¡A por todas!
En blanco y negro, el alba aún sin despuntar, y con el hatillo al hombro, vestido con el raído y único traje que poseía, que con esmero zurció su esposa días antes su marcha. Así con sus mejores galas espera prudente en el andén, la barba de un par o más de días, una barba canosa y prematura, que hundida serpentea entre los surcos del rostro enjuto que identifica a quien padece, a quien sufre igual que otros miles de sus paisanos el mal vivir que genera el reparto de la pobreza, son sin duda las consecuencias de dividir las exiguas migajas de un país que la soberbia ignorancia empuja a la autarquía. El anacrónico sistema instalado junto al desastre de la fratricida y reciente guerra civil fractura cada vez más la falla hacia el abismo entre la abundante riqueza de unos pocos, y de la vergonzante miseria de muchos, el gris de la estación del Carmen contrasta con el colorido del cartel de la película americana que tiene previsto su estreno próximamente en el cine Rex, otro largometraje que identifica una década al otro lado del Atlántico, una época en color y en cinemascope le queda gravada en la retina a nuestro protagonista, la «american way of life», un mundo ideal, un mundo tan lejano para el curtido huertano que lo ubica en la ficción o alejado del planeta que él pisa con sus esparteñas.
Con un más que previsible y dilatado retraso llega humeante el tren a la estación, la multitud despierta del letargo, y una nube de seres humanos, de emigrantes que se mueven arrítmicamente blandiendo maletas de cartón y hatillos de todas las clases, el ajetreo deja en la atmosfera del andén el aroma de tortillas, y pimientos asados cocinados con amor a última hora de la madrugada para ilusa mantener perenne el calor del hogar durante la larga separación, elaborados con las castigadas manos femeninas en el humeante fogón de leña de la vivienda, que no pasa de ser una casa de aperos adaptada lo mejor posible en espera de que las cosas mejoren, en espera de un golpe de suerte, que tozudo nunca llega.
Con apremio y con la gorra calada hasta las cejas, el jefe de estación levanta la bandera y con un fuerte soplido chilla el silbato, la máquina chirriante obedece lentamente, y mientras, las escasas lágrimas que aún les quedan en las cuencas afloran apocadas asomando por las ventanas del tren correo y al tiempo devueltas desde el andén. El cansado viaje y la amarga separación dejan ver al final del túnel vital una luz de esperanza. En el norte, en Francia, en la vendimia esperan las manos laboriosas que año tras año cosechan la vid. Decentemente asalariados, guardan cuidadosos el beneficio del sacrificio de este mes, los tan sudados francos trabajados van bien guardados, e ilusionados descuentan los kilómetros que faltan para reunirse de nuevo con los suyos. Aunque más de uno en la parada de Barcelona, mientras se lía un cigarrillo de picadura, barrunta que el próximo viaje quizá sea el definitivo, sea para trabajar en la Ciudad Condal acompañado por la familia, y así iniciar una nueva vida, salir de la miseria, tener una oportunidad en la vida, y un futuro para los hijos. En Orihuela ya lo tenía claro: iba a dar una pincelada de color y prosperidad a la orgullosa mujer que le espera a pie de huerta.
Jordi Rosiñol Lorenzo