Muchos de nosotros, al escuchar la palabra «materialista», pensamos en una persona que sólo valora atesorar propiedades y bienes en esta vida, por encima de los sentimientos, la amistad o la familia.
Sin embargo, el materialismo tiene una acepción mucho menos conocida. Vivimos en una época de la historia de la humanidad que profesa una fe ciega hacia lo material. Hemos descartado la capacidad y la ilusión de pensar e imaginar los aspectos espirituales de la realidad. Significa, en pocas palabras, que la realidad sólo se explica y se sustenta en lo material. El mero hecho de reflexionar sobre este concepto cuesta trabajo, ya que estamos inmersos en esta visión. Casi equivale a pedir a un ciego de nacimiento que se imagine cómo es la percepción del color rojo. Para profundizar en este pensamiento, vamos a tener que realizar un esfuerzo semejante. Pero merece la pena hacerlo. Esta época se caracteriza por un sentimiento de horror hacia la dimensión espiritual de la existencia. Esta otra «cara de la moneda» es despreciada o, sencillamente, ignorada.Muchos de nosotros, al escuchar la palabra «materialista», pensamos en una persona que sólo valora atesorar propiedades y bienes en esta vida, por encima de los sentimientos, la amistad o la familia.
Primero, tratemos de definir qué es lo espiritual. Hoy en día, incluso aquellas personas que buscan una dimensión más trascendente de la vida, con frecuencia recurren a explicaciones materialistas. Proliferan las teorías sobre la física cuántica en relación a la posible existencia de una vida después de la muerte. La telepatía se explica mediante campos electromagnéticos. Podemos seguir con más ejemplos. Pero en suma, lo que queremos decir, es que necesitamos este marchamo materialista para dar credibilidad a aspectos de la vida que a la ciencia moderna le quedan por explicar. La parapsicología es un ejemplo muy claro de esta necesidad. Pero, ¿qué ocurre si tratamos de definir lo espiritual al margen de la física o la química?
Las explicaciones materialistas de la existencia nos han conducido a una catástrofe en términos del pensar. En la actualidad, muchas personas han interiorizado profundamente que somos producto del azar o, si cabe, del caos. Que somos una mota flotando en la inmensidad del cosmos y nuestro valor e importancia está en relación a estos factores.
La catástrofe del pensamiento materialista tiene una de sus mayores expresiones en la creencia de que, en esencia, somos un cerebro. El cerebro «siente», el cerebro «piensa», el cerebro «sale a pasear», el cerebro «hace el amor»… Pese a que continuamente hablamos del potencial infinito del cerebro, de la preocupación por las neuronas que vamos perdiendo, como signo del deterioro de nuestra persona, es curioso que nunca nos expresemos en términos de «mi cerebro dice» o «mi cerebro piensa». Simplemente decimos: «yo digo», «yo pienso». Si fuéramos rigurosos con esta forma de pensar, tendríamos que olvidarnos de la palabra «yo», pero no podemos hacerlo. Hasta al materialista más recalcitrante le costaría trabajo comenzar a expresarse de esta otra manera. ¿Y a qué se debe esta dificultad? Sin duda, el «Yo» es algo íntimo, algo que experimentamos de forma directa, sin esfuerzo.
Entonces, ¿qué es el «Yo»? Está claro que el «Yo» cuenta con el cerebro para su existencia en este mundo, para expresarse, pero ¿es algo más que una entelequia originada en la propia dinámica del sistema neuronal, una especia de efecto colateral de su actividad? A menudo se compara la actividad del cerebro con el funcionamiento de un ordenador (procesador, para ser más exactos); sin embargo, en este símil se olvida que la programación de un procesador proviene de una inteligencia externa, no se ha programado a sí mismo. Y aunque en el futuro fueran capaces de hacerlo, en su origen, esta «inteligencia» habría surgido desde una fuente ajena a la naturaleza del propio procesador: provendría de la actividad pensante de seres humanos. En suma: el cerebro no se puede programar a sí mismo. Pues, salvo que queramos adjudicarle propiedades mágicas, en el fondo no deja de ser una especie de máquina. ¿Dónde reside entonces esta capacidad creadora? ¿De dónde surge la posibilidad -o mejor dicho, el acto- de «comprender»? ¿Las máquinas son capaces de «comprender»?
Otro argumento que se usa con frecuencia para respaldar la idea de que sin el cerebro apenas somos nada, se basa en los estados que padecen las personas que sufren algún accidente relacionado con la cabeza: un ictus, un traumatismo, etc. A menudo pierden facultades que por tradición se han asociado al ser humano, como el lenguaje o la capacidad de recordar. La conclusión, al observar a estas personas, no podría ser más sencilla: «la máquina se ha estropeado y ya no funciona como antes». ¿Dónde quedó el todopoderoso «Yo»? Más una observación de este tipo soslayaría un hecho importante, a saber: la capacidad que tienen esas personas de recuperar, hasta determinado punto, dichas funciones tras llevar a cabo arduos ejercicios de rehabilitación. ¿Conocéis alguna máquina capaz de repararse a si misma? Podríamos argumentar que el cerebro es una máquina excepcional, pero ¿dónde radicaría dicha originalidad? Sabemos que estas funciones «residen» en el córtex que, por otro lado, apenas tiene estructuras diferenciadas. ¿Puede marcar el número de neuronas, o de circunvoluciones, una diferencia que resulte tan cualitativa como para hacer del cerebro una máquina tan especial? Quizás más bien resulte lo contrario.
Estos y otros hechos semejantes son el punto de partida para perforar el denso muro que el materialismo interpone entre nosotros y la realidad. A través de este pensamiento podemos hacerlo: el «Yo», aunque se expresa en un mundo material, no es material; como tampoco lo son el lenguaje ni las palabras. El «Yo» no es un campo de energía ni una interacción de partículas subatómicas. El «Yo» no es el cerebro. El Yo “es” pese a lo material, no puede ser medido ni pesado. «Yo soy». «Yo comprendo».
Por ahora, os dejamos con este pensamiento. Lo iremos desarrollando en sucesivas entradas del blog.
JuanC
Bol del autor: Tu Espacio para Sanar