegradable; antiséptico, antiinflamatorio y antioxidante. Muy beneficioso para pieles sensibles o con dermatitis atópicas: psoriasis, acné, rosácea, eccemas, etc. Además sus aplicaciones son muy amplias y podemos usarlo como un jabón para lavarnos las manos o para la higiene diaria de la piel de todo el cuerpo, un champú o, incluso, de espuma de afeitar.
Por desgracia, esta maravilla de la higiene está en peligro de extinción. Alepo, en la actualidad, es una ciudad prácticamente en ruinas desde que fue invadida, en junio de 2012. Ha sido víctima de devastadores bombardeos por parte del Ejército de Siria y escenario de las más sangrientas batallas a partir del estallido de la Guerra Civil. Después de que los Rebeldes perdieran su batalla clave en Damasco, Alepo se convirtió, poco a poco, en un blanco perfecto para ellos. Y se han empeñado en controlar la ciudad porque es el centro neurálgico y económico de Siria. El caso es que entre unos y otros, y en el marco de la llamada «Batalla de Alepo», ambos bandos (ejército y rebeldes), su ambición guerrera y su carrera ascendente hacia el odio están destruyendo la ciudad: sus amaneceres, sus estrellas, a sus habitantes y sus ilusiones… y su inimitable, vetusto, mágico y singular jabón.
Alepo, el lugar donde se elabora, se ha convertido en la segunda ciudad más devastada por el absurdo de un conflicto sin principio ni final. Gran parte de su población está dañada y muchos de sus preciados lugares, edificaciones muy importantes para Siria, han sido destruidos por los combates y reducidos a escombros. Su bello casco histórico ya ha sufrido graves e irreparables daños. A día de hoy, Alepo sigue siendo el escenario más importante de la guerra, produciéndose casi a diario combates muy violentos entre los rebeldes y los soldados gubernamentales.
Y una servidora, mientras escribe estas líneas, piensa en esa expresión tan materialista, que tan poco me gusta, de «saldo de la guerra», o sea, lo que queda después de que el «azufre» del averno se haya colado por todos sus resquicios y «cobrado» lo suyo. Y se me escapan las lágrimas y se me retuercen las entrañas: en Alepo han muerto hasta la fecha más de doce mil civiles inocentes, a merced de una «cruzada de intolerantes» con la que nada tienen que ver.
Y pienso en todas las familias sirias que vivían de la exportación y explotación de esta preciada pastillita higiénica, en todos los lugares donde, con mimo, dedicación y prestancia, se elaboraba para mejorar nuestra salud; sitios que a día de hoy solo serán descampados de escombros, ruina y devastación. Curioso y paradójico. La misma destrucción que de forma metódica se empeña en llevar a cabo ese ser que cada día también crea e inventa cosas maravillosas. ¿Alguien entiende esta sinrazón?
Blog de la autora
Colaboradora de Canal Literatura en la sección “Palabras desde mi luna”
marsolana@canal-literatura.com
Estamos tan inmersos en nuestro propio mundo que no recalamos en esa realidad. Cuando he visto el título he pensado: ¿Qué tiene que ver esa maravilla higiénica (mi hija lo usa, por su dermatitis atópica) con la sinrazón? Mi egoísmo llega hasta no relacionar en primera instancia el nombre del producto con su procedencia.
Gracias por hacernos caer en la cuenta.