La leyenda del pazo da Buganlleira. Por Xiao Ameiro

Aquella mañana hacía calor. Las camelias bailaban al son de una cálida brisa, y los petirrojos buscaban entre los frondosos jardines que custodiaban la casa, en busca de insectos con los que alimentar a sus pequeñas crías. Varios pastores alemanes correteaban de un lado para
otro, sin un fin aparente, pero con un gesto en sus rostros que sólo podría llamarse felicidad. A lo lejos se oía el bramido suave de un mar infinito, y el rugir tedioso de un trasatlántico de bandera desconocida.

El viejo caserón llevaba siglos dominando aquella suave colina de la mariña lucense, y en sus cuarenta y cuatro estancias habían vivido incontables generaciones desde que el Conde Dominico da Buganlleira lo mandara construir, para poder morir en paz, lejos del fragor de batallas, que ya a su edad, consideraba inútiles. Litros de sangre había derramado aquella espada suya, con la que orgulloso posaba en los innumerables retratos que colgaban de las denostadas paredes del pazo. De hierro era considerada su mano, y su sola presencia era capaz de intimidar a los campesinos que trabajaban en las leiras colindantes… Sin embargo, el
conde Dominico, cuyo verdadero nombre era Pedro de Soares, se sentía viejo, y su corazón se ablandaba con el paso de los meses. Así empezó a disfrutar de la compañía de aquellas personas humildes que trabajaban sus tierras por un plato de sopa caliente y un lugar donde dormir. Así disfrutó por fin, a sus setenta y seis años, de la magia de aquella tierra, y así
consiguió morir en un estado de paz que, años antes, no sería capaz de
imaginar…

Su hijo Pauleto fue quien gobernó el pazo tras la muerte del conde, y embriagado por la misma ansia de poder que hiciera de su padre un ser sanguinario y déspota, sembró el terror en la comarca, con dictatoriales normas, y severos castigos a crímenes en realidad banales… Tras su muerte, cuarenta y tres años más tarde, su hijo Cándido le sucedió, usando sus mismas artes, tiñiendo de sangre las hermosas noches, y colmando de
terror al reino…

Fueron muchas, muchísimas las generaciones que gobernaron el pazo, hasta 1861, cuando inexplicablemente, éste dejó de estar habitado. Todo sucedió muy rápido, de la noche a la mañana. Los ropajes señoriales aún permanecen en los armarios rococó, y las vajillas de porcelana gallega adornan los estantes de la cocina. Aun pueden verse todos los retratos colgados, y todavía se adivina en el comedor principal un viejo piano de pared bajo una densa capa de polvo…

Nunca nadie supo explicar el por qué de ese abandono fulminante. Hay, como cabe esperar, multitud de hipótesis, de leyendas… Pero sí se sabe que de noche cuando las camelias no osan bailar, cuando los petirrojos abrazan en sus nidos a los polluelos, cuando los pastores alemanes juegan a estar dormidos, se oye el llanto lejano, siempre triste y desesperado, del conde Dominico… Sólo ese mar imposible de la mariña logra evadir a la región de la pena eterna.

Xiao Ameiro

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