El silencio de los marginados. Por Antonio Marchal-Sabater

El barrio era uno de aquellos tantos que proliferaba por la geografía española desde mediados de los años cincuenta y que tomaron apogeo en la década de los sesenta y los setenta. Todos aquellos barrios tenían nombres de santos o beatos, pero en todos sitios gozaban de los mismos sobrenombres: las casas baratas, las mil viviendas, las dos mil, las seis mil o las que fueran, el sobrenombre venía impuesto por el número de viviendas construidas. La intención de los poderes públicos fue sana, alojar a los más necesitados de la sociedad, pero llegaron los ochenta y con ellos el momento álgido del aperturismo; el consumo de drogas y los inexorables atracos a gasolineras, farmacias y estancos. Del porro se pasó a las dosis intravenosas y las jeringuillas empezaron a intercambiarse mientras por ellas corrían las enfermedades de transmisión directa que sólo unos años más tarde asolarían el país. A mediados de los ochenta España tenía los índices más altos de delincuencia, drogadicción, fallecidos por sobredosis, contagiados de VIH, de abandono escolar y de parados. Los barrios marginados acuciaron la situación más que otros y se convirtieron en auténticos guetos en los que raras veces entraba la Policía. Giovanni Amador había nacido en uno de ellos, en una de tantas ciudades españolas cuyo nombre tampoco viene a cuento. Iba a un colegio nacional cercano a su casa y era uno de los niños más aplicados. Todos sus profesores comentaban con entusiasmo su evolución y la facilidad con la que captaba todo cuanto se le enseñaba. Estaban tan fascinados con él que hasta llegaron a proponerlo para un programa educativo especial. Pero ni Rosario, su madre, a la que todos apodaban la Viuda porque lo era desde los diecisiete años y cobraba una paga por ello, a pesar de haber tenido muchos novios e hijos después; ni Sebastián Amador, su pareja actual y padre biológico de Giovanni, estuvieron de acuerdo con que el niño rompiera la tradición familiar. No en vano, Amador ya llevaba dos años en la cárcel y era la tercera vez que entraba desde que se había amancebado con Rosario. El resto de hijos de ésta ya habían sido detenidos más de una vez. Giovanni era un verso suelto en aquel barrio; no llevaba una navaja en el bolsillo ni una bolsa de pegamento en la cartera ni se juntaba con pandilleros para hacer incursiones en los barrios cercanos, requisando por las bravas a otros chicos de su edad relojes, bicicletas y cazadoras. Don Fulgencio, el párroco, un jesuita próximo a los cincuenta y con una intuición psicológica forjada a base de muchos años en las misiones, conocía bien su parroquia y no fue ajeno a la situación de Giovanni, por lo que un día le abrió las puertas a su nutrida biblioteca y el chico empezó a pasar horas enteras en la iglesia leyendo libros de aventuras, de viajes y de historia que le transportaban a otros lugares y a otros mundos. Como a todos los chicos de su edad, a Giovanni también le gustaba el futbol y cada vez que podía se echaba algún partidillo en una explanada que había detrás de su bloque, junto a las chatarras de motos y coches que sus primos y vecinos, no se sabía bien dónde estaba la diferencia entre unos y otros, depositaban allí después de sus razias nocturnas por los barrios de la ciudad. Algunas veces aparecía por allí la Policía y todos los niños y los que no lo eran salían corriendo por si acaso. Era un instinto atávico grabado en sus circuitos neuronales generación tras generación.

Una fría tarde de finales de otoño Giovanni no volvió a su casa. Rosario lo echó en falta al llegar la noche, cuando el Jano, un gitano de otro clan que la frecuentaba mientras Sebastián estaba en la cárcel, se marchó de casa. Preguntó a sus hijos mayores si lo habían visto al volver del colegio, pero ninguno le dio una respuesta convincente. Bajó a la calle y preguntó al primer grupo de jóvenes que encontró arremolinados, en torno a una hoguera, pero ninguno lo había visto, aunque hubo uno que se aventuró a decir que sí, pero estaba achispado y desorientado y Rosario no le hizo caso. Fue a la iglesia, a aquellas horas ya estaba cerrada y no se veía luz en su interior. Llamó a una pequeña puerta lateral y al poco una luz mortecina se filtró bajo la puerta. Después oyó unos pasos lentos, alguien se aproximaba a la puerta desde dentro.

–¿Qué quieres, Rosario? –preguntó don Créspulo, otro sacerdote más mayor que compartía la residencia con don Fulgencio desde una ventanita que parecía una hornacina junto a la puerta.

–¿Ha visto a mi Giovanni?

El sacerdote negó con la cabeza al tiempo que le explicaba que don Fulgencio no estaba porque había ido a visitar a su madre y estaría fuera unos días. Rosario, desolada, volvió sobre sus pasos hasta el portal del bloque en el que vivían y llamó a varios timbres. Unos instantes después un batiburrillo de voces, unas de niños otras de mujeres y alguna de hombre, todas con el mismo acento, contestaron casi al unísono.

–¿Está mi Giovanni por ahí? –preguntó entre sollozos. Los noes se fueron sucediendo y Rosario comenzó a gritar angustiada, preguntando a la noche dónde estaba su hijo. Unos minutos después, el portal de paredes sucias y desconchadas, puertas sin cristales y techos sin lámparas, se fue llenando de vecinos que murmuraban sus conclusiones entre ellos. Algunas mujeres empezaron a llorar contagiadas por Rosario, mientras los hombres se miraban taciturnos. Otros vecinos acudieron preguntando qué ocurría. Desde la oscuridad algunas voces contestaban: el Giovanni sa perdío. Ante tal afirmación la mayoría de los presentes enmudecía, bajaban la mirada al suelo y se hacían cruces. Pencho, un anciano del lugar que vivía en el bajo, se acercó a Rosario, la rodeó con sus brazos por los hombros y la condujo hasta el interior de su casa, mientras Isabel, la mujer de Pencho, entre sollozos le reprochaba a Rosario su relación con el Jano. Se rumoreaba por el barrio que Sebastian se había enterado desde la cárcel de los escarceos de Rosario y se temía que para conseguir una reducción de la pena había denunciado al Jesulín, un violento narcotraficante del barrio que había sido detenido la tarde anterior. Desde ese momento todos esperaban una venganza de los de su clan. Rosario, sentada en un desgarrado sillón de eskay rojo cubierto por una manta retalera, se deshacía en lágrimas y juramentos. Por la ventana sin persianas ni cortinas se asomaban algunos vecinos, a lo lejos se escuchó el ulular de una sirena y al poco los destellos azules de las luces de un coche de policía reverberaban en las fachadas de paredes desconchadas.

–¡Calla, mujer! –ordenó Pencho a Isabel–. ¡Se lo habrá llevao el Raimundo!

Raimundo era el patriarca de la familia de Sebastián y se sabía que no llevaba bien que, mientras su hijo estaba en la cárcel, la Rosario anduviera por ahí tonteando con el Jano. En esos momentos entró Richar, el hijo mayor de Rosario.

–¡Ha venío la Policía! –exclamó excitado.

–¿Qué le decimos? –preguntó muy excitado.

– ¡Na…! –ordenó Pencho sin dar posibilidad a ninguna réplica.

El silencio de los marginadosDos policías vestidos de marrón entraron por la puerta, mientras en el exterior se multiplicaban los vecinos de otros bloques reunidos en conciliábulos.

–¿Qué ha pasado aquí? –preguntó el más viejo de los dos.

–¡No ha pasao na, señor agente! –contestó Pencho–. ¡La Rosario! ¡Que s’ha mareao en las escaleras, s’ha caío al suelo y s’ha liao el follón, pero no ha pasao na, señor agente!

–¿Qué te ha pasado, Rosario? –preguntó el policía, que ya conocía a casi todos los gitanos del barrio y sus cuitas.

– ¡Na…! ¡Que m’he mareao…! –contestó compungida, mientras se incorporaba en el sillón.

–¿Esto no tendrá nada que ver con el Jano y con el Sebastián, verdad? –preguntó el policía, que dudaba de la explicación de Pencho.

–¡Qué va! Lo que yo l’he dicho, señor agente –interrumpió Pecho–. ¡Un mareo…! ¡Ya sabe usted!… ¡Las mujeres!

–¿No estarás embarazada otra vez? –preguntó el otro policía a Rosario. Pencho vio en la pregunta una vía de escape y contestó por ella, mientras Rosario bajaba la mirada al suelo.

– ¡Posss…!

La respuesta no era afirmativa ni concluyente, pero el tono de voz y el movimiento de cabeza de Pencho dejaban claro que aquel era el problema.

–¡Puf…! –exhaló el primer policía, previendo la cantidad de problemas y de disturbios que se le venían encima en aquel puñetero barrio del demonio–. ¡Sebastián se va a poner bonico cuando se entere! –concluyó después, mientras buscaba circunspecto la mirada de su compañero.

Unos minutos después, ya en la calle, junto al coche de patrulla, el policía explicaba por radioteléfono a su central el motivo del disturbio.

–La viuda…, una de las putillas del barrio, está embarazada y por lo visto le ha dado un mareo y se ha caído en la escalera, pero está bien. Lo malo es que su marido está a punto de salir de la cárcel y cuando se entere la va a liar. Habría que dejar vigilancia en el barrio por lo que pudiera pasar.

Jonathan, el segundo hijo de Rosario, lo oyó, pero se mordió los labios porque una vez, en una situación similar, le reprochó a otro policía un improperio similar contra su madre y el policía le dio un jetazo y le arrancó dos muelas; y cuando fue a quejarse al segundo policía le dijo que le estaba bien empleado por cabrón. Juan de Dios, otro de los vecinos del barrio, entró en la casa después de que saliera la Policía. Traía el gesto descompuesto y tenía la tez pálida.

– ¡El Curro no está! ¡Ha desaparecío! –dijo por todo saludo. Pencho, mirándolo directamente a los ojos, se llevó el dedo índice de la mano derecha a la boca y después desvío la mirada fugazmente hacia Rosario. El Curro era el lugarteniente de Jesulín y el hecho de que hubiera desaparecido la misma tarde que Giovanni no hacía más que sentenciar las peores sospechas.

Treinta años después, cuando ya nadie lo recordaba, Giovanni volvió al barrio convertido en sacerdote. Su intención era sustituir al viejo párroco que una tarde de diciembre de 1983 se lo llevó lejos de allí y lo internó en un seminario donde pudo leer todo lo que quiso y estudiar y dedicar su vida, después, a ayudar a otros en Somalia, Kenia y Etiopía. A su vuelta su padre ya había muerto de sobredosis, su madre de VIH, su hermano Richar estaba en la cárcel y Jonathan había muerto en un enfrentamiento armado con la Policía. Solo quedaba en casa Yanira, la hermana que le precedía, y malvivía prostituyéndose en la misma casa donde había vivido con su madre.

Antonio Marchal-Sabater

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6 comentarios:

  1. La delgadísima línea entre la ficción o la realidad, es una sugerencia narrativa díficil de conseguir.
    En este relato se vive, se respira el margen ensombrecido de cualquier arrabal,o de una de esas historias en las que el destino clava con furia sus garras, sin opción, ni más salida que una huída sin mirar atrás ni a nadie.

    Me ha encantado. Un abrazo.

  2. Antonio, tienes un estilo personalísimo de escribir: los géneros se te quedan cortos, estrechos. Creo que para ti son como poner puertas al campo. Por esto, en tus narraciones es difícil deslindar donde acaba la noticia y donde empieza el relato, o viceversa. Y tu voz tan cercana, tan llana, tan del pueblo, en el mejor sentido de la palabra, hace que parezca que el narrador es alguien de nuestra familia y nos esté contando la historia en una reunión alrededor de la mesa. Es la voz de un hombre bueno, de corazón. De verdad.

    El final no me los esperaba, creía que iba a pasar lo que suele pasar en estos casos: el niño paga con su vida algo que han cometido sus mayores. Y tú, muy hábilmente, has dejado caer pistas para desviarnos de lo ocurrido que, sin embargo, ya habías planteado casi al principio: la buena relación del niño con el jesuita que le abre su parroquia y su biblioteca. Sí, señor, esto es saber narrar, contar. Tener la pista en nuestras narices y después marearnos para pensar en otra cosa. Si «Giovani es un verso suelto en aquel barrio» (buenísima expresión), tú también lo eres, en el mejor sentido de la palabra.

    Un pedazo de abrazo y enhorabuena.

  3. Me sumo a la lista de felicitaciones. Saludos.

  4. Impresionante relato de barrios que todos tenemos en nuestras ciudades y por los que pasamos con cautela sin darnos cuenta de cuantos «versos sueltos» están luchando por salir de allí.
    Coincido con Carmen en que cuando tocas un tema se te queda corto, que podrías escribir aún mucho más porque fluye de manera natural en ese lenguaje que llega sin distorsiones.
    Pero en lo que estoy más de acuero es en esta frase: » Es la voz de un hombre bueno, de corazón. De verdad.»
    Un fuerte abrazo caballero.

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