Para Renée, mi diva de Hollywood.
“Por si lo de Hollywood no funcionaba, estaba preparada para ser la mejor secretaria del mundo” (Bette Davis)
Desde hace algún tiempo todos nosotros oímos, a nuestro alrededor, quejarse a la gente de su situación laboral. Todos tienen poco trabajo, o mucho y mal pagado, o no tienen el que querían, o no han encontrado el que buscaban. Los hay que agradecen tener algo cuando tantos no tienen, aunque no sea lo mejor; los hay que dilapidan lo poco que logran conseguir con actitudes de desprecio, de soberbia o de altanería. Para bien o para mal, a mí me dieron una educación casi calvinista en este aspecto. Me enseñaron que el trabajo era algo necesario cuando no se es rico de cuna, que me permitiría ser independiente (y sí, en cierto modo, también libre), que si luchaba por ganarme la vida haciendo algo que me gustara disfrutaría tanto como si no estuviera trabajando y que con lo que yo supiera hacer, profesionalmente, me estaba poniendo al servicio de otra persona que no sabía hacer aquello, del mismo modo que quienes sabían hacer otras cosas se ponían a mi servicio a cambio de unos honorarios justos y merecidos.
A fecha de hoy, este planteamiento me sigue pareciendo hermoso. En él hay entrega, pasión, buen hacer, y justicia. Hay oficio y hay beneficio. Habrá gente en la que estas afirmaciones levanten ampollas, claro, porque nunca llueve a gusto de todos. Pero en general siempre he disfrutado trabajando, he desarrollado mi actividad profesional con pasión, y creo que hay pocas satisfacciones mayores que hacer –y cobrar– un trabajo bien hecho y disfrutar de los resultados: ver también satisfecho al cliente e invertir tus ganancias en aquello que te permite vivir mejor. Me enseñaron también que no todo el mundo podría elegir aquello a lo que quería dedicarse, unos por falta de medios, otros por falta de afán, o que, aun teniendo el mejor trabajo del mundo, habría quienes lo desarrollaran por mero trámite, cuadrante en mano. Sólo un auténtico profesional de lo que sea trabaja con verdadera pasión y total entrega.
Veía ayer un documental de Pedro González Bermúdez sobre la aparición de Bette Davis en el Festival de Cine de San Sebastián en 1989, documental que recomiendo vivamente porque en él todo es magnífico: la concepción, la música, las cortinillas con pequeños escenarios recortables de cartón… Bette Davis venía a recoger el Premio Donostia, muy enferma y con más de 80 años de edad, acompañada de su secretaria y de 18 maletas. Viajaba desde California con escala en NYC, donde se quedaba a descansar un par de días, con otra parada en Londres, creo recordar, y de ahí a Biarritz. Desde Biarritz llegaría a San Sebastián en coche: el viaje por etapas y un conductor que hablara inglés eran dos de sus condiciones: quería que le fuera contando cosas del lugar mientras cubrían el trayecto. Otra era que no fuesen a recibirla al avión. Dado su delicado estado físico el equipo contaba con una silla de ruedas –que nadie debía ver– para traslados cortos. Momento maldad: tendrían que aprender de ella divas de plexiglás como Madonna o Beyoncé, que exigen cientos de velas blancas para alojarse en un hotel, o transformar toda la planta en un gimnasio, o atrocidades propias de quien tiene los referentes un poco trastocados: no soy una diosa, pero que nadie se entere…
Bette Davis se bajó del coche en medio de la multitud, contra todo lo previsto. Posó en un improvisado photocall junto a su secretaria y a una persona de la organización para saludar a los presentes y que pudieran hacerle fotos. Diminuta, consumida, sonrió con ese rictus suyo entre travieso e irónico, mirando a la multitud con aquellos famosos ojos suyos que cantó Kim Carnes. Luego se encerró en su habitación hasta el momento de aparecer en la rueda de prensa, donde permitió que la filmaran pero no que la fotografiaran. Concedió entrevistas a cada medio por separado y con vestuario diferente, para que cuando los periodistas ofrecieran su trabajo a las agencias no fuera todo igual. Cuando le preguntaron, en la rueda de prensa, qué había hecho todo el tiempo sin salir de la habitación, respondió: “Descansar y prepararme para salir aquí ahora. Este es mi trabajo”. Aguantó una larga serie de preguntas con estoicismo, elegancia y sentido del humor y, cuando se dirigió a recoger el premio, repitió la hazaña: se bajó del coche, esta vez bajo la lluvia, para saludar a los admiradores que esperaban a la puerta del teatro.
No utilizó la silla de ruedas. No permitió que en el avión que la llevó a París, después de aquello, la transportaran en camilla. Genio y figura, dirán, hasta la sepultura. Cierto que todo el mundo tiene derecho a ocultar sus debilidades y miserias aunque hoy en día, cuando parece incluso obligatorio exponerlas, a algunos les parezca una extravagancia o un síntoma de decadencia. Es una cuestión de dignidad, sin duda. Pero Bette ni siquiera necesitaba ponerse digna. Ella entendía que una estrella no debe mostrarse así ante sus admiradores. Como una madre ante sus hijos. Como el amante ante su amada. El dolor, el sufrimiento, se ocultan, se disimulan: se dejan donde deben estar. “He venido aquí a trabajar”, repite varias veces a lo largo del documental. Y sonreír, caminar erguida aunque sólo sean unos pasos, mostrar un sinfín de glamourosos conjuntos diferentes eran parte de su trabajo.
“No me retiraré mientras tenga dos piernas y un estuche de maquillaje”.
Me gustó mucho también el valor que daba a la ropa, tan parecido al que le doy yo: otra cuestión en la que no encuentro mucho eco en una sociedad que, o bien es instagrámicamente superficial y efímera, o aplica a rajatabla aquello –tan monjil– de “el hábito no hace al monje”. La posibilidad que nos ofrece el atuendo de meternos cada vez en un personaje y de acceder a universos distintos, las posibilidades ilimitadas de juego y de invención, son casi iguales a las que nos ofrece un libro. De hecho, la vinculación entre la literatura y la indumentaria es siempre más profunda e instersticial de lo que pueda parecer: desde aquellos maravillosos Delfos creados como si fueran esculturas por el “veneciano” Fortuny y que lucen las heroínas de d’Annunzio, hasta el sublime Givenchy con el que Holly Golightly contempla la vitrina de Tiffany’s en una escena cinematográfica tan literaria como la obra que inspiró la película, hay en las páginas de los libros un sinfín de referencias a la moda que han enriquecido y dado color a otros tantos personajes: el peto vaquero de la pequeña Scout Finch y su posterior adquisición, a regañadientes, de un vestido de señorita; la selección de modelitos de Rodríguez que Lola (“Espejo Oscuro”) lleva para su escapada al Monasterio de Piedra con su amante; los trajes que la señora Bovary encarga para su huida; la visita de la Regenta a una sedería de Vetusta, los caprichitos de la galdosiana señora de Bringas, los disfraces que sacan del baúl en el desván de los abuelos los niños protagonistas de Este domingo, de José Donoso… Habrá más que ahora no consigo recordar. No importa. Era de Bette Davis de quien yo quería hablarles. De su manera de desafiar a la enfermedad y a la muerte entregándose a su trabajo y a sus admiradores. De cuánto echo de menos esa actitud hoy en día, en tanta gente. De la línea que distingue lo superficial de lo profundo, lo auténtico de lo mediocre. No dejen de ver el documental de González Bermúdez si tienen ocasión. Verán que los dioses no tienen ocaso: simplemente se apagan un día mientras caminan, todo lo erguidos que pueden, vestidos con sus mejores galas, hacia su destino.
Amelia Pérez de Villar
¡Bravo, Amelia! Lo leí en tu blog y me encanta. ¡Qué grande la Davis! Si es que con ese encanto no podía ser de otra manera. Y qué lección de coraje con esa frase.
Destaco precisamente las dos citas de la Davis que aparecen señaladas porque dicen mucho de ella. «Por si lo de Hollywood no funcionaba, estaba preparada para ser la mejor secretaria del mundo» (también en el plan B pretendía ser la «number one», y seguro que lo hubiera sido) y “No me retiraré mientras tenga dos piernas y un estuche de maquillaje”. Esta última me ha recordado al insigne académico don Rafael Lapesa, a quien, ya octogenario, en un congreso, un amigo le preguntó, al verlo subir una escalera con dificultad: «Don Rafael, ¿cuándo va a dejar de trabajar?». Y él contestó: «Cuando sea viejo».
Hay gente especial. No podemos pretender ser como ellos.
Me ha encantado el artículo, Amelia.
Un beso.
Chapó!! Interesante y completo. Enhorabuena Amelia.
Un abrazo.
Me ha encantado, Amelia. Qué bien escribes y qué razones tan grandes tienes. Un artículo precioso. Besos. Carmen.
¡Mil gracias! Ando un poco atrasada en lecturas, pero os sigo agazapadina entre las sombras, con más o menos intensidad. Besos, compañeros, colegas, lectores, amigos.