El caballo bermejo. Por Antonio Marchal Sabater

Apocalipsis 6: 3-4. 3) Y cuando él abrió el segundo sello, oí al segundo animal, que decía: Ven Aly ve. 4) Y salió otro caballo bermejo: y al que estaba sentado sobre él, fue dado poder de quitar la paz de la tierra, y que se maten unos a otros: y fuele dada una grande espada.

*

La noche resultó calurosa, oscura e intranquila. Los ecos de la guerra resonaban por todo el territorio nacional. En Murcia la cosa estaba más tranquila que en otras partes. Ni el ejército ni las fuerzas de orden público habían secundado el golpe de estado de Franco y eso hacía que prácticamente la guerra no se notara en la provincia. Aun así, no dejaban de oírse rumores sobre grupos incontrolados de sindicalistas que salían de noche y sembraban el terror entre los vecinos de los pueblos, los campos, la huerta y la ciudad.

José Antonio y Emilio, la pareja de la Guardia Civil del Puesto de El Palmar, tenían un mal pálpito aquella noche. Desde la parte de arriba de la Venta de la Paloma habían visto pasar, por el carril Carriles y la carretera de Las Llanas, las luces de un coche hacia Los Melcarejos, un paraje solitario al pie de la sierra. Al verlo ambos tuvieron la misma intuición, se miraron a los ojos, aun sin verse, pero ninguno de los dos dijo nada. Los años de servicio los habían compenetrado de tal modo que incluso en la noche más oscura, sin apenas verse y adivinando a duras penas el uno la sombra del otro, ya sabían lo que estaban pensando. La preocupación los embargó diez minutos después, cuando las luces volvieron a bajar hacia el pueblo. Si se trataba de don Ángel, el Molinero, le llamaban así porque tenía una almazara al pie de la sierra, no había novedad. Don Ángel era el único propietario de un coche en aquel paraje, no era de extrañar. Pero el hecho de que subiera y bajara en tan corto espacio de tiempo era preocupante. Don Ángel era un hombre cabal, tenía ocho hijos y no andaba por ahí a deshoras. Podría ser que alguno de los niños hubiera caído enfermo y al regresar a su casa estuvieran esperándolo para ir al médico.

El Palmar está situado al pie de la ladera norte de la Costera Sur. Una cordillera prelitoral que discurre desde la sierra de Carrascoy, cerca de Alhama de Murcia, hasta Beniaján, originando una muralla natural entre la costa y el interior de la Región de Murcia y, por ende, de toda La Mancha. Desde allí, hacia el norte, se extiende el fértil valle del río Sangonera, también conocido en la zona como Guadalentín o Reguerón, y llega hasta las estribaciones de Sierra Espuña. El enclave ha constituido a lo largo de la historia un punto estratégico, una encrucijada de caminos en la que culturas tan importantes como la íbera, la cartaginense, la romana, la árabe y la cristiana han dejado su huella intentando vigilar los movimientos de tropas desde el mar hacia el interior de la península y viceversa. Lo que queda acreditado por la presencia de las ruinas de varios castillos, entre los que figuran el castillo del Puerto de la Cadena y la fortaleza del Portazgo, sita en la finca de la Pinada. Aquella situación hacía que en aquellos momentos también estuviera vigilada tanto por unos como por otros contendientes.

Al principio de la guerra se habían producido varios hechos desagradables. Muy cerca de donde ellos estaban, un grupo de milicianos había sorprendido a unos soldados que venían de Cartagena con un permiso de fin de semana. Los soldados venían caminando durante la madrugada, chapurreando las cosas de los hombres de esa edad, ninguno de ellos superaba los veinte años, cuando la partida les salió al encuentro de entre los pinos. Los acusaron de ser la avanzadilla de un cuerpo de ejército que desde Cartagena, una plaza que también se había mantenido fiel a la república, avanzaría sobre Murcia y los fusilaron sin más miramiento al pie de una roca, en el fondo de un barranco. También por aquellas fechas ya lejanas, aunque sólo había pasado algo más de un año, en Abarán, otra partida había fusilado a un grupo de hombres entre los que figuraban algunos terratenientes, un cura, un notario y un coronel retirado del ejército que tenía una finca en las proximidades del pueblo.

Ahora, en su demarcación, un violento grupo de milicianos atacaba sin piedad a todo el que consideraba enemigo de clase. Ya había matado a un notario, al que acusaban de haberles robado lo que era del pueblo y asaltado la parroquia de la Purísima Concepción. Pero el hecho más grave había sido fusilar al dueño de unas fincas próximas y haber paseado su cadáver por toda la comarca, desnudo, con sus propios testículos metidos en la boca, tras habérselos cortado, y atado al parachoques de un camión. Tan horrendo crimen había alarmado a los vecinos de la pequeña localidad y alrededores que no se atrevían a señalar quiénes eran los asesinos, aunque todos lo presumían. Aquellas luces bien podían ser las del Citroën Rosalin de don Ángel, el Molinero, pero si eran las del Jacintín la cosa se complicaría.

Aún no hacía ni una hora desde que las luces de aquel coche habían desaparecido en la espesura del bosque cuando otras encaraban el puerto desde la Venta de la Paloma. Eran dos, muy tenues y zigzagueantes que no podían pertenecer a un mismo vehículo porque lo mismo se juntaban hasta rozarse que se separaban varios metros o se entrecruzaban, lo que evidenciaba que iban una detrás de la otra. José Antonio se volvió hacia Emilio al oír su tenue silbido. –Ya las he visto –contestó. No necesitaban decirse más, ambos sabían que eran el cabo Ginés y el guardia Vivancos que subían en bicicleta a vigilarlos y echar un rato con ellos en el paraje Buenos Aires, donde a aquellas horas tenían una presentación, pero no sospecharon que trajeran tan malas nuevas.

–Un grupo de milicianos, entre los que iba el Jacintín, se acaba de llevar a don Ángel de su casa –fue lo primero que dijo el cabo Ginés tras recibir las novedades que le daba el guardia José Antonio en posición de firmes y con el brazo cruzado sobre el pecho, pues iban armados con arma larga–. Su hijo mayor, Ángel, y su mujer, doña Aurora, han venido al cuartel a denunciarlo.

–¿El Jacintín? –preguntó José Antonio, sorprendido–. Pero si su padre y don Ángel son como hermanos. Aunque omitió decirlo, los demás sabían que él también era pariente de la familia.

–¡Pues ya ves! –contestó Vivancos.

–Doña Aurora lo ha reconocido perfectamente –aseveró el cabo. Ninguno de los cuatro añadió nada más.

El Jacitín era un chico de no más de veinte años e hijo de don Jacinto, el capataz de una finca próxima al Mayayo. El padre era muy querido y respetado en el pueblo. Se había quedado viudo al nacer su único hijo y había tenido que sacarlo adelante sólo y sin una madre. Jacintín se había afiliado a la CNT unos meses antes de la guerra y ahora iba por ahí con un camión, un Ford T, un Ford de pedales, como lo conocían popularmente. Con él recorría las fincas, los molinos y las haciendas vecinas, requisando, por las buenas o por las malas, parte de los beneficios y de las cosechas para apoyar a sus compañeros del frente. Pues más para bien que para mal, la provincia se había convertido en granero de los contendientes y ambos bandos la respetaban.

–Por lo visto ha frecuentado la almazara varias veces. Don Ángel no le ha dado nada aduciendo que el aceite no era suyo y el poco que se quedaba en pago lo necesitaba para sacar a su familia adelante –explicó el cabo Ginés.

–Tiene ocho hijos, poco le sobrará a ese hombre –argumentó José Antonio que aún no se había recuperado.

–¿Cómo han bajado hasta el cuartel los hijos del molinero? –preguntó Emilio, interrumpiendo la conversación.

–En el camión del padre –contestó Vivancos, al que la incipiente barriga ya le llegaba hasta el manillar de la bicicleta, antes de que el cabo Ginés pudiera contestar, cosa que le molestaba sobremanera y que no permitía a los guardias más jóvenes, pero aquellos con los que estaba reunido eran veteranos y la disciplina se relajaba un poco entre ellos.

–El chaval no tiene carnet de conducir, pero sabe y la situación era apremiante –añadió el cabo Ginés, al que también se le estaban redondeando las formas, justificando el comportamiento del hijo mayor de don Ángel.

–No lo dice por eso. Lo dice porque hará una hora, desde la Venta de la Paloma hemos visto subir las luces de un coche hacia Los Melcarejos y hemos pensado que sería el Citroën de don Ángel, pero apenas diez minutos después las hemos visto bajar de nuevo –explicó José Antonio.

–¿Habéis visto subir las luces de un coche y diez minutos después bajar otras? –preguntó Vivancos mientras reflexionaba–. ¡Las primeras eran las del Jacintín, como si lo viera! ¡Y las segundas del hijo de don Ángel, bajando a denunciar el secuestro del padre! –se contestó a sí mismo sin dar lugar a que nadie más hablara.

–¡Entonces el Jacintín y los suyos no han bajado! ¡Tienen que estar por aquí, primo! –contestó, muy alterado, el cabo Ginés señalando con el brazo derecho toda la zona del mismo margen de la Sierra del Portazgo. No es que Vivancos y el cabo fueran primos, pero eran del mismo pueblo, de El Palmar, y de la misma edad, y en confianza se trataban con ese sustantivo.

–¡Hostias!… –exclamó Emilio–. ¡Esos están en el Castillo de la Asomada! –aclaró cuando los otros tres se volvieron hacia él.

– ¡Claro, Pijo! ¡Han subido por el Paso de la Rambla! –exclamó el cabo Ginés.

Si la conclusión a la que había llegado Emilio y con la que todos estaban de acuerdo era correcta, tenían que bajar en las bicicletas hasta la Venta de la Paloma, tomar el carril Carriles, después la carretera Llana y luego, antes de Los Melcarejos, tomar a la derecha por el Paso de la Rambla. En total más de siete kilómetros cuesta arriba. Tanto a pie como en bicicleta, una hora y media de camino no se la quitaba nadie y en ese tiempo aquellos desgraciados ya habrían matado a don Ángel.

–¡No hay tiempo, Ginés! –dijo José Antonio adivinando lo que estaba pensando el cabo–. Dejad las bicicletas aquí y acortamos por ahí –añadió señalando la ladera del monte–. Hay un sendero por ahí abajo que acorta por el Collado de la Mosquera y sale a la cueva que hay debajo del castillo. Es duro, pero si nos damos prisa en media hora estamos allí.

Escudo de la Guardia Civil de la época

Ninguno se opuso, aunque todos conocían el camino y sabían que era una empresa difícil y que les llevaría algo más de tiempo. El sendero discurría, entre pozas de agua, por la ladera de la Sierra del Portazgo, y si de día ya era difícil de noche mucho más, pero había que intentarlo. Dejaron las bicicletas detrás de una zarza para que no las viera nadie que bajara o subiera el puerto y emprendieron la caminata. No era fácil a aquellas horas y menos en aquellas fechas. Si hubiera sido el Puerto del Garruchal, aún, porque aquella era la ruta que utilizaban los huertanos de Murcia para ir hasta Los Alcázares en sus carros y acampar en la orillas del Mar Menor durante la segunda semana de agosto. Pero en tiempo de guerra tampoco era lógico que lo hicieran. Aunque siempre corrían el peligro de que pasara alguien desde Cartagena hacia Murcia o viceversa, y si veía las bicicletas… No sería la primera vez que del pueblo desaparecía algún pollino, o una bicicleta, incluso alguna que otra motocicleta.

Tres cuartos de hora después llegaron a la cueva, giraron a la izquierda y enfilaron el sinuoso camino que llegaba hasta el castillo, un lugar idóneo para ajusticiar a alguien sin ser visto. De ahí en adelante la pendiente era más pronunciada. Encararon la ascensión con decisión y a paso ligero. Unos minutos después Vivancos tuvo que parar a vomitar, Ginés ya hacía rato que sentía un fuerte dolor abdominal, pero era el comandante del puesto y no podía consentir que en su demarcación ocurrieran aquellas cosas y menos entre vecinos. José Antonio y Emilio, que eran más jóvenes, les habían sacado unos metros de ventaja a pesar de ir calzados con botas de tres hebillas, armados con mosquetones y atalajados con trinchas, correajes y tricornio, pero la juventud es un don que se demuestra en esas condiciones y ya estaban llegando a la muralla.

El cabo Ginés y Vivancos iban agarrados el uno al otro para ayudarse mutuamente. Iban con el corazón en la boca, los pulmones reventados y las botas encharcadas por el sudor cuando el rugido de un motor acelerando y las voces de José Antonio y Emilio, avisándolos de que no paraba, rompieron en el silencio del bosque. Se referían al Ford T del Jacitín del que oían los quejidos del motor, pero no veían las luces porque los sindicalistas bajaban por el paso con ellas apagadas, a toda velocidad. El cabo Ginés se echó el mosquetón a la cara, tiró del cerrojo e intentó apuntar al bulto. Pero, o bien erró el tiro, o este dio en alguna de las estructuras de madera del camión, porque no saltaron las chispas propias del choque entre metales. Vivancos no pudo montar el arma porque tenía el pulso tembloroso por la carrera y las manos sudadas, pero agarró el fusil por la bocacha y estampó la culata contra el parabrisas del coche. Se oyó un estrépito de cristales rotos acompañado de varias voces profiriendo insultos contra ellos, pero el vehículo no se detuvo.

–¡Lo han matado! ¡Lo han matado, primo! –dritó descompuesto el cabo a Vivancos, al tiempo que se colgaba el fusil en el hombro y corría hacia arriba–. ¡Estos hijos de puta lo han matado!

Cinco o seis minutos después llegaron a las ruinas del castillo. José Antonio y Emilio ya estaban allí rebuscando por todos los rincones con sus linternas de petaca, pero en noche tan oscura era imposible ver nada fuera del círculo de luz amarillenta.

–¡Buscad cerca de los muros! –dijo el cabo entre resuellos cuando pudo hablar. Vivancos se tiró al suelo y se tumbó boca arriba intentando recuperar el aliento.

–¿Estás bien, primo? –le preguntó Ginés, que no estaba mucho mejor.

–¡Sí…! –contestó Vivancos estirando la i más de lo normal, con la respiración entrecortada.

–¡Está aquí, Ginés, está aquí! –gritó Emilio–. ¡Lo han matado, lo han matado!

–¡No me jodas! –gritó Ginés indignado, mientras Vivancos se levantaba del suelo con energías renovadas, al tiempo que gritaba:

–¡Qué cabrones!

–¡Todavía respira! ¡Todavía respira! ¡Hay que llevarlo al pueblo! –gritó José Antonio.

Todos se concentraron en torno al cuerpo de don Ángel que, efectivamente, con mucha dificultad y en medio de un gran charco de sangre, aún respiraba. Pero el pueblo estaba demasiado lejos para llevarlo a cuestas, por lo que José Antonio se sacó un machete del cinto, cortó unas ramas de unos pinos cercanos y con los correajes suyos y los de sus compañeros improvisó unas parihuelas. Después decidieron que en lugar de llevarlo al Palmar lo llevarían a Baños y Mendigo, al otro lado del puerto. Allí había una venta, un panadero y un camión. Aún tardaron casi media hora en llegar, pero mereció la pena. Las mujeres del lugar le lavaron las heridas y le pusieron paños de agua fría y vinagre para que le bajara la fiebre. Desde la venta llamaron a una ambulancia y a la Comandancia de la Guardia Civil. Como la ambulancia aún tardaría, decidieron montar al herido en el camión de la leña del panadero y llevarlo hasta Murcia, pero llegando a la curva Buenos Aires se cruzaron con ella y se detuvieron.

Mientras cambiaban al herido de la caja del camión a la camilla de la ambulancia, llegó al lugar una motocicleta Royal Enfield dotada con un sidecar. Eran el teniente Illán, jefe de la línea de la Guardia Civil de Alcantarilla, en cuyo tricornio de pulido charol reverberaba la luz intermitente del farol naranja de la ambulancia, y su conductor cubierto por una gorra de plato de color rojo. El teniente sorprendió a los cuatro guardias civiles sin el tricornio puesto ni las trinchas. El cabo intentó darle una explicación de lo que había pasado, pero el teniente argumentó que hasta que no estuviera perfectamente uniformado no quería hablar con él y le ordenó que al otro día se presentaran los cuatro en su despacho, perfectamente uniformados y con un informe por escrito en el que se explicara a qué se debía aquel comportamiento tan irregular.

Dos días después el cabo Ginés y Vivancos fueron al hospital de San Juan de Dios, en la calle Obispo Frutos, a visitar a don Ángel. El rapapolvo del teniente se había quedado en eso, en rapapolvo. Sin embargo, ellos sí llevaban una triste noticia a don Ángel. El Jacintín había jurado matarlo a él y a toda su familia y más temprano que tarde lo haría. Aquella misma tarde, don Ángel, su mujer y sus ocho hijos huyeron a Albacete en su Citroën Rosalin, conducido por uno de sus empleados y escoltado por el cabo Ginés y el guardia Vivancos, ambos de paisano. Desde allí la familia tomó un tren hacia Valencia.

Acabada la guerra, la familia volvió a su antiguo molino y lo encontraron quemado. Fue la única perdida material que el pueblo sufrió, porque, quitando las fechorías del Jacintín, la guerra nunca llegó allí. No importaba, lo levantarían de nuevo. Después don Ángel quiso saber qué había sido de aquellos guardias civiles que le habían salvado la vida y fue al cuartel a preguntar por ellos.

El cabo Ginés y Vivancos habían aparecido una mañana colgados de las ramas del eucalipto del Mayayo, un árbol conocido en toda la comarca por sus exageradas proporciones. En el cuello de cada uno colgaba un cartel en el que rezaba: «El pueblo no perdona». José Antonio y Emilio andaban por Valencia en busca de bandoleros; habían tenido que abandonar el pueblo para que el Jacintín no los ajusticiara también.

–¿Y el Jacintín? –preguntó don Ángel con cierta desilusión en la voz.

–Unos días después de lo del cabo y Vivancos, su cuerpo apareció colgado de una rama del mismo árbol y al pie su padre con un tiro en la sien –le explicó el guardia de puertas.

Una mueca de dolor asomó a los labios de don Ángel, luego se persignó y abandonó el cuartel.

Antonio Marchal-Sabater

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2 comentarios:

  1. Una narración realista para una historia muy real. Retratas muy bien el momento, la situación y ambientación. El ritmo no decrece, y eso que hay mucha información. También me ha gustado como retratas el ambiente local, murciano y su habla. Pero sobre todo es la pequeña historia que subyace en toda guerra: el odio va acampando a sus anchas y llevándose todo a su paso, sin dejar otra cosa que no sea dolor y muerte. Y al final queda la esperanza en el ser humano.

    Enhorabuena, Antonio, por tu trabajo hecho a conciencia y con corazón.

  2. Un trabajazo Antonio.

    Rico en ambientación y detallista este relato que retrata magníficamente el alcance del odio.
    Cercana la historia, realista, ese tipo de texto que sabe retratar lo «nuestro» en su lenguaje y te hace rememorar viejos pasajes y viejas rencillas.

    Me ha encantado Antonio. Un abrazo fortísimo.

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