Hay nombres que son toda una metáfora. Como por ejemplo la elección por parte de Microsoft de la palabra Windows para bautizar sus sistemas operativos. Ellos se referían a otro tipo de ventanas pero, qué duda cabe de que uno puede hacer un diagnóstico muy certero de cómo es el mundo actual mirándolo desde ese privilegiado puesto de observación. Y no me refiero ahora a lo amplios ventanales que permiten, sin moverse de casa, visitar el Taj Majal, montarse en un submarino nuclear o nadar entre tiburones. Tampoco hablo de esa ventanilla única tan práctica que nos facilita sacar dinero del banco, adquirir un pasaje de avión o pagar impuestos. Hablo más bien de la indiscreta ventana que permite espiar lo más íntimo y secreto que se manifiesta amparado en el anonimato que es una de las características más positivas (y a la vez negativas) del mundo virtual. Imagino que a estas alturas habrá varios tratados psicológicos, antropológicos y hasta filosóficos destinados a sacar conclusiones sobre lo que revelan ciertos comportamientos en la red. ¿Qué indican de nosotros, civilizados individuos del siglo XXI, la coexistencia de fenómenos altruistas y desinteresados como los clubes de lectura o la cadena de favores con otros tan aterradores como el ciberbulling o las páginas de pornografía infantil? Simplemente lo que ya sabíamos, que el ser humano es capaz de todo lo mejor y de todo lo peor y que, en territorio tan vasto y sin ley, se manifiesta sin tapujos. También las aplicaciones de móviles dicen mucho de nosotros, como la nueva extravagancia que está haciendo furor en China, por ejemplo. Se llama Xiaohuangji, que quiere decir pollito amarillo, y tanto éxito ha tenido que, tres meses después de su salida del cascarón cuenta ya con tres millones de adeptos e incluso con un imitador, otro pollo del mismo color pero con un sombrerito rojo. ¿En qué consiste el enorme atractivo de Xiaohuangji? Pues en que, gracias a un sofisticado programa de inteligencia artificial, conversa, da ánimos y reconforta a su propietario; vamos, que es como un coach pero en pollo. Vean cómo funciona. Enciende uno el teléfono, aparece Xiaohuangji, pía un poco y luego pregunta “¿Cómo estás?”. “Mal –contesta uno–, no he tenido un buen día”. “¿Qué te pasa?” –se interesa el pollo. “Estoy muy estresado” –explica uno– y Xiaohuangji con voz sedante recomienda: “Venga, date un paseíto, te sentirás mucho mejor”. Los sociólogos dicen que el éxito hay que buscarlo no en los consejos del pollito, que no son los de Confucio, precisamente, sino en la deshumanización del mundo moderno, lo que augura que –tal como ocurrió con el Tamagochi, aquel amigo virtual al que había que cuidar y alimentar– pronto hará furor también entre nosotros, puesto que las modas que triunfan en Oriente más pronto que tarde se imponen en Occidente. La gente necesita alguien que la escuche, insisten los expertos. En especial los jóvenes se sienten muy solos. Soledad, he aquí el vocablo más temido de la sociedad moderna. La gente no sabe estar sola y hace cosas increíbles para evitar ese vacío. Una vez más internet es una ventana por la que puede observarse a qué recurren las personas para esquivar a ese monstruo al que tanto temen. Desde actividades inofensivas como jugar a Apalabrados o a la canasta hasta grabar actos íntimos, enamorarse de un alma gemela que vive en Nueva Zelanda o pactar un suicidio colectivo. Si en efecto tienen razón los sociólogos y los que más sufren de soledad irredenta son los jóvenes, ¿no sería mejor enseñarles que soledad no es necesariamente un estigma, una maldición? Vivimos en un mundo tan infantiloide que parece que si uno no se aturde con gente, ruido, música, pavadas, no puede ser feliz. Cuando resulta que es todo lo contrario. Saber estar solo es el primer y obligado paso hacia la felicidad, hacia el equilibrio. Y por una razón muy simple. El que no sabe estar consigo mismo y confía su bienestar a otros, tiene todas las papeletas para llevarse un desengaño, una desilusión. Peor aún, a lo mejor un día después de muchos chascos y de pensar que el mundo es un asco, acaba contándole sus penas al pollo. Y ni siquiera a uno de carne y hueso.
Carmen Posadas
No cabe duda de que la soledad es el tema de este tiempo. Compruebo, como dices, que la gente hacemos las cosas más increíbles para intentar romper esa soledad. Hace unos días comentaba a una amiga que he visto ya varias veces a un tipo caminando por la ciudad, al anochecer, que se dedica a ir dando las buenas noches a diestro y siniestro, a desear a la gente se va cruzando (a toda) que tenga felices sueños. Tal vez alguien se pare a contestarle y ese sea el premio que busca. En todo caso se expresa, camina entre otros, e imagino que eso mitiga esa sensación de desconsuelo que siente.
En todo caso estoy de acuerdo con lo que dices, y digo más, estar bien, sentirse bien solo, con uno mismo, es un indicador claro de madurez, mientras que lo otro, esa desesperación, ese terror a la soledad, no es más que el síntoma de lo contrario.
Estar solo, a veces, es una bendición. Y aprender a ser feliz en esa soledad es una obligación que tenemos con nosotros mismos. Lo que pasa es que los jóvenes aún piensan que estar solo es síntoma de fracaso, y buscan el bullicio y la compañía, donde no siempre encuentran lo que buscan porque tampoco siempre saben qué andan buscando. Es una etapa difícil, y somos los adultos quienes debemos ser sus pollitos y acompañarlos siempre.
(He vuelto a uno de mis temas favoritos. Será porque me preocupa.)