Las postrimerías. Por Ángel  Medina

LAS  POSTRIMERÍAS    

 (Un ensayo  no es para desvelar verdades, sino para reflexionar sobre las sombras arriesgando ideas.)

La vida tiene sus días contados. Vivir equivale a la realización en el sufrimiento y, al cabo, sucumbir. Toda criatura  es como una gota segregada del infinito océano que ha de acrisolarse en la libertad. Arrojada a las orillas del mundo será resecada por el sol ardiente de su existir para finalmente evaporarse y regresar al mar. De ahí se desprenden las postrimerías: muerte, juicio, infierno y gloria.

Ante todo ¿qué es el hombre? Un ser que sin haberlo pedido ha sido precipitado  a la tierra y sabe que ha de perecer. Y en este punto no ha de  engañarse, pues los ojos del espíritu no pueden cerrarse como los del cuerpo y él es consciente de esta realidad. En el fondo no tiene más que un deseo y una meta: escapar de la tela de araña de la extinción y  traspasar sus límites de alguna forma. Tal vez su error consista en dejarse seducir por los cantos de sirena  y buscar lo trascendente a nivel de lo inmanente. La prueba es que en el fondo pide al mundo lo que no puede darle. Le pide subsistencia y le entrega al caos.

Se da en su interior una dualidad. De una parte admitir sólo lo que su razonamiento puede comprender y de la otra abrirse a lo indemostrable, a pesar de no tener certeza. Negación y duda-positiva: acabar en la nada o  la posibilidad de una nueva forma de continuar existiendo. El hombre no puede desprenderse con frivolidad de continuarse o, lo que es lo mismo, dejar de ser definitivamente.

La  dote de la muerte es el desvanecimiento de la representación, la  percepción por la que somos conocidos y nos conocemos. Es el  abandono del hálito oculto que ordena a  la materia, es decir, los átomos y el espacio. Pero esas partículas no tienen consciencia de ser, y, por tanto, tampoco conciencia. Al morir se desintegra el cuerpo que perece y va a la tierra, pero ¿dónde queda esa sustancia capaz de dotar nuestro ser  consciente?

De hecho, somos y vivimos para existir. Existir proviene en su etimología de «existir-se». Ser, de alguna manera, fuera de la materialidad, y, pereciendo,  ha de  distinguirse entre la pérdida del reconocimiento de lo palpable y el «yo». La ausencia  de ese «yo» significa que  es arrebatada  la esencia. Por eso se rebela a que se lo puedan quitar y, en el último instante, incapaz de defenderse de la agresión, captándolo, lanza el grito desgarrador: ¡Mi yo, que me despojan de él!

Ante la dificultad de hablar de lo aún-no-vivido, tratemos de  imaginar ese momento que, como el horizonte, separa tan sólo una delgada línea del fin. Sensación de debilidad y  desconfianza, aunque no es esto el principal temor. La verdadera tragedia es advertir que la conciencia camina hacia la inconsciencia. Todo se desvanece. En el fondo no es el terror a disgregarse la apariencia, sino  la pérdida de la identidad.  Malograrse el «yo». Pues ¿cómo imaginarse no siendo? ¿Es acaso posible subjetivar que lo que es deje de serlo? ¿O, peor aún, que quien es camine a  dejarse? Y en este punto es prudente la pregunta ¿Habría de sentirse tal suerte de angustia en el caso de una amputación? La respuesta sería ésta: no, porque la subsistencia continuaría. Y es que lo que se teme al morir es la pérdida total, y «todo» únicamente es el hombre que se nos muere, cuerpo, sí, pero también ese soplo vital que unifica lo visible con lo intangible de la sustancia que anima la vida. Tu «yo». Mi «yo».

¿De qué le sirve  ganar  todo aquello en lo que depositó las ilusiones, si acaba perdiendo su «yo»? (Mt 16, 26).  Es posible que en ese instante decisivo en el que se imponen soledad y desconfianza dude, mas ¿en qué se apoyará para dar el paso obligado de percibirse para no ser, y qué compañía compartirá su éxodo? ¿Puede confiarse a los demás? ¿A él mismo?  ¿Existe alguna suerte de esperanza más allá de la realidad que se vive en la frontera de ese trance, máxime teniéndose en cuenta el bagaje del positivismo y nihilismo que han configurado una parte del  existir? O dicho con toda la crudeza: ¿cuál es la experiencia acumulada para el viaje definitivo?

Decía el viejo erudito Spinoza que cada ser se empeña por perdurar en él y que ésta es su esencia, lo cual implica tiempo indefinido. Aquí, podemos traducir indefinido por eternidad, pues a fin de cuenta se viene  para construir el que cada cual está llamado a ser. Y, en la perspectiva que se interpone entre la tierra y el cielo, se perfila el abatimiento o la confianza.

Si quien lee esta reflexión  decide quedarse en lo primero, colegirá que no tiene sentido para él continuar. Si es lo segundo, prosigamos  meditando juntos tan tremendo trance.

¿Ha caído en la cuenta el leedor acerca de la enorme sensación de orfandad  y desnudez del momento? Encuéntrase encomendado a sí mismo y es una sensación que jamás había experimentado antes.

Desconectado, consumida las últimas pizcas de oxígeno, su seso se contrae hasta convertirse en un puntito diminuto que cada vez se achica más. De la muerte clínica a la cerebral. Extinguida toda percepción, en una dimensión inexplicable, percibe un fragor que instintivamente relaciona con la inmensidad. Al fondo se vislumbra algo que se le antoja un infinito mar al que van a parar las gotas que fueron mortales, y, entonces, nos sabremos una de ellas. Es un lugar sin tiempo. Allí mismo se percata que es lo que eligió ser. Ya no hay plazo de rectificación.

Encerrado en su «yo» siente el peso de la responsabilidad y a su vez ansias de liberación. Quien sostenido por Cronos trató de negar otra posibilidad que la simple percepción humana que pudiera ser confirmada por su razón y  se inclinó hacia la otra incertidumbre de la incredulidad ahora atina que fuera de la materialidad y del tiempo existe otra forma de existirse. Y es que el ser implica aceptación.

Una claridad cegadora inunda aquel lugar en el que se encuentra. Al contraste, percibe el vacío y las miserias que lleva consigo. Desea quedarse, pero su propia coherencia le hace constatar que el peso de su carga es excesivo, que no es posible ocultarse de la luz, ni tampoco de él mismo. No es una ley externa la que le acusa, sino una balanza interna infinitamente más sensible que la de las normas y preceptos. Pura congoja.

El Juicio o examen al final de los tiempos nos  ha sido presentado de manera solemne. Basta contemplar los frescos de Miguel Ángel en  el ábside de la Capilla Sixtina o el impresionante réquiem verdiano compuesto para las honras fúnebres de Manzoni,  cuando se invoca al juez airado, al que sin duda ha influido la teología de la condenación. Mas surge una pregunta y no precisamente baladí: ¿Cómo armonizar la misericordia y la justicia divina? Si nos inclinamos por la conmiseración habrá de sacrificarse la justicia, y si ponemos la atención en la imparcialidad habrá de ser a costa de la misericordia. Pues ¿es concebible ser a la vez en grado sumo misericordioso y justo? En algún momento una habrá de ceder en aras  de la otra. Y ambas se relacionan con la acogida plena o el rechazo total. El premio o el castigo.

Inimaginable momento. Indefensión. Contraste desgarrador. Al punto, un bisbiseo inunda su conciencia. Su espíritu. El alma. Su «yo» definitivo. Y aquellas palabras se deslizan para su asombro: «Has de elegir entre lo que eres y lo que estás llamado a ser». Ser- en- el- Ser, integrándose la nada en el Todo, y el no-ser. Y  no ser implica quedar atrapado para siempre en el más absoluto, completo y consciente  desamparo. En lo que en ese momento es. En lo que cimentó durante su vida. No aceptarse equivale a admitir como último y decisivo destino esa nada que se llama la Muerte.

Tras el juicio sobreviene el momento concluyente. To be or not to be es lo que Hamlet pronunciaba filosofando en su soliloquio sobre la mundanidad, pero trascendida.

En su último desamparo  el hombre no teme a algo determinado de lo que pueda escapar, sino que se siente atenazado por  un miedo acerbo y radical. Recelo al aislamiento, a disponer sólo de su propia compañía. Se tiene en tan completa ausencia que su propia presencia se le antoja angustiosa.

El abandono es el espanto de sí mismo. Imaginemos una cripta y encerremos al hombre con un muerto. Bien es sabido que el cadáver es inofensivo, pero los fantasmas psíquicos rodearán  su mente. En realidad ese miedo no es otra cosa que la presencia de su incomunicación ante el hecho de contemplar anticipadamente la suya propia. Y, sin proponérselo, el inconsciente le grita de ello. Esa sensación se disipará en el momento en que cubra la ausencia  con la compañía de otra persona,  otro tú que esté junto al yo. La razón  es que el verdadero pánico no es superado por la racionalidad, sino con la presencia de alguien que llene el espacio ausente.

Si padeciésemos un aislamiento inmenso, excluyente, agobiante y total en el que fuese imposible poder hablar a nadie; si se diese la incomunicación plena —a solas con nosotros mismos—, entenderíamos lo que se llama infierno. Es ese lugar en el cual nadie puede entrar salvo el que lo tiene. Es el lugar de la desesperación y el destierro más tenebroso. ¿No es éste ese momento por el que pasamos individual y personalmente al morir?

El A.T  designa con el  término sheol tanto al infierno como a la primera de las postrimerías o novísimos. De esto se puede desprender que el infierno es la permanencia en la muerte, un estado de consciencia que ha de perdurar para la eternidad, sin goce ni castigo, pero sabiéndose, y sobre todo habiendo tenido por un instante el velo-desvelado del Misterio que se ha revelado al hombre y él así lo ha percibido como el Bien total. Es ese estado en el que ya no es posible concebir la certidumbre, como narra el Dante en La divina comedia: «¡Perded toda esperanza los que aquí entráis!» (Canto III). De alguna manera consiste en encerrarse en sí mismo, soportar la carga acumulada que se arrastra como  experiencias, echar el ancla y mantenerse en la  extinción-consciente.

Quien palpa su impotencia  abriga  la esperanza de escuchar respuesta al grito de desgarro en su padecimiento: «¿Por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). Llamada no a la supervivencia del cuerpo, sino al que es alfa y omega de todo. Al último abandono. A la entrega confiada. Y, a pesar del aparente silencio, en su interior  puede escuchar un susurro. Por el contrario, en su infierno, oirá la voz atronadora de la muerte.

La médula de la pasión de Tánatos no es el dolor físico, sino el retiro radical. Allí, el hombre no tiene más comprensión que  la percepción de su nada. La soledad es la región de la angustia en la cual se funda el destino-sin-destino de un ser que tiene-que-ser y choca con lo imposible.

Si el desenlace terreno es el aniquilamiento, el cielo o gloria ha de ser la acogida. Difícil o imposible descripción. Lo que más puede aproximarnos son las veladas palabras de Pablo (1. Cor. 2, 9): «Ni el ojo vio, ni el oído escuchó, ni el corazón humano puede imaginar». Se trata de algo que escapa a los sentidos  y representación,  y como tal hemos de aceptar que está fuera de la experiencia. El cielo no es un espacio físico y ubicable, sino un estado.

Es la integración absoluta y eterna del «no-ser-siendo». Es el todo eterno e integrador, dejándose atrás «lo-sido-para-ser». Es la acogida  definitiva al hijo pródigo que vuelve a casa después de haber malgastado su  herencia,  descubriendo al regreso el amor que siempre le acompañó y jamás percibió y  que sólo  le exige la entrega confiada.

Meditemos aquí y ahora algo que nubla el entendimiento. ¿Serán al final todos redimidos? ¿También criminales valedores de Auschwitz o el Gulag,  como Hitler o Stalin, entre otros?

De esto han de desprenderse dos consideraciones: la predestinación y la libertad.

Si  se salvan todos ¿para qué se nace? A ello, añádase desestimarse el libre albedrío del hombre para poder decidir su destino, si está ya previsto de antemano. ¿Dónde situar en tal caso la libertad? Si existe el mal es porque es consentido por lo que es previo a él, esto es, el Bien, orientado hacia un fin que no ha de ser otro que practicar su elección. (Deut. 30 ,15). Si son salvos unos pocos elegidos, conocida de antemano la determinación, ¿no resultaría incomprensible para el resto nacer, sufrir, morir y perderse, si hagan lo que hagan no alcanzarán la meta? ¿No sería más razonable humanamente no haber sido arrojados a la vida?

Es posible que ni siquiera el mal pueda  sustraerse finalmente al bien. Mas, si se salvaguarda la misericordia, ¿dónde quedaría, pues, la justicia? Veámoslo así. En tanto se vive, la fe habita entre la voluntad, la indecisión, la duda y la negación. Ahora, desvelado el último velo y contemplando cara a cara, entendiendo, sólo  permanece la libre y última resolución y ésta es del hombre: autoexclusión o aceptación. El veredicto no proviene de fuera, sino de su interior. En el filo de la navaja está él mismo y a ambos lados se sitúan compasión y rectitud. La oferta se mantiene intacta. En su estancia terrena podía moverle la atrición (arrepentimiento por miedo al castigo eterno); ahora es todo contrición (abatimiento  al experimentar el amor de la seducción divina sin ningún filtro). Al final se argüirá que se impone la gratuidad del cielo.  En este sentido arriesgó muchísimo Papini en su ensayo El Diablo, sugiriendo que al fin todo será sometido, incluso el propio tentador (1  Cor.  15, 28).

Ángel  Medina

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