Los hijos de Helena. Por Francisco Giménez Gracia

    Están en ello en el Japón y en Israel, que es la Start Up Nation más meritocrática y letraherida del mundo mundial. De aquí a nada dispondremos de apps que sabrán escribir por sí solas novelas resultonas. Sabemos que la serie Friends cuenta ya con un algoritmo capaz de elaborar sin apenas ayuda humana la sucesión de diálogos chispeantes que la fundamentan. En Japón han llegado a presentar novelas escritas por una máquina a concursos literarios en los que competían con escritores mortales de los de toda la vida, y no han salido mal paradas.
De momento, las máquinas necesitan que un humano tome por ellas ciertas decisiones, las líneas argumentales o los rasgos de carácter que definen a los protagonistas; pero es cuestión de tiempo que los ingenieros se den cuenta de que, en realidad, a lo largo de toda la historia de la literatura las tramas radicalmente originales no pasan de seis o siete, o puede que menos, con lo que bastará con definirlas, desarrollar sus variantes y dejar que sea la máquina la que combine. Incluso el estilo podrá ser generado por la máquina, a partir de una serie de pautas primordiales (una especie de canon estilístico formado en la matriz colectiva de los grandes clásicos de la literatura universal) con instrucciones adicionales sobre combinatorias posibles e imposibles: por ejemplo, se puede combinar el estilo de Javier Marías y el de Kafka, el de Murakami y el de Paul Auster; pero no se puede mezclar a Lope de Vega con Isaac Asimov, y en este plan.

     Salvados los últimos valladares teconológicos, el mercado se enriquecerá con la llegada de novelas escritas por máquinas/algoritmos que se ocultarán bajo nombres ficticios, tipo «Rosamund Hart», ideal para las novelas de amor en las que una señora casada se deja seducir por un declarado defensor de la transparencia política; o «Briggitte Lundqvist», que resulta impronunciable, pero harto verosímil para una app que genere relatos policiacos gélidos y socialdemócratas donde los cadáveres aparecen con signos de haber sufrido severas vejaciones sexuales por la vía non sancta; o «Carlota Belloch», que será una app para manuales de Ética y artículos de opinión que encadenará silogismos que demuestren que ser solidarios, feministas y sensibles al drama de los refugiados es mejor que todo lo contrario; o «Pascal de la Boissieu», que podría ser una app productora de ensayos deconstruidos y deconstruibles alusivos al transgénero, la realidad gaseosa, la generación champú, el pensiero infraleve…, en el bien entendido de que para un smartphone es mucho más fácil generar este tipo de micropollas filosóficas que diseñar los fondos de pantalla, y si no lo hacen ya es porque el diseño de los fondos tiene mejor provecho y mayor densidad intelectual que las supramentadas micropollas, pero tiempo al tiempo.

     Y ya que tengamos las librerías reales y las virtuales y los teléfonos y las tabletas llenos de estos nuevos (¿nuevos?) productos culturales, y que los disfrutemos todos, yo el primero, será el momento de volver a los clásicos y ver si acaso se distinguen y cómo de la nueva literatura algorítmica. Y tal vez el mero contraste nos permita descubrir metáforas luminosas, estructuras racionales y emotivas que desbordan a las máquinas, y tal vez incluso recuperemos el placer y el sentido profundo de la lectura, que de suyo es actividad sombría, sospechosa y esquinada de la que deberíamos apartar a las mentes más impresionables, pero esa es otra historia.

    Los hijos de Helena

     A lo que voy es a los clásicos, a Homero, por ejemplo, que logró transmitir a Occidente la idea de que Helena de Esparta fue la mujer más bella que ha existido jamás sobre la faz de la Tierra, por más que no dedicó ni un sólo verso, ni un solo adjetivo a describirla físicamente. Y aquí no hay app que valga, porque esto es misterio poético en estado puro. Tan fuera de todo algoritmo resulta Homero, que los griegos siguen sin saber si su Helena era de mejillas aceitunadas o rubicundas, de manos de seda o de pies de nata, si olía a almizcle o a mar oscuro…; pero no han dejado de proclamar con orgullo a lo largo de los siglos su condición de «helenos», y así se hacen llamar en el concierto de las naciones, porque se sueñan hijos de aquella mujer sexi y veleidosa que enfrentó a los aqueos y a los troyanos en una guerra que no modificó frontera alguna y que sólo sirvió para que el genio de Homero compusiese, con los cojones de su alma y la ayuda de la Diosa, el poema más complejo, emocionante y mágico que ha conocido la humanidad.

Francisco Giménez Gracia

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Un comentario:

  1. Elena Marqués

    Como siempre, un artículo estupendo.
    Me sumo a la defensa de la metáfora humana, al misterio de lo no dicho, a la belleza de Helena, a recibir de los dioses aunque sea un rayo diminuto de eso que llaman inspiración.
    Un abrazo.

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