El puente había pasado como otros tantos desde que empecé a trabajar en la oficina de Carlota. Lento, espeso, monótono, solitario… el domingo por la tarde finalmente se me ocurrió algo divertido: mandaría un mensaje en una botella (al fin y al cabo vivo en una ciudad junto al mar). Sin embargo nada más concebir la idea, ya me di cuenta de los inconvenientes:
Para enviar un mensaje, no sirve una botella cualquiera, hay muchas que de ninguna manera merecen ese honor: por ejemplo, los botellines de cerveza tienen un olor a fermentado que impregna el papel por mucho perfume que le echemos… una botella de leche, blanquecina y aburrida, no ofrece contraste visual con la misiva y puede pasar por vacía… las de cuello largo son decorativas pero muy complicadas: si introducir un papel enrollado ya es difícil, extraerlo sin destrozos resulta casi imposible y ¿queremos que haya que romper la botella para sacar el mensaje entre cascotes? No, el asunto de la botella tiene tela, tela marinera, incluso antes de tirarla al mar.
Con estas elucrubaciones en mente me fui al chino de mi barrio y repasé sus botellas: las había con grabados (demasiado peso), metal incrustado (y ¿si se oxida y revienta el cristal?), paredes finas (¡peligro de rotura!), fondo reforzado(¿flotaría en condiciones?), colores estridentes (¡a que se lo come cualquier delfín drogado y me convierte en eco-asesino!). Para despistar a la dependienta que me perseguía desconfiada por los pasillos del macromercado, salté por la ventanilla de los aseos y llamé desde la acera de enfrente a un colega.
Me invitó en seguida porque los domingos se aburre mucho desde que su pareja se fue con el televisor y el técnico de Canal Plus. Su mueble bar contenía preciosos ejemplares de botellas mensajeras, si bien con rellenos líquidos más o menos valiosos. Lo convencí y nos bebimos un tercio de Licor 43 mientras escribimos entre los dos una poesía muy sensual dedicada a una mujer imaginaria (desde el punto de vista de mi colega) y a una diosa muy real (desde el mío). Esa fue al menos la idea, pero a la hora de decidir la firma, él mostró su cara verdadera, o sea, poquísima comprensión y gran prepotencia por tratarse de ‘su’ botella. Encima dijo que lo hacía por mí para que me mantuviera en el anonimato. Defendí mis derechos de autor, pero él no quiso ceder y siguió empecinado en firmar como “Pepe” (y eso que ni se llama José).
Aprovechando que se fuera al baño, me guardé la botella en la chaqueta, cogí nuestra poesía para “Carlota Incógnita” y me fui antes de que regresara al salón. Ya estaba a veinte metros de su casa cuando empezó a dispararme con la pistola no tan de juguete de su primogénito. Me rompió las gafas pero escapé corriendo y cogí el autobús en dirección al paseo marítimo.
En el trayecto tuve tiempo de sobra para apurar las últimas gotas manteniendo la botella en vertical para que escurriera y chupando el borde. Sin duda era un licor de gran calidad. En los asientos de atrás, unos chavales se estuvieron burlando de mí, una mujer joven me pasó una tarjeta de Alcohólicos Anónimos, y el conductor no me perdió de vista en el espejo retrovisor, pero ni me inmuté. Leí una vez más la poesía de verso algo machacón que habíamos dedicado a la mujer de mis sueños, enmendé un par de errores pidiendo a la señora de la tarjeta un bolígrafo que me guardé después. Ya nadie se reía, sino que todos alrededor estaban pendientes de cómo enrollé el papel, lo metí por el cuello de la botella y cerré cuidadosamente el tapón.
Entretanto se me había pasado mi parada y una vez en la calle tuve que retroceder un buen trecho. Había pensado lanzar la botella desde el extremo del muelle rompeolas, pero -entre el licor y la hora que era- me cansé antes de llegar siquiera a la entrada del puerto. La playa de los bañistas estaba mucho más cerca y, a esa hora de la tarde, desierta. Salté el muro, caí, me levanté y fui cojeando hacia la orilla.
Saqué la botella de mi chaqueta. Realmente tenía muy buen aspecto… lástima que Carlota no la recibiría porque en lugar de vivir al otro lado del mar, tenía un apartamento en mi mismo barrio de secano, y nunca me la había encontrado en la playa ni haciendo deporte.
Pero ya que había llegado tan lejos, no quise cambiar de idea. Lanzaría la botella al agua, y me iría a casa porque era el último día del puente y mañana con suerte volvería a ver a Carlota aparcar su coche rojo al lado de mi moto. A modo de despedida, desenrosqué el tapón y saqué el papel que olía a Licor 43, para darle una última lectura dificultada por el atardecer y la falta de mis gafas.
“Carlota, no me tomes por pasota,
por ti he vaciado esta botella gota a gota…
No me gustó tanto como en la casa del colega. Los términos se me antojaron distantes y fríos… Además ya no me calentaban los efluvios del licor y con cada minuto que pasó arreciaba el viento intentando arrancarme la hoja de las manos. Sin darme cuenta había avanzado a lo largo de la playa y ya me encontraba en el dichoso muelle. A mis pies murmuraba el agua, y una gaviota muy gorda me vigilaba con sus brillantes ojos fijos en el papel que sujetaba. Volví a meterlo en la botella y se la enseñé al pajarraco. Luego la lancé lo más lejos que pude, vi como las olas se la tragaron, y di media vuelta.
–¡Córcholis!
La gaviota ya no me sobrevolaba puesto que se había zambullido en pos de la botella, pero justo delante de mí había una mujer joven que me resultaba familiar. Efectivamente era la del autobús, y aunque me sonriera, me pareció excesivo que se presentara en el muelle para recuperar su bolígrafo. Lo saqué contrariado porque me gustaba, pero resultó que no lo quiso. Me había seguido porque se preocupaba por mi estado de ánimo. Dijo que se me notaba un no sé qué aire a depresivo, tristón y solitario. Al escucharle se me saltaron las lágrimas y también ella lloró mientras regresamos juntos al paseo marítimo.
Entramos en una cafetería, tomamos algo y -agobiado por un puente de silencios- hablé por los codos hasta que se me acabaron las expresiones inútiles y empezamos a conversar de verdad. Desde entonces seguimos hablando.
Dorotea Fulde Benke