Lo que hay escrito en este papel es mi identidad. Letras y números que no me dicen nada, excepto XX. En eso no se han equivocado los análisis de ADN. Soy mujer, tal como me siento. ¿Pero dónde está la confirmación de todo lo demás?: de mis ojos verdes, de mi pelo castaño, de mi tendencia a la soledad, de mi imaginación rozando el absurdo…………
“Su perfil genético ha sido comparado con los 532 perfiles incluidos en nuestra base de datos sin hallarse, hasta el momento, ninguna coincidencia”. Si al menos hubieran sido capaces de elaborar una fotografía en la que reconocer mis lazos de sangre.
Una existencia ciega a las entrañas de las que surgió, cuyo desarraigo se apuntaba sutilmente. Nunca escuché: “es igualita que su madre, o que su padre, o que………. su abuelo”. Quizá por eso nunca se me ocurrió decir lo que otros niños: “a mi me encontraron en la calle, seguro”; ni tampoco creer lo que, en forma de insulto, me decían las compañeras de colegio cuando se enfadaban conmigo: “tú eres adoptada”. Yo intentaba que el mal nombre me perteneciera y con él me describía cuando, en el pueblo, me preguntaban de quién era hija. Eso tampoco funcionaba, y me cansaba de tener que dar otras explicaciones para que, al final, pudiesen identificarme.
La prematura muerte de mi madre, el posterior matrimonio de mi padre y el traslado a una casa ajena en la gran ciudad, rasgaron mi círculo afectivo. Su segunda esposa, prima hermana de mi madre, aportó a la recién formada unidad familiar dos hijos y una hija (con edades cercanas a la mía) de un matrimonio anterior, del cual también había enviudado.
Más perdida y sola que nunca, en plena adolescencia, el desarraigo inconsciente que arrastraba desde la niñez se mostraba camuflada por la nueva situación. Aquellos años de convivencia tan difíciles cegaron mis ojos al gran secreto, que sólo lo era para mí, aún después de haberme independizado y de haber conseguido darle un poco de solidez a mí vapuleado “Yo”.
La seguridad en mi misma todavía no estaba afianzada cuando la intervención de alguien, con buena intención y suficiente criterio para ser tomado en cuenta, sembró una duda razonable sobre mis raíces.
Mi partida de nacimiento corroboraba lo que siempre había creído: mis padres ocupaban el lugar de los biológicos y por ninguna parte aparecía la palabra “adopción”. Un solo detalle, que en otras ocasiones me pasó desapercibido, derrumbó la fiabilidad del documento. El lugar dónde había nacido sólo existía en el papel. Mi hasta entonces realidad se teñía de ficción. La verdad y la mentira perdieron sus límites y la inseguridad sobre quién era que, como una sombra, siempre me había acompañado, se hizo evidente.
Aún así, necesitaba una confirmación de que no era hija natural de quién allí se describía y una explicación de la falsificación de un documento que certificaba mi origen. Temía hablar con mi padre, si no me lo había dicho en treinta y tres años……… Aunque pensé, ingenuamente, que el amor era capaz de romper todas las barreras. Pero en vez de muestras de cariño y afirmación de mi validez, me encontré con la negación de la verdad. El miedo hizo que se olvidara de que me quería y corrió a refugiarse en los brazos de su esposa.
Sólo después de haberme dejado en la impotencia, la desolación y la incertidumbre, ambos, como dos extraños, me relataron una historia que no parecía pertenecer al ámbito de lo real: mujer soltera y sin recursos decide, sin coacción, dar el fruto de su vientre a un matrimonio incapaz de concebir. La organización de un falso parto, certificado por una comadrona recompensada y la inscripción de mi persona en el juzgado con datos también falsos fueron, según él, la única opción posible para legalizar el deseo de tener un hijo.
Otra vez sola y perdida, mi mente colonizada por ideas delirantes. Mi vida había sido una farsa. Yo no era yo, ¿quién era entonces? Un personaje inventado por quiénes se atrevieron a manipular lo que no les pertenecía y que se agarraba a la existencia intentando poner algo de cordura en su confundido cerebro y algo de consuelo en su desgarrada alma.
Cuando las emociones se calmaron, la razón juzgó necesario acudir a la persona que, valientemente, se había convertido en el humo que anunció un volcán. Recibí más información. En 1963 Amelia o Amalia de Cuenca o Albacete, sola con su hijo Pablo de cinco años que tenía zampo uno de sus pequeños pies, trabajaba para sobrevivir a duras penas en un bar, en la calle Chiva de Valencia, cuando quedó embarazada. Fue persuadida para no abortar, supongo que con aquello que más necesitaba, y entregar el bebé nada mas nacer. El 16 de Febrero de 1964 nací en el antiguo hospital de la Cruz Roja (Valencia), aunque en mi partida de nacimiento figure una dirección inexistente y un día posterior al del verdadero alumbramiento.
Tenía nombres propios, retazos de una vida difícil y un hermano que siempre deseé. La búsqueda era inevitable aunque estuviese minada de muros de incomprensión y silencio, como de hecho lo estuvo. También fue infructuosa, los datos con que contaba eran insuficientes, porque enterraron mi entonces presente queriéndolo convertir en pasado irrecuperable. Al final abandoné. Me sentía como si hubiese estado buscando el origen del hombre o el del universo, cansada de que cualquier esperanza se perdiera en un abismo.
Un viaje organizado por una asociación de yoga a Lanzarote que localice por Internet fue lo único capaz de librarme de una depresión. Compartir experiencias con personas desconocidas en una isla, menguó mi soledad y apaciguó mi desconcierto por no conocer todo lo que había sucedido en mi vida.
Regresé dispuesta a aparcar una historia sin resolver que me absorbía. No fue fácil, el tiempo jugó a mi favor. Las repetidas vueltas que daba el calendario sin aportar ningún suceso significativo al caso, me hizo creer que, por fin, había conseguido instalarme en una monótona y segura realidad.
Pero los fantasmas siempre vuelven, en realidad, no se van nunca. Doce años después, el relato de un mutuo acuerdo prenatal en el que yo fui la mercancía, podía convertirse en otro más inquietante.
El robo de bebés en los años cincuenta, sesenta, setenta y ochenta inundaba los periódicos y las televisiones. Nuevas preguntas bombardeaban la relativa paz que tanto me había costado conseguir: ¿era verdad todo lo que me habían contado? ¿Era posible que no supiesen todo lo ocurrido y fuese una niña robada?, ¿alguien me estaba buscando?………….
Otra vez mi mundo se tambaleaba y yo me debatía entre esconder la cabeza como si esa cruzada no fuese conmigo o meterme de lleno en una búsqueda mediática de orígenes pero, sobre todo, de culpables.
Tenía la sensación de que el destino iba a escribirse ajeno a mis decisiones. Así que no hice nada. Esperé, simplemente esperé y…………… vino a buscarme.
La reunión de todos los afectados de la zona levante, Aragón y Murcia iba a tener lugar en un pueblo cerca de la capital valenciana, ¡a dos calles de mi residencia! No podía pasar por alto esa presunta casualidad.
Me sorprendió la cantidad de madres buscando a sus hijos, robados con la macabra excusa de una muerte inexistente, y me conmovió la conversación que mantuve con una de ellas. Aseguraba, con lágrimas en los ojos, que no había dejado de querer a su hija ni un solo día en cuarenta años. ¿De verdad nueve meses en un vientre creaba un vínculo afectivo imposible de romper, o era la impotencia de haber sido engañada la que desataba tan intenso sentimiento?
Me es difícil aceptar que una madre me haya querido sin haber formado parte de su continuo presente, quizá porque nunca he sentido otra vida dentro de mí. Pero tengo claro que necesito cerrar un pasado que no debería estar abierto y que sólo el futuro sea imprevisible.
Ahora, delante de estos análisis de ADN, fruto de esa reunión providencial, me pregunto cuántas vueltas mas tendrá que dar el calendario para poder reconocerme en mi origen y reconstruir mi maltrecha identidad.
María Expósito 2011.
Mucha suerte amiga. Nos demuestras en tu relato como la realidad siempre supera a la ficción.