Ilustración de © Estefanía López
La vida es un milagro sometido a los avatares de un influjo incierto, vulnerable. Es como caminar sobre el filo de un cuchillo sin cortarse o tratar de mantener el equilibrio en una cuerda floja.
Si el Viento no sopla a tu favor… cimbrea con él y sé flexible como el Bambú, pero no permitas que la Tormenta se cuele en tu Alma.
Con el paso del tiempo, justo en el cénit donde la juventud empieza a exhibir su puntito añejo, uno aprende a asimilar —integrar— que la vida, la mayoría de las veces una dama elegante y generosa —los más pesimistas dicen que es una puta disfrazada—, siempre nos está poniendo a prueba ofreciéndonos su pulso constante y un ininterrumpido tantear de opciones.
Hace unas semanas esta dama distinguida me trajo en su cesta una situación verdaderamente difícil y comprometida. Llegó hasta mi puerta de forma inexorable, como el curso de un río desbocado. Un escenario en el que además resultaba imprescindible lucir el peinado con tu mejor «cara de póker». Los lectores sabrán que lo más importante de este emblemático juego de cartas radica en el arte del buen «disimulo», es decir, en tu habilidad para mantener en la inopia a los otros jugadores sobre la buena o mala suerte escrita en tus naipes. Un «jugador de póker» veterano se presenta ante los demás con una faz neutra o inexpresiva, a lo Clint Eastwood en El bueno, el feo y el malo, ocultando sus emociones en la cartuchera, pero con la mano acariciando el gatillo por si acaso.
A veces, cuando no queremos que el río siga tal o cual curso, ponemos un dique y listo. Sin embargo, en esta ocasión que hoy quiero compartir con vosotros, la compuerta amenazaba con desbordar su caudal y no hubiera hecho más que dificultar el natural devenir de los acontecimientos. Nobleza en la sangre obliga. Y como una no está habituada a «jugar» al póker, en ese intentar dar el do de pecho con la necesaria actuación que ni siquiera admitía ensayos, entendí por primera vez, a lo largo y ancho de mi ser y de mi existencia, el verdadero significado de la expresión que tantas y tantas veces había dicho mi padre y que yo misma había usado: Hacer de tripas corazón.
Recuerdo la primera vez que la escuché. Quizás ya la había oído antes, pero fue en aquel preciso instante cuando capturó mi atención infantil. Yo debía tener unos siete años y mi imaginación ya era como un parque temático. Mis padres tenían que asistir a algún lugar que les resultaba muy desagradable y mi padre no hacía más que repetir a mi madre que se tranquilizara, que era necesario que hicieran de tripas corazón porque no quedaba otra. En ese momento mi fantasía comenzó a dibujar en las barrigas de mis padres sendos corazones que, incluso, comenzaron a latir. El caso es que aquel curioso dicho se me quedó grabado de una manera especial. Con el suceder de los años llegué a entender que aquello se decía cuando tu corazón no quería acometer algún asunto desagradable y encima, las tripas, además de participar en el ajo, tampoco te lo ponían fácil. Por ejemplo, cuando te enfrentabas a un examen académico, casi siempre había que hacer de tripas corazón. O cuando mi madre cocinaba los filetes al estilo la «suela de mi zapato» también era necesario visualizar ese corazón latiendo en la barriga para poder acometer la gesta de la deglución carnívora…
Sin embargo, volviendo al complejo evento del que os hablaba, aquel en el que era condición sine qua non mostrar tu mejor cara de póker, mis tripas cobraron vida propia e iniciaron su protesta desde que saqué los pies de la cama. Y era tal su pataleo, que para sujetar esa rabieta que minaba mis mejores intenciones decidí pedir ayuda a mi corazón. Le dije que me echara un cable, que el río no podía (no debía) desbordarse en aquella ocasión de inevitable cumplimiento.
—Bethany Hamilton… ¿Te acuerdas? —me dijo mi corazón.
—No sé… ahora no caigo… ¿quién es?
—La surfista hawaiana que sobrevivió al feroz ataque de un tiburón en el que perdió su brazo izquierdo a los trece años. Se la conoce en el mundo especialmente por superar con éxito esa grave lesión hasta el punto de regresar a la práctica del surf y ganar diversas competiciones. Además, hace poco ha tenido un bebé…
—Sí, ahora me acuerdo…, Soul Surfer. Alma de surfista, una película sobre su vida que emitieron en televisión este verano, una de esas tórridas noches, y que me puse a seguir por pura inercia, aunque reconozco que no tardó en engancharme… Pero… ¿qué tiene que ver ahora Bethany conmigo? —inquirí a mi corazón con extrañeza.
—¿Recuerdas qué momento de la película capturó tu atención?
—Hum…, déjame hacer memoria…
Entonces lo recordé. Bethany Hamilton acudía a una especie de seminarios de formación. En uno de aquellos encuentros, Sarah, su facilitadora, propuso a sus jóvenes pupilos acabar la jornada con un juego. Encendió un cañón de diapositivas y comenzó a mostrarles algunas fotos. La primera que asomó por la pantalla parecía un volcán en erupción… La facilitadora hizo zum para ir alejando poco a poco la fotografía y de pronto, ante la sorpresa de los chavales y supongo que de todos los que estábamos viendo la peli, ese volcán se convirtió en ¡el ojo de una mosca! En la segunda imagen, uno de los compañeros de Bethany afirmó ver un cerebro pudriéndose… Pero cuando Sarah alejó lo suficiente la imagen, una deliciosa nuez inundó el encuadre con su mágica presencia.
¿Veis lo difícil que es «ver» las cosas cuando os acercáis tanto? Lo mismo ocurre en la vida. Si estáis lidiando con algo que parece difícil o que no tiene mucho sentido, probad a cambiar de perspectiva.
De repente una «corazonada» cobró forma y entendí sin más palabras lo que mi corazón pretendía para ayudarme, para hacer un pacto de silencio con mis tripas que siempre le habían llevado la delantera siendo más rebeldes que él. Lo más importante era tranquilizarlas, hablarles con mucho cariño sin abandonar el coraje (coraje viene de cor, corazón en latín) que aquella delicada situación nos demandaba.
Lo primero fue acercar mi dedo índice, ese que según algunas tradiciones orientalistas representa el miedo, a mis labios. Lo besé mientras imaginaba que mi amor era algo vivo que fluía por él, una especie de tinta de colores con la que acabé dibujando un corazón en mi barriga, el mismo que visualicé en la de mis padres la primera vez que escuché aquello de las tripas. Después de trazar ese corazón imaginario, intenté alejarme todo lo que pude de mi lodo emocional, el barro en el que llevaba días retorciéndome de pena e impotencia. Y comencé a mirar con perspectiva todo aquel dolor, rabia y ansiedad que debía disimular con mi flamante «cara de póker». Sí, de eso se trataba: alejarse, tomar la suficiente distancia para poder ver la magia de una nuez en lugar de un cerebro pudriéndose. Hacer un corazón en las tripas acababa de quitar el trono a las tripas-corazón, primero el corazón y luego las tripas. Él me ayudó a apaciguarlas y a llevar el sentimiento bien alto y depurado durante aquella jornada que parecía inabordable. Se merecía el trono. Nobleza en la sangre obliga.
Blog de la autora
Colaboradora de Canal Literatura en la sección «Palabras desde mi luna»
marsolana@canal-literatura.com
Hola Mar:
Dicen que el corazón no duele, pero no es cierto, porque cada vez que lo escuchamos latir, él se queja constantemente y tanto su dolor como su alivio es tan distinto como lo es cada caso.
Y es que amiga mía, la vida es así y, no podemos cambiarla a capricho con previsiones de corto y largo plazo.
Debemos de intentar ser felices con nosotros mismos, porque ella, a cada instante, no dejará de darnos sorpresas, ya que somos merced de su influjo.
Sí, es muy difícil vivir amiga, pero todos deseamos hacerlo a pesar los avatares..
Una buena reflexión de contenido. Te deseo todo lo mejor. Un abrazo y un beso. Juan
Hola, Chavalote: Como buen vate sabes que el Dolor (con mayúsculas) que nos inyecta la Vida, así, a bocajarro y sin anestesia, es también un habitante del Helicón que nos impulsa abuscar consuelo en nuestras Letras Queridas.
Otro abrazo enorme para ti 🙂
A veces estamos inmersos en circunstancias que nos llenan de frustración e impotencia, sobre todo porque la solución no depende de uno mismo sino de alguien más aunque salgamos afectados por las malas decisiones de otros; a veces por circunstancias de la vida no podemos alejarnos físicamente, correr para otro lado, a veces lo único que nos queda es comprender la enfermedad del otro o su falta de empatía originada por su propia frustración, y lejos de reprocharle simplemente ponernos en sus zapatos y hacer de tripas corazón.