Cruzando lo invisible
El arco. Una mujer. Unos ojos oscuros. Un aroma oriental de especias y pachuli. La yesería conserva la magia de otros siglos. Algo incómodo, me paro a contemplarla.
Los ojos de la joven me taladran la nuca. Me vuelvo muy despacio y no la veo, aunque sé que está allí, hablando de atravesar el umbral y asentar nuestros fueros en Granada, entre los naranjos amargos del otoño y los cipreses de un carmen escondido. Ella trenzará coronas con ramas de aligustres y evónimos, me ofrecerá dátiles y xarab, me acompañará hasta una fuente donde calmar la sed que me devora.
Miro de nuevo el patio. Observo las estatuas. Hay un silencio insólito, un fulgor que se esparce desde el yeso que talló el alarife.
Accedo a la sala donde se exhibe el arte visigodo. Rodeo una columna. El suelo amarillento titila levemente. Un rayo diminuto de sol vence la tela blanca de una cortina espesa. Hay restos de tumbas, leyendas en los expositores que se nublan cuando intento leerlas. Los nombres de las basílicas donde encontraron las piezas de cerámica no me suenan de nada. Tampoco reconozco los signos que lo explican.
Busco el folleto que me dieron al entrar. Un plano, un laberinto que distingue por colores las zonas y los patios. ¿Eso podría ayudarme?
Desde dentro observo las estatuas, a Afrodita agachada, los pliegues de su piel. Intuyo la dureza del mármol, lo frío de sus ojos. Sus ojos.
El arco, una mujer. Sin voz me susurra que la acompañe. Que deje de admirar los toscos capiteles y el resto de las piezas. Que no examine las paredes, ni me interese por lo que sostienen las ménsulas por encima de mi coronilla, ni intente explicarme la técnica empleada en ese arco que me atrae como el pan al hambriento porque no es una puerta de este mundo, sino un paso sagrado a lo invisible.
De un manotazo rechazo esas ideas. Había leído que era singular, un resto mudéjar que Hernán Ruiz no derribó al remodelar el palacio. Nada dice en la guía de que sea una abertura al Paraíso.
El brillo del suelo se me hace insoportable. De dónde viene esta luz, me pregunto. Es como si el sol del desierto brotara entre las losas, que ya no son tan frías, ni tan duras, sino una duna móvil y brillante en la que hundo mis pies.
El arco. Una mujer. Sus ojos me sonríen. Pienso que la locura es esa puerta; que, si cruzo el umbral, no existirá el regreso. Que Córdoba será de nuevo un edén de almunias y de huertas entre el barrio de Levante y el de Fátima.
Echo un último vistazo a los carteles, que nada significan. Intento hablar y de mi boca salen palabras en un idioma insólito. «Mar Haban», se escapa de mis labios. «Ahlan wa sahlan», musita ella.
Y, al tenderme la mano, sé que llego a Yannat al-khuld y le sonrío.
Elena Marqués
III Premio en el XIII Concurso de Relato Breve Museo Arqueológico de Córdoba
Elena…
… ese fluir de cosas que tu palabra dice iluminando
es en esencia como el verso silencioso que tu boca reza…
«un paso sagrado a lo invisible»…
Hermoso como una ensoñación. Enhorabuena (otra vez, siempre tan merecidísima), Elena.
Elena, una prosa de las que ensanchan la lengua. Bellísimo. Enhorabuena.