Ira y flores. Por Agustín Azcona Hernández

Era casi invierno y mi relación con Julia se tambaleaba. Tenía varios meses sin trabajo y las oportunidades se me iban de las manos como el agua. Fue entonces que me ofrecieron un trabajo en el sur. Apenas unos días antes había discutido fuertemente con Julia, me había reclamado que la dejara vivir, había tomado un cuchillo y amenazado con rebanarme el cuello y después cortarse las venas. Así que la propuesta me daba aire fresco. El problema es que yo seguía bebiendo.
En el fondo pensaba que mi propuesta era huir, aunque no se trataba exactamente de eso. Yo quería verlo como volver a empezar, pero no dejaba de tener pensamientos catastróficos a cada momento.
Para vivir con Julia yo había abandonado a mi anciana madre. Ella y Julia nunca habían congeniado. En realidad pienso que nunca hicieron algún intento (yo tampoco) para llevarse bien. Cuando tomé la decisión de mudarme, mi madre me dijo que lo pensara bien, que tal vez me estaba equivocando. Mamá, debo madurar (así le dije, madurar) y lo haré únicamente estando lejos de mi pasado. Maldita sea, Javier, respondió mi madre, esa mujer te llevará al precipicio, pero allá tú. Vete, no quiero saber más de ti.
Había conocido a Julia de una manera un tanto extraña. Ese verano yo era novio de Lena. Se celebraba una fiesta en casa de algún amigo. Para variar, yo estaba un poco borracho. Saqué a bailar a Julia sin importar que era la novia de mi hermano. La tomé del brazo y la abracé por la cintura, la apreté hacia mí, coloqué mi mano más abajo de su cadera. Estaba esperando mi turno en el baño cuando Julia apareció por el estrecho pasillo, se acercó tanto que pude oler su cabello. Yo también me acerqué. La besé en los labios y en el cuello.
-Espera, alguien puede vernos- dijo quedito, después se alejó sonriendo. Al siguiente día nos citamos en un café. A partir de ese momento empezamos a andar juntos.
El cambio de aires nos cayó muy bien. Julia pasaba largas tardes arreglando la casa. El barrio era bonito y céntrico. No teníamos mucho dinero, así que comprábamos víveres para varios días. Una tarde de sábado pasé por un ramo de flores para Julia. El regalo le agradó. Otra ocasión descubrimos un salón de baile, por lo que las siguientes semanas se convirtieron en tardes de danzón. Yo me preguntaba si alguien estaría sintiendo lo que yo sentía en aquel momento, un tremendo zumbido en los oídos, como decía la canción. No teníamos televisión y a Julia no le gustaban los periódicos, así que por la noche prendíamos la radio y tratábamos de alejarnos de todo, particularmente de la vida de otros, y de lo que esto significaba. Había ocasiones en que a mí me daba por pensar que eso era la felicidad, el estar quieto y tranquilo, alejado de todo el mundo.
Yo notaba a Julia feliz y sonriente, decía que pronto ella también encontraría trabajo. En ese momento yo creía que finalmente habíamos encontrado nuestro camino a casa. Pero la felicidad es una adorable traicionera. Nuevamente comencé a beber.

Al inicio fue cerveza, mucha cerveza. No importaba qué hora del día, si hacía calor o frío. Me parece que podía estar bebiendo durante todo el día, en cualquier momento. Al mediodía, después de la comida, en la tarde, durante la cena, después de la cena, etc. Empecé a visitar la ciudad más cercana buscando una cantina, ahí no tomaba cerveza sino tequila.
Julia empezaba a sospechar que algo no andaba bien. Las mujeres tienen ese sentido que les hace percibir esas cosas. Una mañana pretexté una jaqueca y me quedé en la cama. Julia salió a comprar el desayuno pero regresó pronto. Yo escuchaba la radio en la recámara mientras bebía.
—¿Qué estás haciendo? —dijo Julia.
Yo seguía en la cama, con un vaso en la mano. Me sentí descubierto y puse el vaso encima de un buró.
—No he podido aguantarme —dije.
—Estúpido —dijo Julia—. ¡Sigue, sigue bebiendo! ¡Bebe!
Se metió en el baño, cerró la puerta y abrió la regadera. No sabía si lloraba, pero creo que sí lloraba. Seguía oyéndose música de la radio. Yo me puse las manos sobre la cara y mire la ventana.
Después de unos minutos, Julia abrió la puerta del baño.
—Voy a intentarlo de nuevo —dije.
—Eso está muy bien —dijo Julia, me miró con ternura y me dio un beso en los labios.
Esperé que saliera de la recámara y entonces di un largo trago a la botella que había guardado debajo de la cama.
Los siguientes días empecé a faltar al trabajo. Y por consiguiente empecé a faltar a casa. Algunas veces llegaba muy tarde y me iba directamente a acostar, pasaba de largo por la sala y eso enfurecía a Julia. Entonces me gritaba. Yo la escuchaba como desde otra parte del planeta y me seguía de largo.
Los siguientes días estuvieron llenos de amenazas y gritos. En cuanto ponía un pie fuera de casa, Julia sacaba la cabeza por la ventana y me gritaba que no volviera. Eso comenzaba a exasperarme. Una vez me dio un puñetazo en la cara y me abrió la ceja. Yo le devolví con un golpe en la nariz que la dejó sangrando. Otra vez forcejeamos y le dejé un ojo morado. Peleábamos a todas horas. Los vecinos nos gritaban que ya paráramos. Nos estábamos haciendo un daño tremendo, no nos percatábamos que estábamos en la antesala del infierno. Yo seguí bebiendo. No podía ni quería parar. Tampoco hacía nada para frenarme. Por si fuera poco empecé a tener problemas con la autoridad, una patrulla se estacionaba durante horas frente a la casa esperando en momento en que empezáramos a pelear para detenerme.
Fue entonces cuando todo se fue a la ruina. Julia se encontró con un viejo amigo que había sido su pretendiente durante la secundaria. Ella se encontraba en una situación emocional digamos que inestable. Se veían en las tardes en mi propia casa, mientras yo andaba de cantina en cantina. Él acostumbraba regalarle flores. El asunto es que pronto descubrí sus amoríos. Me invadió tanto la ira que intenté matarla, rebanarle el cuello y después cortarme las venas, tal como ella me lo decía. La mañana que estaba decidido a terminar de una vez por todas con esta situación, los vecinos intervinieron y me detuvo la policía.

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Tras las rejas me detuve a reflexionar que toda mi vida había transcurrido de una forma muy extraña, como un vuelo que se emprende hacia el vacío.

Tengo una semana en este lugar. No significa que esté a salvo de una recaída. A veces tengo temblores, sobre todo en las manos. De repente, cuando estoy nervioso me da un dolor en la espalda. Cuando esto pasa me pongo a fumar, uno, dos, seis cigarrillos de un tirón. Me duele mucho la cabeza y pareciera que algo está a punto de ocurrir, pero no ocurre nada.

Agustín Azcona Hernández

(Ciudad de México, 1967) es sociólogo y redactor. Egresado de la carrera de Sociología por parte de la UNAM. Ha colaborado en algunas revistas literarias como Molino de Letras, Punto en Línea y Letralia.

Un comentario:

  1. Tristemente hermoso por lo real y vívido.
    Un abrazo, Agustín.

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