Billete individual. Por Luisa Núñez (haddass)

Billete individual

       Era muy tarde ya. Toda la familia dormía y me envolvía ese apaciguador silencio de la noche, roto tan sólo por el monótono zumbido del frigorífico. Allí estaba yo, sentada frente a la mesa de la cocina intentado decidir qué hacer, mirando esas dos pequeñas cajitas provocativamente insinuantes. Levanté la cabeza y miré al televisor apagado que reflejaba tenuemente mi rostro cansado. Esa pantalla parlante, siempre tan colmada de consejos publicitarios, tampoco me ayudaría esta noche.

     Silencio.

     Mentalmente recordé una reciente conversación con Elena, “mi muy mejor amiga”. Es delgadita, vivaracha, apasionada e inteligente. Nos conocimos en el trabajo y enseguida nos hicimos buenas amigas.

     Le dije: ―Pareces buena persona―. Entonces me miró fijamente y contestó: ―Yo no soy buena persona. Las “buenas personas” siempre pasan facturas afectivas de muchos ceros―, y ante mi sorpresa, apostilló: ―yo me doy, y quiero que me den; si entiendes esto nos llevaremos bien―.

    Elena siempre tiene una frase para cada ocasión (parece un recopilatorio), un consejo, una palabra oportuna o un silencio cómplice. Empatiza con los sentimientos de los demás de una forma sencilla y natural, como si no le costara ningún esfuerzo. Para mí, en cambio, es muy difícil; puedo hacer un análisis del porqué, del para qué, del cómo o del dónde de una situación; pregunto e indago para poder valorarla y emitir un juicio, pero me es imposible adherirme a un sentimiento que no comprendo.

    Cuando Elena se separó de Jorge, yo estuve constantemente pendiente de ella, analizado juntas la situación, las salidas posibles, los inconvenientes, las ventajas, todo. Pero cuando rompía a llorar desesperada, angustiada, perdida en la rabia y el miedo, hablándome de amor, de traición, venganza y odio; soltando por esa boquita maldiciones de todo tipo, sólo sabía calmarla preparándole manzanilla, abrazándola y poniéndole delante una tableta de chocolate.

   Al final la separación nos costó adelgazar un par de kilos a cada una. Le aconsejé una ayuda más profesional, pero me respondió rotunda: ―antes que un psicólogo, el consejo de tu abuela que, además, es gratis―. Pero no pude quitarle ni un ápice de desolación, sufrimiento o duda. Al menos eso creo.

   Ciertos pasajes de la vida hay que atravesarlos con billete individual, por más que tengamos una corte de acompañantes. Este fue el último pensamiento que tuve antes de que callase el frigorífico; él también me respondía con silencio.

    Volví a mirar las cajitas. Una de ellas contenía un fuerte calmante, la otra un corticoide. Mi mano, indecisa, terminó posándose sobre la mesa a la espera de la orden definitiva. Luego miré una estantería llena de copas de varios tamaños, jarras de cerveza y tarritos de recuerdos; chatarra que jamás se usa pero decora.

    Me levanté a coger una copita publicitaria muy peculiar de la última reunión de empresa que trajo Jaime, mi marido. Entonces noté con especial intensidad ese dolor agudo en la espalda que me llevaba martilleando tantos días y las piernas me flojearon un poco resistiéndose a seguir sosteniéndome, así que volví a sentarme y llené el vaso de agua. Había que decidirse ya. Era muy tarde, sí, pero… ¿Qué hacer cuando no se pueden valorar las consecuencias? Entonces pensé en Jaime. El ya habría decidido, seguro.

    Jaime no sólo es mi marido, es también un gran compañero, un hombre bueno, inteligente, trabajador, cordial y afable. No le da demasiadas vueltas a las cosas, hace lo que tiene que hacer de una forma metódica y constante, práctica, diría yo, con un gran conocimiento intuitivo del ser y del sentir de quienes le rodean. Todo el mundo le quiere, o al menos no genera animadversión alguna porque siempre lleva una amable sonrisa o una palabra adecuada que aparta de sí y de sus interlocutores cualquier mal pensamiento.

   Durante años, con no poco esfuerzo, hemos forjado nuestra convivencia con sacrificio, paciencia y mucho amor. Algunas veces pienso que más sacrificio por mi parte y más amor por la suya, o al revés, no lo sé con certeza. Supongo que cada uno pensamos que ponemos lo mejor, aunque ese pensamiento no se aplique a los mismos términos.

   Éramos y somos muy diferentes, pero hemos encontrado una forma de convivir a costa de hablar mucho, buscando siempre los momentos de sosiego. Jamás hemos subido el tono de voz en nuestras conversaciones, ni ha salido una palabra altisonante en ellas. Las palabras fuertes son armas feroces que cuando se graban en el cerebro hacen heridas difíciles de olvidar. Si estamos alterados guardamos silencio, esperando un momento mejor, más adecuado. Entonces hablamos y hablamos hasta encontrar nuevamente el sendero por el que seguir caminando juntos.

   A pesar de nuestra larga convivencia he tardado en comprender que los hombres, sin ser conscientes de ello, viven sintiéndose el centro del universo. Sus problemas son “los problemas” y sus necesidades son “las necesidades”. De vez en cuando, si insistes mucho y puedes argumentar con decisión, pueden llegar a valorar como principales otras prioridades distintas de las suyas, pero es un esfuerzo ímprobo. También he tardado tiempo en comprender que las “reinas de la casa”, son educadas como princesas, sí, pero para aprender a ir siempre dos pasos detrás de él, el Rey.

   No importa que tengas más estudios, más independencia económica, más capacidad intelectual, más carácter, o que existan más leyes igualatorias, cuotas de participación, institutos de la mujer, etc… Nada de eso nos libera de nosotras mismas ni de la educación de la sociedad en que nos desarrollamos, que nos envuelve y nos impregna sin remedio de ese corte machista rancio e indecente que nos señala siempre como culpables.

   Muchas veces me miro al espejo y, aunque veo una estética completamente diferente, siento con resignación cómo mi imagen se diluye evocando la de mi madre, la de mi abuela y, quizás, la de todas mis antecesoras. Es como el olor intenso de un perfume caducado que impregna una generación tras otra.

   Durante años he querido hacerme entender, explicar el dolor de cada noche conmigo misma, pero siempre hay alguien que necesita más, que sufre más, que cuenta mejor sus penas; así que siempre acabo replegándome nuevamente en mi interior.

   Ni a Jaime ni a Elena les había explicado nunca claramente la situación en que me encontraba. Me negaba a ser objeto de la compasión ajena. Mis llantos eran sólo para mí. Las quejas siempre iban revestidas de informes médicos asépticos con un toque optimista de futuras posibilidades. Ocasionalmente se deslizaba alguna advertencia en términos jocosos: “algún día me dará un yuyu fuerte, ya veréis”.

   En algunas ocasiones envidiaba a Elena, y cuántas más hubiera querido despotricar como ella, pero no era capaz de mostrar desesperación, ni rabia, ni miedo, ni mucho menos maldecir en arameo. Sólo a oscuras, en el silencio de la noche, cuando nadie podía escucharme. A fin de cuentas ¿para qué servía todo eso? No comprendía que quejarse estrepitosamente pudiera tener una consecuencia práctica. Entonces ¿por qué hacer sufrir inútilmente a los demás?

   El frigorífico arrancó de nuevo sus motores y me devolvió a la realidad de la mesa; las cajitas esperaban y el vaso de agua también. El último cigarrillo se consumía en el cenicero haciendo de reloj de arena que establece un plazo.

   “Bien… –me dije– decídete ya. El calmante te quitará el dolor y te dejará dormir; anulará ese quejido orgánico insufrible, intenso y múltiple, aunque quizás mañana no puedas levantarte: es una droga. El corticoide también te quitará el dolor, pero en menor medida, bajará la inflamación que lo produce y te permitirá moverte y, sobre todo, seguir”.

   ¡Qué tentación…! El calmante sería la mejor alternativa, pero ¿cómo desentenderme sin más de lo cotidiano? ¿Cómo rendirme y decirles a todos “ahí os quedáis porque necesito calmar mi dolor, mi miedo, mi rabia, mi desesperación, mi soledad…, mi… maldita suerte”? Siempre la misma pregunta: ¿por qué a mí?

   No siempre están disponibles todas las opciones, y este era el caso. No podía más, pero había que seguir… Es como si estuviera oyendo a Elena: “hay que hacer lo que hay que hacer, y pasará lo que tenga que pasar”. Por otro lado, el médico lo había repetido varias veces: “si no puedes más, tómate las dos cosas y ven a verme”.

   Entonces hice lo que hubiera hecho Jaime: no pensar más y hacer lo que tenía que hacer. Cogí el corticoide y el vaso de agua y, de un sorbo, cerré definitivamente la cuestión. Mañana no sería otro día, sería… un día más. Puse el despertador, miré nuevamente alrededor, apagué las luces y me acosté pensando aún si había elegido bien; por fin podía descansar un poco.

   A la mañana siguiente cuando sonó el despertador como estaba previsto, hice ademán de levantarme pero no pude. Apenas despegué la cabeza de la almohada, toda la habitación giró en torno a mí y perdí por completo la orientación. Tras unos segundos alargué los brazos tratando de buscar algo reconocible; estaba en la cama, de eso no había duda. Volví a intentarlo, esta vez con más calma, pero todo volvió a girar violentamente. Cuando abrí los ojos me costó reconocer la pared que tenía delante, a un par de centímetros de la nariz. Me movía, eso era evidente, pero sin la más mínima orientación espacial; tenía como pequeñas pérdidas de conciencia, quizás de segundos, no sabría decir. Entonces comprendí que algo nuevo me estaba sucediendo, algo que era incapaz de controlar, y me asusté mucho. Permanecí completamente quieta, mirando fijamente la pared para no perder de vista ese punto de referencia. Sabía que Jaime vendría a darme un beso antes de irse y a comprobar que estaba ya despierta, así que le esperé sin decir nada.

   Cuando al fin se acercó a mí, le cogí fuertemente de la mano y dije: ― ¡ayúdame, no puedo levantarme!— le expliqué como pude lo que me estaba ocurriendo, pero no sé si lo entendió bien. Se sentó a mi lado y, con su ayuda, lo intenté de nuevo; por fin conseguí sentarme al borde de la cama. Poco después alargué la mano para coger mi bata y fue entonces cuando noté como una descarga fulminante y la sensación de estar flotando vertiginosamente en el vacío; luego… nada.

   Cuando recobré el conocimiento todo mi cuerpo era una señal de alarma. El corazón palpitaba tan fuerte que me era difícil respirar. Todo mi cuerpo temblaba. Estaba aterrorizada, perdida en el espacio y en el tiempo.

   Jaime y yo cruzamos las miradas y comprendí que no había nada que explicar; su rostro expresaba la certeza de que algo grave ocurría. De pronto había comprendido todas mis jocosas advertencias y se sentía abrumado por no haberlas sabido interpretar. Sentado junto a mí me acariciaba: —tranquila cariño, no te muevas, todo se arreglará –me decía–. La ambulancia ya está en camino y Elena también―, añadió.

   Billete individual. Por Luisa Núñez (haddass)

Cuando ya estaba en la camilla y me bajaban a la ambulancia, llegó Elena.

   ―Ya estoy aquí, ¿qué necesitas?―

   ― Las niñas –contesté–, ocúpate de las niñas…―

   ― Yo me ocupo, queda tranquila. ¡¡Luego voy a verte!!―

   Apretó mi mano fuertemente y comprendí el mensaje.

   Quizás, después de todo, haya aliviado algún gramito de su dolor por la separación de Jorge, porque aquel apretón de manos me transmitió una agradable sensación de alivio, de comprensión y cercanía. Ella sabía hacerlo así, sencilla y sutilmente. No necesitaba preguntar, indagar ni saber. Aun así, quise explicarle:

   ―hice lo que creí que tenía que hacer, Elena―. Sonrió, cómplice, y contestó: ―descansa; pasará lo que tenga que pasar―. Luego añadió: ―y será bueno, porque me lo tendrás que pagar en chocolate―.

    Jaime, sentado a mi lado en la ambulancia, tomó mi mano extendida entre las suyas. Los calmantes estaban haciendo efecto, entonces le miré para grabar su imagen en mi memoria y llevármela allí donde tuviera que ir. Su amor incondicional siempre me había salvado y era lo único que quería recordar. Finalmente cerré los ojos e intenté esbozar una pequeña sonrisa, mis sentidos se iban adormeciendo y solo alcanzaba a escuchar, desvaneciéndose lentamente, la sirena de una ambulancia.

 

Luisa Núñez (Haddass)


PD: Con el fin de compartir la experiencia de ser concursante en un certamen de relatos, decidí presentarme por primera vez a concurso, en alguno que coincidiera en el tiempo con el desarrollo del II Certamen de Narrativa Breve Canal Literatura.
El destino me depararía, de algún modo, la forma de compartir esta experiencia con vosotros, como ganadora, finalista o simplemente concursante. El certamen elegido fue el XXII Premio de Relatos Breves «Ciudad de Peñiscola». Finalmente hoy publico este relato en la web de literatura adjudicándome, con vuestro permiso, el nº 114 NO-finalista.

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