La filosofía, como reflexión metafísica, ya no interesa a casi nadie. A mí, sin embargo, me sigue fascinando. Adentrarse en su laberinto estimula y reconforta. Produce un efecto purificador de la mente.
El sefardí Baruj Espinosa es uno de mis filósofos preferidos. Dice: “Entiendo por sustancia aquello que es en sí, y se concibe por sí; es decir, aquello cuyo concepto no necesita del concepto de otra cosa para formarse”. Me paro a meditarlo.
Mi mente apenas puede concebir algo que exista en sí o por sí mismo. Todo lo concibe causado o producido por otra cosa. Así parecen confirmarlo mis sentidos. Todo lo nuevo que surge ante mis ojos proviene de algo: de la semilla brota la planta, de las flores los frutos, del vientre de la leona los cachorros, de las nubes la lluvia, de mi garganta un grito.
Pero si reflexiono un poco, esta evidencia se vuelve enseguida confusa e insegura. Que yo establezca una relación de causalidad entre dos fenómenos, basándome exclusivamente en su contigüidad espacio-temporal, no deja de ser algo arbitrario. No todos los fenómenos contiguos establecen entre sí una relación de causalidad, ni las mismas causas producen siempre los mismos efectos, ni los mismos efectos son siempre producidos por las mismas causas, ni siempre puedo establecer o comprobar el mecanismo mediante el cual una causa produce un efecto, etc.
La relación causa-efecto se basa casi siempre en un proceso invisible y muy difícil de comprobar. Necesitamos darlo por supuesto basándonos en estadísticas o probabilidades. “Casi siempre ocurre así” o “nunca ocurre de modo contrario”, como el que si una manzana se desprende del árbol no vaya a parar al suelo.
Pero ahí está Espinosa para decirnos que la sustancia es algo que existe en sí mismo y por sí mismo y que no necesita de ninguna otra cosa o concepto para formarse. Por ejemplo, el universo. El universo existe por sí mismo y no necesita ninguna otra causa o cosa para formarse y existir. Su esencia es inseparable de su existencia. No procede de nada que no sea sí mismo. Por tanto, es algo eternamente preexistente sin que proceda de nada anterior.
Si yo trato de entender esto, acabo imaginando que el universo ha surgido de la nada; y entonces debo otorgar a la nada la capacidad de autoengendrase, autoconcebirse y autotransformarse, pero sólo desde sí misma, sin necesidad de recurrir a ninguna fuerza o causa externa. Ahí me quedo, apenas puedo ir más allá. Tan inconcebible es para mí esa sustancia eterna como la nada absoluta: ambas serían lo mismo.
Una conclusión práctica: todo, a pesar de lo que me dicen mis sentidos, forma parte de una sustancia eterna y de una nada absoluta. También yo mismo.
Santiago Tracón