Ahogado
Una noche más y, como me venía sucediendo de forma recurrente desde que ocurrió, la noche anterior volví a sufrir la misma pesadilla. Con la mente embotada, y aún más cansado qué cuando me acosté, deambulo por el comedor con la bata raída, las listas blancas que la recorren de arriba abajo están amarillentas, de ese tono amarillo a juego de los dedos que no dejan de sostener un cigarrillo tras otro, y que no lo sueltan hasta sentir el calor de la brasa rozando la piel. La luz del sol entra por las ventanas mal protegidas por unas persianas destartaladas, que ni cierran bien, ni las puedo levantar del todo, los rayos sin oposición alguna fustigan mis ojos hinchados y llorosos, me arden enrojecidos sobre las ojeras, ojos envueltos en dos bolsas de perpetua mala vida.
Solo, abandonado por los tiempos de abundancia, sin profusión de noches con los compinches, ni acariciado por las suaves manos de jóvenes mujeres atraídas por el éxito en un mundo de criminales. Nunca debí traspasar el límite, unos golpes al mes, algo de trapicheo, con eso ya colmaba mi ego sin cerebro. Paseaba por el barrio siempre con un buen fajo de billetes en el bolsillo, y a mi paso nadie me mantenía la mirada, en un acto reflejo todos bajaban ligeramente la cabeza ¡Qué idiota era! me encantaba esa sensación de poder, notar el miedo bajo su piel, despreciarlos por no tener los huevos que yo tenía. Pero esos días pasaron y, ahora, también me miran, unos con pena, otros con la mirada fija desafiante e insolentes. No les puedo culpar, si pudiera volver atrás en el tiempo no hubiera dado ese paso, ese último movimiento zanjo mi vida, marco la hora final, solo era cuestión de tiempo, no tenía ni idea de cómo lo iban a hacer, pero estaba claro que sucedería en cualquier momento.
Con la cabeza rapada y, la cara sin afeitar, arrastro los pies hasta la puerta de mi viejo Renault Fuego, el carro a mi semejanza también había pasado mejores tiempos, el paso de los malos tiempos se reflejaba en la pintura descascarillada, en los bajos oxidados, el parachoques sujeto con cinta americana, y una rueda de repuesto dando la cantada frente a las otras tres, que casi sin dibujo poca adherencia tienen, casi la misma adherencia que yo tengo en este mundo. Tiré la colilla del quinto o sexto cigarrillo de la mañana, no recuerdo, la lance igual que se lanzan las canicas en el momento que notaba la quemazón del fieltro de la boquilla en la piel. Con el chirrido de las bisagras de fondo, abrí la puerta y me dejé caer en el asiento. Algo me decía que no debía meter la llave en el contacto, una voz débil me aconsejaba bajarme y volver al piso, echarme en la cama y dejar pasar el día. Pero fue más fuerte la necesidad de ir en busca del gramo de farlopa, que me subía falsamente el ánimo, engañando al presente del brutal destino.
Sin los grandes acelerones de antaño, enfile la carretera que bordea el río, y separa el barrio del asentamiento de chabolas a unos quince kilómetros, construcciones realizadas en la lógica del caos. La suciedad, los restos de las hogueras de la noche anterior, y unos cuantos chuchos pulgosos son el escenario de camellos de poca monta, y de yonquis perennes, bamboleantes sacos de huesos vestidos con piel ajada y quemada. Conocía el camino a la perfección, el “Fuego” traza cada curva cortándola como un cuchillo corta la mantequilla, él mismo se anima mientras yo fumo sin parar, sentado sonrío en soledad pensando en lo poco que queda para meterme el primer “tiro” de la mañana, la velocidad va en aumento al compás de la necesidad. A unos pocos centenares de metros para llegar, hay la curva más cerrada y peligrosa, la gravilla suelta, y muy a mi pesar debo colaborar con mi carro. Reduzco de cuarta a tercera, pero al tocar el pedal del freno este se hunde hasta la gastada moqueta, levantó el pie varías veces, y el pedal vuelve a hundirse sin desacelerar el vehículo, con el volante todo hacia la derecha, y chirriando sobre el asfalto, con los dientes apretados, y los brazos tensos, no puedo evitar, que, derrapando completamente de lado, y con un ruido estremecedor acabé en las frías aguas del río.
Supe desde el primer momento, que ese era el método elegido por los colombianos para acabar conmigo. Qué fácil me parecía entonces cobrar cinco millones de pesetas por un certero disparo en la nuca, meter un balazo a un tipo que como mínimo era de la misma calaña que yo, pero está claro que me equivoqué de bando, de los míos solo quedo yo, y ahora sí que, no por mucho tiempo. Las aguas del río bajaban lentas pero inexorables, el ruido de la carretera dio paso al murmullo casi silencioso de la corriente que mece el “Fuego” al tiempo que lo hunde lentamente, intento golpear la ventanilla, me apoyo en el respaldo y con los dos pies intento romper la luna delantera, ¡es imposible! Las aguas como en una tela de araña nos van envolviendo silente. Las frías aguas me llegan ya al pecho haciéndome flotar, me empuja al techo, del tapizado gris del mismo comienza a gotear lagrimas amarillentas de nicotina sobre mí, sobre mi cara, las saboreo en la comisura de los labios, por un momento pienso de que cigarrillo serán, cuánto tiempo llevaban impregnadas allí. La burbuja de aire se va reduciendo, ya solo con la cara pegada al techo, doy bocanadas asfixiantes de oxígeno. Llegó el momento, con los ojos fuera de las órbitas, y la lengua lamiendo la nicotinada moqueta del techo, para estirar la vida un segundo más. Hasta que tras un terrible instante interminable quedo con los brazos abiertos, flotando dentro del coche, la cara pegada a la ventanilla mira hacia el exterior, lo último que recoge las retinas son algunos peces serpenteantes cotilleando la novedad del día, y detrás de ellos se aproximan las caras descompuestas de las victimas que vienen a darle la bienvenida a la atormenta vida eterna que me espera.
©Jordi Rosiñol