El misterioso hotel La Cubana. Por José Fernández Belmonte

El misterioso hotel La Cubana

La habitación del hotel La Cubana de Garapinto prometía. Vistas al mar, una casa auténtica y genuina del siglo XVII, tan sólo con seis habitaciones tipo suites. Todo eso, y a un precio de escándalo, hacía presagiar unas vacaciones inolvidables.
La nuestra era la número cinco. Debo reconocer que soy amante de la numerología, las artes adivinatorias y del más allá. La parasicología y las ciencias ocultas siempre fueron mi devoción y, por tal motivo, pese al entusiasmo de mi esposa, aquella habitación me produjo, desde el primer momento, unas extrañas e inquietantes vibraciones.
Siempre he pensado que las viejas maderas guardan vidas, lo leí no sé dónde hace no sé cuánto. Los armarios antiguos encierran recuerdos. Y allí había dos: uno cuyo contenido era una vieja vajilla familiar y otro, más viejo aún, en el dormitorio, ejerciendo dignamente de ropero.
Las gruesas paredes de medio metro de espesor suelen encerrar demasiadas historias, y más aún cuando estas son de piedra volcánica del mismo color que una noche sin luna. Lo intuí y, por desgracia, casi nunca me suele fallar la intuición. Otras cosas sí, pero les puedo asegurar que la intuición no me falla.
Desde el principio me di cuenta de que el director del hotel era un tipo pero que muy, muy raro. Se pasaba encerrado casi todo el día en una minúscula oficina que había situada debajo de la escalera que daba acceso a la parte superior del hotel en la que se encontraban ubicadas las habitaciones. Eso, y su cara inexpresiva, me hizo sospechar de él desde el primer momento. Y, como les digo, la intuición casi nunca me suele fallar…
Sepan ustedes que el número cinco es un número muy peculiar. Cinco dedos tiene la mano. Cinco lobitos tuvo la loba, blancos y negros detrás de la escoba. A las cinco te la hinco, decíamos de niños cuando saltábamos sobre la espalda de nuestro compañero, cuando jugábamos a La Mula, y le clavábamos con saña los nudillos hasta hacerle rabiar de dolor mientras nos reíamos de él a carcajadas. El cinco es el guardián del seis. El hotel estaba en el número cinco, mi habitación era la número cinco, y, tras una breve inspección ocular, en aquella habitación había cinco cajitas decorativas muy sugerentes. Tres veces cinco. Indudablemente ese hotel era mucho más que un simple hotel con encanto, era un hotel con misterio. Ya tan sólo me tenía que enfrentar al acertijo. Evidentemente, de todo esto que les hablo, no le dije nada a mi esposa, ya que, a ella, todas estas historias la ponen de los nervios y no era cuestión de fastidiarle sus bien merecidas vacaciones.
Me di cuenta de la inhumanidad del director del hotel cuando lo vi por primera vez a la luz del día: su piel se veía de color ceniza, casi azulada, sus movimientos eran lentos, su mirada extraña, y lo que me terminó de convencer fue darme cuenta de que sus pasos no hacían ruido al caminar sobre la madera del piso. Con nuestros pasos el suelo crujía, se quejaba, y con él nada. Recordé que rehuyó de darnos la mano cuando nos registró a nuestra llegada. Posteriormente comprobé como nunca ofrecía su mano a los huéspedes y cómo rehuía igualmente la posibilidad de cualquier contacto físico.
Todo esto que les acabo de narrar se desarrolló durante el primer día de nuestra llegada. En apenas unas pocas horas había sido capaz de darme cuenta de lo que nadie, al parecer, se daba cuenta. Posteriormente fui recopilando mentalmente más datos cabalísticos: nuestro viaje era de cinco días, y la agencia de viajes nos había ofrecido cinco alternativas, de entre las cuales, al final, elegimos esta que, curiosamente, era la quinta y última de las ofertas.
Tras la primera noche, en la que yo descansé poco y mi esposa durmió como un bebé, me levanté temprano. Di una vuelta de reconocimiento por la parte superior del hotel y comprobé como la habitación número seis, o al menos la que por deducción debía de serlo, carecía del cartel correspondiente, mas, sin embargo, se podía adivinar el lugar en el que había estado colocado durante años por la diferencia de color que había dejado sobre la piedra. Al regresar por el pasillo, me encontré con una señora de la limpieza y le pregunté si esa habitación del fondo era la número seis, y me confirmó que sí, pero que era la que ocupaba el director del hotel y por esa razón no se alquilaba a huéspedes. Debe ser la más grande −le comenté. No lo sabemos −respondió la empleada−, ninguna de nosotras ha entrado nunca en la habitación del director. Él dice que nosotras estamos al servicio de los clientes y no para atenderle a él. ¿Cuántas empleadas trabajáis en este hotel? −quise averiguar. Tan sólo Eva y yo −respondió. ¿Y usted cómo se llama? −le continué interrogando. María. María Auxiliadora, aunque todo el mundo me llama María −me aclaró.
Con toda esa información, me fui forjando una vaga idea del misterio que guardaba ese hotel. Aunque, de esa idea primaria hasta lo que luego resultó ser, había todavía un gran trecho. Pero bueno, les seguiré narrando el resto de la historia…
Cuando regresé a mi habitación mi esposa todavía dormía de manera placentera y despreocupada, ajena a lo que yo indagaba.
Me fijé en la primera caja. Digo la primera porque estaba justo enfrente de la entrada a la habitación, sobre una mesa baja lacada en blanco. En la mesa, acompañando a la caja, había tan sólo una lámpara de color blanco inmaculado, y unos angelitos de bronce con una pátina de color negro en diferentes posturas. La caja estaba cerrada. La revisé minuciosamente. La agité para recabar información sonora sobre su contenido. Me pareció que en su interior había algo pesado y que chocaba contra las paredes de la caja. Podría ser una piedra. Tras otra breve inspección, comprobé como en uno de los laterales de la caja había una ranura. Apreté con suavidad y el lateral se deslizó y, al hacerlo, la tapa se abrió. El mecanismo me recordó al de las típicas cajas húngaras, aunque no era exactamente igual.
Ante mí apareció una piedra volcánica de color negro en forma de pirámide imperfecta. Al revisarla minuciosamente pude comprobar como, en el centro de su base, había una especie de botón revestido con arenilla de la misma lava. Al presionarlo, se precipitó sobre mí una nota manuscrita con una apariencia bastante antigua. Evidentemente me encontraba ante el primer acertijo.
Aquel papel decía: cinco viajes, cinco hijos, cinco vidas, cinco muertes por la joya de la corona. Tras leerlo sentí frío. Los ventanales del salón que daban al mar se abrieron de golpe. Un cuadro enorme que había colgado encima del sofá, que representaba una antiguo velero, se precipitó sobre la mesita en la que había varios libros de fotografía y una caja de cerámica que, por la violencia del impacto, se rajó por la mitad. Curiosamente, la puerta de la habitación se abrió, y, en un instante, el salón de aquella enigmática suite quedó congelado. De inmediato, cerré la puerta y los ventanales, y coloqué el cuadro en su sitio. Después, me dirigí hacia el dormitorio para comprobar la eficacia de los tapones que usa mi esposa para dormir, y pude comprobar como estos están fabricados a prueba de bombas.
Al regresar al salón fui directamente hasta la caja de cerámica. Daba la impresión de que llevaba toda una eternidad sin abrirse. La rotura había sido limpia y la caja se había partido literalmente en dos partes perfectamente simétricas. Miré en su interior y en uno de los huecos descubrí una pequeña llave. Allí no había nada más.
Sentado como estaba en el sofá, me quede reflexionando sobre lo acontecido. Mi reloj marcaba las ocho y media de la mañana. Mi esposa seguía dormida. Yo tenía una nota manuscrita en castellano antiguo y una pequeña llave que, con toda probabilidad, me llevaría a descubrir mi tercera pista. Dicho y hecho. Sobre un aparador que había a mi izquierda, localicé otra de las cajas. Fui hasta allí, metí la llave en la cerradura y aquel pequeño cofre se abrió.
Como comprenderán a estas alturas de la lectura, yo me encontraba disfrutando de una especie de éxtasis teresiano. Mi corazón latía acelerado, y mi boca había adquirido cierta pastosidad. Pretendía darme prisa para avanzar en mis pesquisas antes de que mi esposa se despertara. Sentía ansiedad por llegar, cuanto antes, al final de aquel extraño e inesperado juego en el que, gustosamente, me sentía involucrado. Sólo de ese modo sería capaz de disfrutar plenamente de las vacaciones junto a mi esposa.
Dentro de aquel cofre tan sólo habían cinco puros habanos con una vitola en la que se podía leer: «Habaneros Genuinos». De nuevo el número cinco se repetía como un mantra.
En ese momento mi esposa salió del cuarto, con los pelos como si se hubiese peleado con un gato, y con muchas ganas de bajar a desayunar. Dicho y hecho.
Aquella mañana la dedicamos a conocer esa pequeña población costera. El clima no acompañaba demasiado como para plantearnos excursiones de más envergadura. Yo llevaba en el bolsillo de mi chubasquero una pequeña petaca. Sabía que, como en otras ocasiones, me sería de gran utilidad.
Al llegar a la iglesia del convento de las Hermanas Hortensianas, y mientras mi esposa se deleitaba en la contemplación, fotografiado y catalogación de todas las imágenes religiosas allí expuestas, sin que nadie se percatara, sumergí la botellita en la pila del agua bendita y la llené en un santiamén.
Después de comer en un restaurante de comida típica y bebernos una botella de vino del país, regresamos al hotel para dormir la siesta, aunque mis auténticas intenciones eran bien distintas. Nadie se había dado cuenta, ni tan siquiera mi esposa, de que en uno de los bolsillos del chaquetón llevaba uno de los saleros del restaurante. Sepan ustedes que la sal, para estos menesteres, siempre es de gran ayuda.
A los cinco minutos de estar en la cama mi esposa dormía como un lirón. Aproveché entonces para levantarme, agarrar el agua bendita, el salero que tomé prestado del restaurante, y un pequeño crucifijo, que siempre me acompaña en todos los viajes dentro de mi neceser junto al cepillo de dientes eléctrico, y salí al pasillo en dirección a la habitación del director.
Estaba plenamente convencido de que la prueba satánica iba a dar positivo. Mi intuición no me suele fallar, otras cosas sí, pero la intuición, aunque suene un tanto presuntuoso, casi nunca.
Al llegar a la habitación, arrojé unas gotas de agua bendita sobre la puerta y cada gota de agua sobre la madera se transformó, al instante, en una especie de ácido corrosivo. La puerta humeaba y resplandecía por las ranuras. Como en otras ocasiones en las que me había visto en una de estas, saqué mi crucifijo y recé todo lo que sabía más lo que me inventaba, y, entre oración y oración, soltaba el imprescindible «Vade retro, Satanás».
Pero aquel director guardián del infierno no salió de su escondrijo. Estoy plenamente convencido de que si hubiera estado ahí habría salido, pero luego supe que había ido al aeropuerto a recoger a unos huéspedes británicos.
Tras los resultados irrefutables que evidenciaban la presencia del maligno, no me quedaron muchas ganas de dormir la siesta, así que bajé a la calle a tomar aire fresco, que buena falta me hacía.
El hotel estaba justo enfrente de un precioso paseo marítimo. Un señor mayor, con unas gafas de culo de vaso, parecía mirarme con asombro. Y digo parecía porque no lo podía asegurar por el descomunal grosor de aquellos cristales opacos.
—Buenas tardes, señor: ¿Es usted de aquí? −le pregunté.
—Así es, caballero, de toda la vida −respondió.
—Y, por casualidad: ¿no sabrá usted algo sobre la historia de esta casa?
—Algo sé, sí señor. ¿Qué quiere que le cuente? −me planteó.
—No sé, por ejemplo… ¿Sabe usted si está embrujada o tuvo fama de estarlo en algún momento?
—En esa casa vivía una familia que hizo mucho dinero en Cuba cultivando tabaco. Tuvieron cinco hijos, todos varones. En un momento dado, decidieron marcharse definitivamente a vivir a Cuba. Pero el barco que trasladaba a su esposa y a sus cinco hijos en dirección al puerto de La Habana, donde el marido les aguardaba, fue atacado por unos piratas y posteriormente hundido. Se habla de que él, al enterarse de la fatídica noticia, enloqueció. Cuentan que, en su desesperación, fue a visitar a la principal santera de la regla de Ochá. Cosas de brujería y todo eso, ya sabe usted. Incluso hay quien dice que él mismo se ofreció en sacrificio para salvar el alma de su familia. Otra versión cuenta que, a los pocos años del accidente, vendió todo en Cuba y regresó a esta casa. Aquí vivió hasta su muerte, convertido en una especie de anacoreta sin apenas tener contacto con nadie del pueblo. Pasado un tiempo, la casa fue heredada por una sobrina que vivía en el extranjero, y esta, después de tener la casa medio abandonada durante décadas, la vendió a otras personas que la restauraron y la convirtieron en un hotel. Yo siempre la he conocido como hotel. No se vaya usted a pensar que esto pasó hace poco… todo esto que le cuento es de la época de María Castaña. Aunque, para serle sincero, a pesar del tiempo transcurrido, yo no me alojaría en ese hotel ni por todo el dinero del mundo. Como en todas las leyendas, uno nunca sabe qué tanto hay de cierto, y qué otro tanto hay de cuento, pero por si las moscas… usted ya me entiende.
Tras despedirme de ese buen señor, y ya conociendo de primera mano el motivo por el cual aquel misterioso hotel se llamara La Cubana, corrí de nuevo hasta nuestra habitación. Mi esposa seguía descansando bajo los efectos narcotizantes del vino peleón. Ella, cuando está de vacaciones, es mucho de descansar.
Localicé la cuarta caja en una mesita debajo uno de los grandes ventanales de la suite. La caja era más grande y pesada que todas las anteriores. Aparentemente se encontraba también cerrada, pero no fue así. La tapa estaba abierta, sin ningún tipo de cerradura. En su interior había un viejo ejemplar de un periódico que perfectamente podría ser cubano. El diario estaba parcialmente quemado. Pero en la portada aún se alcanzaba a leer un titular: Arde hacienda tabaquera y desaparece su propietario.
Aquello no sé si aportaba más luz, o más sombras, sobre mis expeditivas investigaciones. De cualquier manera, siempre que me enfrento a algún suceso paranormal nunca tengo del todo claro si mis investigaciones avanzan en la buena dirección, o en la contraria, hasta que doy con la clave del misterio. Mi intuición me decía que el desenlace estaba cada vez más cerca, pero necesitaba tiempo. Desembarazarme de mi esposa durante al menos unas horas era primordial para avanzar definitivamente con aquel enigma, acabar con aquel guardián del diablo, y disfrutar de, al menos, un par de días de vacaciones con un mínimo de tranquilidad y sosiego.
Así que, para la tarde siguiente, reservé para mi esposa, en el Spa del hotel de al lado, una sesión de tratamiento corporal, facial y manicura. Siempre he sido muy atento con mi esposa, y más aún cuando me enfrento al mismísimo maligno y no quiero que mi esposa se dé cuenta del asunto. Ella no está para estas cosas, el maligno nunca ha sido de su agrado. Lo suyo son los santos.
Al levantarse de su generosa siesta, le comenté la posibilidad de ir a oír misa a la Iglesia del Convento de las Hermanas Hortensianas que habíamos visitado ayer. Me miró un tanto extrañada por lo inesperado de mi propuesta, pero, siendo ella tan amante de las iglesias, no puso el menor reparo en aceptar.
La misa en cuestión era una misa de difuntos. La familia, al parecer, no era muy numerosa ya que allí no habría congregadas más de veinte personas. Mi esposa y yo nos sumamos a la celebración como si conociéramos al finado de toda la vida, ante las miradas de asombro de los allí presentes. El difunto, que al parecer bebía de todo menos agua, se había estrellado con su moto contra una farola, comprobando ipso facto la razón por la cual la Dirección General de Tráfico obliga a todos los motoristas a usar el casco en todos sus desplazamientos, y la dureza del acero galvanizado. Aunque en su caso, estos dos importantes descubrimientos ya le llegaron demasiado tarde.
Al finalizar, y sin más preámbulo, me dirigí hacia el sacerdote, un chico joven, recién llegado a la Parroquia de Garapinto, y cuya experiencia con el demonio se vislumbraba inexistente. Como así fue.
—Pascual Trujillo, para servirles a Dios y a usted −le dije, cortés, mientras le tendía mi mano.
—Padre Facundo Martínez, Cura de la Parroquia de Garapinto, para lo que usted necesite.
—Pues mire usted, Padre, no pretendo asustarlo, pero mañana por la tarde lo voy a necesitar. Es algo urgente. Muy urgente. Espero que usted tenga bemoles −le dije mirándole fijamente a los ojos, sin soltar su temblorosa y debilucha mano.
—¿De qué se trata? -exclamó con cara de pasmado.
—Del hijo del maligno, Padre. Lo tengo bien localizado. No es la primera vez que me enfrento a uno de sus pupilos, por eso no tenga usted problema. ¿Tiene alguna reliquia en su parroquia? −le interrogué.
-Las Hermanas Hortensianas, al parecer, guardan una cruz que tiene una espina de la corona que le pusieron a Jesucristo en la cruz. ¿Puede valer? −me preguntó aterrado.
—Espero que sea auténtica… ¿Se ha enfrentado usted alguna vez a un Ángel Caído? −le pregunté a bocajarro.
—Señor Trujillo, como quien dice, yo acabo de salir del seminario. Las lecciones sobre el exorcismo me las perdí porque estuve un mes bien fastidiado con un cólico nefrítico y justo después me tuve que operar de hemorroides. Así que no sé si le voy a servir de mucha ayuda…
—Padre Facundo, recuerde que usted es un ministro de Dios, un soldado de la fe, así que no se me achique. Usted ponga la fe y yo pondré el oficio. Entre usted y yo… a este demonio lo vamos a mandar de regreso al infierno, sin que se entere ni Cristo, ni mi esposa. Con perdón.
—¿Entonces no le comunico nada al obispo?
—No diga ni mu. A la mínima nos caen encima todos los de la prensa. Mucha discreción, Padre Facundo. ¿Entendido?
—Entendido.
—Le espero mañana a las cinco de la tarde en la puerta del hotel La Cubana. Y no se olvide de traer la cruz de las monjas, por el amor de Dios.
—Allí estaré −dijo el curilla, con más miedo que hambre.
Tras la conversación, rescaté a mi esposa de su obsesión por la imaginería. Le estaba tomando unos primeros planos con el zoom a las manos de un San Lorenzo, justo la que sujetaba a la famosa parrilla. El detalle gore de las imágenes del martirio le traen de cabeza. Cada uno tiene sus gustos, de eso no hay duda. La imaginería, y la restauración de obras de arte antiguas, le fascinan. Y el vino… así que, tras dar un paseo por el malecón, oyendo graznar a unas gaviotas enloquecidas, la llevé a cenar al mismo restaurante en el que habíamos comido. Una buena ensalada de primero, y un buen lomo de merluza a la romana con patatas fritas al estilo de la abuela de segundo, supusieron la parte sólida de una cena en la tuvieron especial protagonismo una botella de blanco y otra de tinto.
Y así, bajo los majestuosos efluvios de aquellos sorprendentes caldos locales, pasamos una plácida noche que en nada presagiaba la envergadura de los acontecimientos que estaban a punto de acontecer y que intentaré narrarles, a continuación, con la mayor diligencia y pulcritud.
Como comprenderán, poco voy a destacar de lo que aconteció aquella mañana de transición, salvo en lo referente a la apertura de la quinta y definitiva caja.
Mi mujer dormía desnuda −a estas alturas del cuento ya se habrán dado cuenta de que ella es de mucho dormir−, con una pierna afuera de la cama y el brazo derecho colgando, como si hubiera caído del techo boca abajo. El vino es lo que tiene. Tengo que reconocer que, de no haber sido por la premura en acabar con ese hijo del demonio, hubiera aprovechado la situación para cumplir con el santo oficio del matrimonio, pero… paciencia −me dije−, cada cosa a su tiempo.
La quinta y definitiva caja estaba situada sobre el tocador del dormitorio. Sigilosamente, la saqué al salón, y me enfrenté a ella con la ansiedad de conocer qué nueva pista me depararía en su interior. En realidad, no tenía ni idea de que aquellas cajas, y sus contenidos, fueran realmente pistas, ni que tuvieran nada que ver unas con otras. Pensé que tal vez por el paso del tiempo, y de los muchos huéspedes que habrían ocupado aquella habitación, esos objetos bien podrían ser elementos aislados sin conexión aparente con el acertijo que me ocupaba. Pero: ¿Y si en realidad lo eran? ¿Qué me hacía ahora dudar y pensar lo contrario?
La caja era de caoba y no pesaba demasiado. Presentaba una cerradura pequeña y oxidada, como de juguete, pero a pesar de ello, y lo hábil que soy con las horquillas del moño de mi esposa, no conseguía abrirla. Así que, dejando de lado mis habilidades y mi consabida pericia, pegué, a las bravas, un fuerte y seco tirón de la tapa y la caja se abrió de par y par. Por la inercia, caí repantigado sobre el sofá, las ventanas se abrieron de golpe, y aquel cuadro, representando un velero en plena tempestad, me volvió a caer sobre la cabeza, al mismo tiempo que se abría misteriosamente la puerta de la habitación.
Tras recomponer el escenario, me centré en el contenido de aquella última y definitiva caja. Por lo violento de la apertura, su contenido había salido disparado hacía el suelo yendo a parar justo debajo del armario de la vajilla. Al agacharme, y meter la mano bajo aquel centenario mueble, para recoger lo que parecía un pequeño saquito de tela de color crema, la parte superior de mi mano rozó algo frío y metálico que parecía estar enganchado a la parte baja de aquel armario. Así que, tras hacerme con el saquito, palpe ese objeto frío que me pareció una especie de bastón. Tiré de él y, sin mucho esfuerzo, desprendí una especie de espada muy fina y alargada, adornada en su empuñadura con una pequeña cruz y otros símbolos vaticanos.
Sentir aquella misteriosa espada en mi mano me aportó una increíble sensación de seguridad. Pese a su longitud y su aspecto apenas si pesaba. No sé cómo explicar el sentimiento que me embargaba al empuñarla. Sentía que aquel artefacto tenía vida propia y que mi mano, y yo mismo, fuéramos sus herramientas y no al revés. Dejé la espada sobre el sofá y tomé el pequeño saquito, que, a la postre, había servido como vehículo para localizar aquella insólita y majestuosa arma. En su interior tan sólo había ceniza. Una ceniza negra y triste. Una ceniza que bien podría formar parte del fatídico desenlace de aquella malograda familia.
Dejando en un segundo plano a las cenizas, me quedé prendado observando aquella espada y la indescriptible elegancia de los adornos que remataban su empuñadura. Tanto es así que mi esposa me pilló con las manos en la masa.
—¿De dónde has sacado eso? −preguntó mi mujer con cara de asombro.
—Pues, no te lo vas a creer, pero estaba enganchada debajo de ese armario. Se me abrió entre las manos esta cajita, de ella salió despedido este saquito de tela que contiene únicamente cenizas, de tal manera que terminó cayendo bajo el armario y al meter la mano para sacarlo me encontré con este inesperado hallazgo −le expliqué a mi esposa.
—¿Sabes qué es? −me preguntó con firmeza.
—Una espada −le dije.
—No señor, es mucho más que una simple espada −me explicó haciendo alarde de sus amplios conocimientos en arte antiguo−, es un estoque divino. No sé si será original, que seguro que no lo es, o será una replica fidedigna del que el Papa Pío V entregó al Rey Juan de Austria antes de la Batalla de Lepanto. Se habla de que se encontró la hoja en un convento, pero sin la empuñadura original, y que la reconstruyeron en base a las imágenes de algunos cuadros que representaban al rey con ella en la mano o en el cinto.
—Pues, tanto como si es auténtica como si no lo es, ¿sabes qué?: ¡te la regalo! Sé que te apasionan estas cosas mucho más que a mí −le comenté.
Entre tanto mi esposa me miraba muy extrañada. Cuando no está dormida siempre hace gala de un sexto sentido que me dificulta mucho ocultar lo que pasa por mi cabeza, de tal forma que vi necesario dar un giro copernicano a la situación, y proponer que fuéramos a pegarnos un chapuzón a la piscina, aprovechando que el sol, aquella mañana de autos, había salido con todo su esplendor.
Ya por la tarde, y tras acompañar a mi esposa al Spa, decidí esperar al cura en la puerta del hotel. A través de María, me había cerciorado de que el director se encontraba en su cuarto. Los huéspedes británicos se encontraban jugando al golf. En la parte de arriba del hotel no había nadie más.
El cura llegó en una Vespa. La sotana quedaba genial con el casco de motorista.
—¿Ha traído la reliquia? −le pregunté al religioso mientras se bajaba de la moto.
—Ha sido imposible. La madre superiora la tiene a buen recaudo, y me hubiera visto obligado a dar demasiadas explicaciones.
—Ha hecho usted muy bien −le dije para quitar hierro al asunto. Nos apañaremos con el agua bendita y la sal. ¿Al menos se habrá traído usted su crucifijo? −le pregunté.
—Lo llevo. He traído el que tengo sobre el cabezal de mi cama, que es muy hermoso −me explicó.
Pues manos a la obra, Padre. Ha llegado la hora de mandar a ese demonio de regreso a los infiernos.
Al entrar en el hotel, le pedí a María que cerrara la puerta y no le abriera a nadie.
—María, esto es un asunto muy serio. No deje entrar a nadie al hotel, bajo ningún concepto, hasta nueva orden. No se lo había dicho antes, pero soy un agente secreto de la Seguridad del Estado, y al cura párroco ya lo conoce usted, ¿no es así, María? −le expuse, sin dejar tiempo para que reaccionara la limpiadora.
—Hágale caso, María -dijo el cura, con cara de circunstancia.
—No se preocupen. Por aquí no pasará nadie -dijo la limpiadora, cerrando, a cal y canto, la puerta. ¿Cuánto tiempo tardarán más o menos? Los ingleses regresarán sobre las seis y media −puntualizó María.
—¡Lo que Dios quiera, María! ¡Dios proveerá! −respondió el curilla con un tono voz que no le salía del cuerpo.
Recuerdo que al subir las escaleras en dirección a la habitación número seis las piernas me pesaban toneladas. El Padre Facundo subía tras de mí, con la intención de otorgarme toda la iniciativa de aquella especie de exorcismo, mientras María se quedaba abajo en el pequeño cuarto de la plancha.
Al llegar a la puerta, le pedí al cura que empuñara su crucifijo con las dos manos, en dirección a la puerta, y comenzara a rezar, sin parar, el rosario completo.
Como ya había hecho con anterioridad, rocié la puerta con el agua bendita de la petaca y, con el salero, le arrojé varios puñados de sal, lo que produjo el mismo efecto corrosivo sobre la puerta que la vez anterior. La puerta humeaba y, a través de sus rendijas, proyectaba una luz cegadora.
—No sé achique ahora, Padre Facundo. Rece con más ímpetú, por el amor de Dios, que esto está empezando y tiene muy buena pinta.
—Diga conmigo, Padre: ¡Vade retro, Satanás! ¡Vade retro, Satanás! Ha llegado tu hora, hijo del demonio.
El cura sudaba. El crucifijo se movía en sus manos, de arriba abajo, evidenciando que, de un momento a otro, aquella puerta que conducía al escondrijo del maligno se abriría.
De hecho, en ese preciso instante, la puerta se abrió, saltando en pedazos una de sus hojas, y apareció ante nosotros un ser envuelto en llamas, como cuando un hombre se quema a lo bonzo en la puerta de un juzgado.
—¡Rece más fuerte, Padre! ¡O él, o nosotros! −arengué al cura al mismo tiempo que arrojaba sal sobre aquel cuerpo en llamas.
Aquel monstruo infernal soltó su brazo de fuego en dirección al cura, y, al instante, él y su crucifijo saltaron por los aires. Yo reaccioné arrojando toda el agua bendita sobre aquella incandescencia sobrehumana y de aquel mal engendro surgió un grito tan estremecedor que casi provocó que me estallaran los tímpanos.
—¡Vade retro, hijo de puta! ¡Vade retro! Le gritaba empuñando mi pequeño crucifijo con una mano, mientras observaba con perplejidad como aquella bola de fuego retrocedía inexplicablemente hacia el interior de su guarida.
Yo, sin saber qué hacer ante el retroceso del maligno, decidí avanzar, sin demasiada convicción, hacia la puerta. No había dado aún ni dos pasos cuando observé como aquel demonio emprendía una veloz carrera hacia mí, al mismo tiempo que alguien me apartaba del brazo y me hacía caer hacia un lado.
Mientras caía al suelo, aunque todo lo que les cuento sucedió en décimas de segundo, pude observar con perplejidad como María, con el casco del cura cubriendo su cabeza, y armada con el estoque divino que había encontrado en mi habitación, arremetía con bravura contra aquella masa deforme de fuego, y de una sola y certera estocada, digna de cortar dos orejas y rabo, la hundió, hasta su empuñadura, dentro de aquel ser inhumano incandescente.
Lo que sucedió después fue algo tan sobrenatural que este modesto aprendiz de escritor no tiene palabras con las que describirlo con la debida solvencia.
María Auxiliadora resultó ser un ángel que custodiaba, desde tiempo inmemorial, a ese demonio. El cura se recuperó de sus heridas y alegó al obispado que se había caído de la Vespa. A mi esposa le conté que, mientras ella disfrutaba de su sesión de belleza, la habitación del director del hotel se había incendiado, y que su ocupante, al que habían intentado localizar por todos los medios, se hallaba en paradero desconocido.
Tras lo acontecido, a mi esposa no le quedaron muchas ganas de continuar en aquel hotel. Me pidió, por favor, que nos cambiáramos al hotelito del Spa. No entendió muy bien cómo se podía haber perdido aquel estoque, que, según ella, era un burda imitación del original. Lo bueno de todo este asunto es que nadie, hasta este momento, nos ha reclamado la factura del Hotel La Cubana.
He pensado que, con lo que nos hemos ahorrado, el fin de semana que viene nos iremos a un hotel que han habilitado en un castillo del siglo XIV. A mi esposa y a mí nos vuelven locos los viajes. Creo que por eso nos llevamos tan bien.

 José Fernández Belmonte

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5 comentarios:

  1. Te veo aventurero, rumbo a un viejo castillo del siglo XIV a ver qué demonios enfrentas.
    Me encanta que un relato de miedo sea tratado con humor. Es casi el único modo de que yo sea capaz de leerlo. Qué quieres, soy así de pusilánime.
    Y ya, sabiendo tus aficiones cuasi exorcizantes, quedas emplazado a visitar mi lugar de trabajo, el Hospital de las Cinco Llagas en Sevilla, donde tenemos un fantasma reconocido (sor Úrsula, que lleva vagando por sus pasillos desde el siglo XVIII) y muchos fantasmones por conocer.
    Un abrazo.

  2. Me encanta ese sentido del humor tan llano que se hace cómplice de la sonrisa del lector con una naturalidad y una frescura envidiables.

    La historia tiene todos los ingredientes para engancharte y hacerte pasar un rato más que agradable.
    Me ha gustado muchísimo señor Fernández Belmonte.

    Un abrazo.

  3. Las vacaciones no solo son para descansar y relajarnos, sino también para sacarnos de la rutina; y, desde luego, eso lo has conseguido. Yo me lo he pasado en grande leyéndote: unas veces, con intriga; otras, con humor. Pero en todas me has atrapado en tu historia. ¿Dónde será tu próximo destino? Lo digo para ir preparando las maletas…

  4. Tengo el honor de leer a José desde hace mucho tiempo y la verdad todos sus escritos son sencillamente obras asi el me diga que no pero este hasta ahora es el campeón de todos los que ha escrito, si alguna vez necesitan estimular la imaginación lean todo lo que este talentoso caballero escriba y publique aquí. se los recomiendo.

  5. Menudo relato, súper interesante a la vez que divertido. Las expresiones del número 5 son cojonudas al igual que las de vade retro Satanas, joder que entretenido. Muy, muy bueno Pepe. Felicidades, te superas…….

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