La Literatura, como todo Gran Arte, consiente pocos apellidos, porque todos la ofenden. Si hablamos de «literatura de género», por ejemplo, parece que aludiéramos a unos libricos concebidos para un público incapaz de digerir a Séneca, a Tolstoy o a Faulkner, y pasamos por alto que grandes clásicos como Calderón de la Barca, Dumas, Stevenson, Conan Doyle o Raymond Chandler sujetaron la totalidad de su obra a las convenciones de un género literario. Si hablamos de «literatura fantástica» tendemos a pensar en esas sagas vampíricas o élficas o galácticas escritas para adolescentes neurasténicos, y nos olvidamos de que el género fantástico es el que inspira a Homero, a los infinitos autores de Las Mil y Una Noches, a Ray Bradbury o a Tolkien. Y en este plan.
Mención aparte merece el apelativo «literatura femenina», porque aquí la pluma se carga con tinta política, y eso siempre resulta emocionante en un país como el nuestro cuya verdadera religión nacional es el guerracivilismo. Nadie negará lo obvio: que existen numerosas autoras que ejercen su oficio con la pretensión explícita de escribir «en femenino»; y confieso, a riesgo de linchamiento, que no me interesa lo más mínimo este tipo de literatura, que me parece un refugio blindado por la corrección política para la peor escritura que se comete en nuestro siglo, sin excepción, por no hablar de esa plaga de artículos costumbristas femeninos («Hola, chicas, somos monísimas…») que inundan la prensa regional, nacional e internacional, donde nada es categoría y todo se reduce a sentimientos como braguitas de encaje lavadas con Moussel Legrain de París. Otro tanto pensaría de los autores que escribieran «en macho»; pero no conozco el caso, tal vez porque, cuando a un tío se le dispara la testosterona, se va de putas, o al fútbol, o arregla el país en dos patadas desde la barra de un bar grasiento; pero no se le ocurre desfogarse leyendo ni escribiendo sobre el abismo emocional al que se enfrenta cuando abre la nevera y se topa con que ya no quedan cervezas frías.
Así las cosas, no está de más recordar a quienes reivindiquen (y aquí el verbo «reivindicar» va de soi) un lugar al sol para esta pretendida literatura femenina que quien escribe no es varón ni hembra, sino Creador y, en calidad de tal, se debe sentar en el Trono de Dios y olvidarse de su género, de su número y de su caso. No sabemos quién fue Homero, por ejemplo, pero resulta perfectamente verosímil concebir, como lo hizo Robert Graves, que La Odisea fuera escrita por una Nausicaa piadosa, valiente y enamorada. Las obras mayores de Margarita Yourcenar (Opus Nigrum y Las memorias de Adriano) no son ni masculinas ni femeninas, sino humanistas en el sentido más renacentista del término. Algo similar podemos pensar de una Patricia Highsmith que nos descubrió el asesino que habita en nosotros, y para eso creó a un Ripley a imagen y semejanza de nuestros demonios. Y otro tanto podemos decir de Rosalía de Castro, la primera voz que cantó el desgarro infinito y eterno del emigrante que se ve obligado a abandonar su tierra para ganarse el pan: «Adiós ríos, adiós fontes / adiós, regatos pequenos; / adiós, vista dos meus ollos, / non sei cándo nos veremos…»; o de Carson McCullers, de Carmen Laforet…, de tantas y tantas; y, desde luego, de Harper Lee, quien ha publicado a sus 89 años una novela, Ve y pon un centinela, que, al decir de sus editores (HarperCollins), fue escrita diez años antes de la archiconocida Matar a un ruiseñor.
Acabo de leer ambas, y tengo mis dudas de que Lee escribiera realmente la del centinela antes que la del ruiseñor: porque no me parece verosímil en modo alguno. Pero tampoco quiero llevar esto más allá de la expresión de una intuición, que es una sospecha, porque para eso tendría que entrar en detalles sobre la trama moral que recorre ambas obras, cuando mi propósito es invitarlos a que la descubran ustedes, con la certeza de que me lo han de agradecer. Juntas ambas novelas y dispones del mejor retrato moral de la sociedad del Sur de los Estados Unidos del segundo y tercer cuartos del siglo XX. Y entre ambas levantan un edificio ético y literario de una sabiduría plena de encanto, gracia y brillo para cualquier tiempo y circunstancia. Y esto no es masculino ni femenino; ni del norte, ni del sur, sino propio de un espíritu creador capaz de darle voz a toda la humanidad.
Francisco Giménez Gracia
Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia el día 17 de octubre de 2015