El círculo de la vida. Por Luis Miguel López Alonso-Gascó. In memóriam.

Luis Miguel López Alonso- Gascó. In memóriam

Quizás quebró tu latido la búsqueda sin tregua de lo que nos humaniza. Quizás te estaba esperando la canoa de corteza para cruzar el lago. Quizás, en la otra orilla, te necesitara el bosque encantado para romper sus sombras. Quizás.

¿Sabes? Ahora somos nosotros los que, sentados alrededor de la hoguera, le preguntamos a Migwan por la historia de quien luchó para concienciarnos de que «todos los elementos de la tierra forman (…) un todo: el círculo de la vida». Preguntaremos también por qué la muerte se lleva a un hombre bueno. Si no lo mereces, ¿por qué?

Quizás Migwan nos hable de la vida. Quizás nos enseñe a recordarte, a reconocerte en todo lo bello que nos rodea, a agradecer el haberte conocido. Pero es triste y duro y… duele. Y tampoco es justo.

¿Sabes, Luis Miguel? Migwan ya no acierta qué contarnos, ni cómo callarnos, y se levanta hacia el lago y mira al cielo y nos señala «una estrella fugaz que rauda cruza el firmamento». Y todos en círculo, alrededor del fuego, la contemplamos en silencio.

Luis Miguel López Alonso-Gascó, descansa en paz.

 

Carmen Pita

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El círculo de la vida

La tenue luz que aún consigue filtrarse a través del laberinto de tuyas del bosque encantado alarga las últimas sombras mágicas en un intento desesperado por mantenerlas en vida. En el horizonte, un pequeño círculo rojo con reflejos dorados se diluye entre las oscuras aguas del Timiskaming, el lago profundo. Tan sólo las suaves notas del colibrí entrecortan el silencio reinante.

Sentados alrededor de la hoguera, varios niños hablan entre ellos bajo la atenta mirada de la anciana sunksquaw, la líder del consejo del poblado anishinabeg. Migwan, que así se llama, esboza una pequeña sonrisa mientras recuerda su propia infancia, cuando escuchaba las historias que contaban los ancianos junto al fuego, o contemplaba durante horas el maravilloso espectáculo de las estrellas fugaces atravesando el firmamento en las noches de verano y los espectros luminosos de las auroras boreales en las de otoño e invierno.

canoa

Migwan  también revive en su interior los viajes con su padre en la canoa de corteza para cruzar el gran lago en busca de peces, principalmente percas y dorados, con los que alimentarse. Las numerosas islas esparcidas a lo largo y ancho de aquella inmensa superficie acuática forman un intrincado laberinto de donde no siempre es fácil escapar. Por fortuna, su padre conocía hasta el último rincón del lugar. En aquel tiempo era el chamán de la comunidad, el elegido para mediar entre los manitus o espíritus del bosque y los hombres. Dedicaba buena parte del día a la recogida de hierbas y cortezas, que utilizaba para preparar los remedios necesarios contra las enfermedades. Desde muy temprana edad, ella le acompañaba para aprender los nombres de las distintas plantas y especies de árboles. Para los anishinabeg, todos los elementos de la tierra forman, junto a hombres y animales, parte integrante de un todo: el círculo de la vida.

Wabanang, una niña risueña y algo inquieta, se acaba de incorporar al grupo. Entre risas, los otros niños le gastan bromas y ella responde sacándoles la lengua. Lleva puesto un precioso wampum, un collar hecho por ella misma con caparazones de caracol. Las mujeres y las niñas del poblado fabrican con sus propias manos los abalorios que más tarde son ensartados en collares o convertidos en correas.

La noche cae y ahora el silencio es casi absoluto en el bosque encantado. Tan solo el canto del búho se atreve a interrumpirlo.

─Migwan, cuéntanos la historia de la creación del nuevo mundo ─exclama Wabanang.

La anciana sunksquaw mira a los niños.

 Inuit

─Hace mucho, mucho tiempo ─cuenta─, nuestros antepasados poblaban junto a otras comunidades toda esta vasta región, desde las blancas y frías tierras habitadas por los inuit hasta más allá de las siete islas y del río ancho de aguas saladas; desde los lejanos acantilados donde comienza el día hasta las extensas praderas en las que acampan las manadas de bisontes.

»Un día, llegaron hasta aquí unos hombres de piel blanca y cabellos dorados. Venían de tierras muy lejanas. Iban vestidos de azul, aunque después vinieron otros vestidos de rojo. Traían con ellos unas lanzas muy extrañas de las que salía un fuego mortal. Al principio se interesaron en nuestras costumbres, en nuestros poblados y, sobre todo, en las pieles de visón y de castor con las que nos abrigamos del frío. Nos propusieron un intercambio: ellos nos darían algunos objetos traídos de sus lejanas tierras a cambio de pieles. Estaban muy interesados en aquel trato, aunque también preguntaban con insistencia por un mineral de color amarillo al que llamaban oro y que nosotros desconocíamos. Por lo visto, tenía un gran valor. Durante mucho tiempo estuvieron buscándolo, hasta que, cansados de no encontrarlo, finalmente desistieron. Con ellos vinieron otros hombres vestidos con grandes túnicas marrones, que hablaban de un Gran Espíritu al que consideraban el Creador Supremo y a quien tendríamos que adorar a partir de ese momento.

Migwan interrumpe por unos instantes su relato para beber un poco de agua de un cuenco de barro cocido.

─¿Y qué pasó después? ─pregunta Memego.

─Los hombres blancos también entraron en contacto con las otras comunidades y llegaron a unos acuerdos que más tarde incumplirían ─prosigue Migwan─. Nos fueron quitando las tierras donde vivíamos desde la noche de los tiempos y reduciendo cada vez más nuestro entorno natural. Los que iban vestidos de azul comenzaron una larga y cruenta guerra contra los de rojo, para ver quiénes de ellos conseguían hacerse con el dominio de la región. Y todo en nombre de sus sachems, a los que llamaban reyes. Implicaron en esta contienda a las diferentes naciones: innus, mohawks, algonquinos, micmacs, hurones e iroqueses, enfrentando a unas contra otras. Les dieron lanzas de fuego para que acabasen con los demás poblados hermanos. Empezaron a poner en peligro el equilibrio entre la Madre Naturaleza, los animales y los hombres, con la tala incontrolada de nuestros bosques. No contentos con esto, trajeron con ellos unas terribles enfermedades que se fueron extendiendo con gran rapidez por todos nuestros poblados. Los chamanes no encontraron ningún remedio que frenase aquella plaga, por lo que un gran número de hombres, mujeres y niños murieron en poco tiempo.

Migwan hace otra pausa al tiempo que dirige la mirada hacia el cielo estrellado.

─¿Nos siguen atacando esas enfermedades? ─pregunta ahora Hiawatha, un niño menudo que sostiene un pequeño arco con ambas manos.

─No, ya no ─responde ella─. Con el tiempo, los dos bandos de rostros pálidos firmaron un tratado de paz y se distribuyeron nuestras tierras sin tenernos en cuenta. Su codicia no tenía límite. Nos marcaron los territorios donde tendríamos que vivir a partir de entonces, a los que denominaron reservas. Ya no seríamos libres de cazar y pescar donde quisiéramos, ni tampoco de trasladar nuestros poblados de un lugar a otro. Nuestra lengua empezó a desaparecer, debido a la influencia de las que hablaban los invasores que, en gran número, se asentaron por toda la región. Primero levantaron pequeños asentamientos. Ellos los llamaban fuertes. Sus tipis estaban hechos con madera proveniente de nuestros bosques.

»Poco a poco, aquellas comunidades fueron creciendo, debido a la gran afluencia de hombres blancos llegados desde sus lejanas tierras. Con el tiempo, se convirtieron en inmensos poblados con torres muy altas llenas de agujeros y que parecían colmenas gigantescas habitadas por humanos. Las llamaron ciudades, y a muchas de ellas les pusieron nombres en nuestra lengua. Nuestros jóvenes perdieron su identidad y se dedicaron al contrabando de tabaco y al consumo de alcohol, una bebida mortal que también habían introducido. Y, lo que es peor, aquellos diablos de cabellera dorada alteraron con su maléfico comportamiento el círculo de la vida, lo que desencadenó una serie de grandes catástrofes, como el deshielo de la región donde vivía el gran oso blanco, que terminó por extinguirse. Las devastadoras inundaciones que llegaron después acabaron con todas las cosechas. El hambre se generalizó, mermando considerablemente la población, y aquella civilización basada en el saqueo y la destrucción de los recursos naturales empezó a derrumbarse.

orillas del Timiskaming

─Fue entonces cuando intervino el Gran Espíritu, ¿verdad? ─exclama Wabanang, quien ya había escuchado esta historia con anterioridad.

─Intuyendo el terrible destino que nos aguardaba ─continúa Migwan─, el Consejo Supremo de la Nación Anishinabeg se reunió de urgencia para analizar la situación. En aquel encuentro, que duró siete soles, se decidió que todos los miembros de la comunidad se trasladarían al bosque encantado para levantar el único asentamiento humano que iba a sobrevivir a la última gran catástrofe. El recinto sagrado, a orillas del Timiskaming, era el último reducto natural que había quedado fuera del alcance del hombre blanco. Allí también encontraron refugio las diferentes especies animales en peligro de extinción.

»Finalmente, llegó el día en que, cansado de aquel irracional comportamiento que estaba destruyendo el ciclo natural de la Madre Tierra, el Creador, Kichi Manitu, decidió inundar por completo el mundo. Sólo se salvó el bosque encantado. Para que renaciese uno nuevo, un animal tendría que ir a buscar bajo las aguas un puñado de tierra y traerlo a la superficie. El primero en intentarlo fue un ave, el huard, considerado como el maestro nadador. Al cabo de un sol, éste apareció de entre las aguas completamente agotado, casi muerto, pero sin el puñado de tierra. El siguiente en probar suerte fue el pato, pero también en vano. Después se sumergió la nutria, con idéntico resultado. Más tarde lo intentaron el visón y el castor, que tampoco trajeron nada. Al final, el ratón almizclero, lejos de desanimarse, explicó a los demás que, para conseguir alimento, a menudo tiene que sumergirse varias veces. En ese momento, y ante la atónita mirada de sus amigos, desapareció en el agua. No se tuvieron noticias del animalito durante tres soles. Para gran sorpresa de todos, que ya lo creían muerto, el ratón almizclero reapareció al cuarto día. Extenuado, abrió los ojos y dejó entrever un montoncito de tierra que llevaba en una de sus diminutas patas. Entonces, el Creador tomó al pequeño animal, símbolo de la humildad y la perseverancia, y lo puso sobre la espalda de la tortuga, creando de esta manera el nuevo mundo.

Migwan hace una pausa y vuelve a beber del cuenco. Los niños la miran en silencio. Al cabo de un rato, la anciana sunksquaw continúa:

─En el renacido círculo de la vida, los animales y los hombres firmaron un pacto, por el que éstos se comprometían a observar ciertas normas de conducta: no se debe matar a ningún animal sólo por placer; cualquier sufrimiento inútil tiene que ser evitado; la caza y la pesca deben servir exclusivamente a la supervivencia de las familias; cada ser humano posee un animal tótem que lo acompaña a lo largo de su vida. Así, los hombres y los animales volvieron a vivir en armonía, bajo el signo del respeto mutuo, con todos los elementos de la Madre Tierra. Y ahora sois vosotros los que tenéis que velar por que el círculo de la vida siga intacto y no se vea de nuevo alterado. Les contaréis a vuestros hijos y a vuestros nietos esta historia ancestral.

Cuando Migwan termina de hablar, se levanta y se dirige hasta la orilla del gran lago. Una vez allí, levanta la vista al cielo. En sus ojos se refleja ahora una estrella fugaz que cruza rauda el firmamento. Sonríe. Mientras tanto, los niños, entre risas y chascarrillos, empiezan una alegre danza formando un círculo alrededor del fuego.

 sómbolo

Nota del autor: Este relato está inspirado en una antigua leyenda algonquina, la del ratón almizclero y la creación del mundo, transmitida por vía oral de generación en generación.

 Luis Miguel López Alonso-Gascó

Texto y fotos de:

Luis Miguel López Alonso-Gascó
(1956-2015)

 

Canal Literatura quiere honrar su memoria con sus palabras, con este relato presentado al X Certamen de Narrativa Breve 2014  que expresa su manera de entender el mundo, tanto en el texto como en los comentarios que nos dejó.

En el centro Luis Miguel López Alonso-Gascó, junto Luisa Núñez y Susane su esposa. También a la izquierda Fini Huertas, Carmen Pita, y Ángel Guardiola a la derecha.

En el centro Luis Miguel López Alonso-Gascó, junto a Luisa Núñez y Susane, su esposa. A la izquierda, Fini Huertas y Carmen Pita, y Ángel Guardiola a la derecha de la foto. (Murcia, 18/01/2014)

 

5 comentarios:

  1. Marina Cruz Gracia

    Mil gracias al Canal Literatura y a Carmen Pita por este homenaje.
    Luismi, así lo conocíamos los que lo hemos amado y lo seguiremos amando, además de un buen escritor, era un ser honesto, noble, leal… Hombres como él requiere este mundo. Siempre luchando por la igualdad entre los humanos. Y cuando lo necesitabas, ahí estaba él para hacerte sentir bien.
    Quiero pensarlo en la naturaleza que tanto amaba. Voy a sentirlo en los ríos, en las montañas, en el viento, en el vuelo de las águilas…
    No puedo creer que no recibiré más las caricias de sus palabras cuando me decía: “Mi uruguayita preferida”.
    Luismi, amigo mío, esto no es un adiós… No puede serlo.
    Marina Cruz Gracia.

  2. Gracias, Canal-Literatura y Carmen, por honrar así la memoria de Luismi. Descansa en paz, dulce amigo.

  3. José María Araus

    Doy las gracias a Canal Literatura y a Carmen Pita por su recuerdo a Luis Miguel, un insustituible amigo, en el momento en el que su ausencia nos sobrecoge.

  4. Muchas gracias a todos por vuestras palabras; recordar a Luismi es darle vida. Y los hombres buenos merecen ser eternos.

    P.D. Un sentido abrazo a Suzanne, su mujer, y a sus hijos.

  5. Un hermoso homenaje a quien honró al Canal con su confianza y sus palabras. Y más hermoso aún el relato esperanzado sobre el renacer del mundo.
    Besos.

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