Llevaba casi dos años viviendo en Pamplona junto a Itxaso. Cuando llegué, estuve buscando trabajo pero no encontré nada como farmacéutico en farmacias ni laboratorios, así que me enrolé en una empresa de análisis y desinfección. Ocasionalmente analizaba el agua o hacía desinfecciones corrientes, pero la mayoría de las veces me llamaban para desratizar. Es un asco de tarea porque a mí no me gusta nada matar bichos de ninguna clase. A veces, al pulverizar el biocida, las ratas me atacaban saltando y mordiendo furiosas el traje de protección. En el laboratorio, la rata es un animal encantador, más que el ratón y el conejo, muy tierna si sabes ganártela con caricias y juegos, y exhibe una resignada docilidad a la hora de recibir los terribles ensayos; pero, si siente que su vida está en peligro, en ese caso se transformará en una criatura demoníaca, y no dudará en plantar cara a cualquier enemigo que se le cruce, sin importar su tamaño. Pero, a pesar de estas dificultades, me sentía muy feliz dentro de aquella vida pequeña pero cómoda junto a la cálida melena de Itxaso.
Aquel día me había tocado chuparme en coche más de sesenta kilómetros para hacer un análisis de las aguas del río Urederra. Había que medir la temperatura, el pH, los nitritos, los sulfatos, la dureza y la gilipollez. Aquel día no tenía ánimos de trabajar ni de analizar absolutamente nada, así que me lo tomé con calma. Caminé tranquilamente a través de un bosque de hayas, con pequeñas cascadas rugiendo a mi paso. Una fantástica sucesión de aromas silvestres nadaba por el aire, lúpulo, menta, melilotus, dedaleras… Me perdí varias veces en este pequeño vergel pastoral, mi jefe me había dibujado un plano abstracto, impreciso, que se me cayó de la mano y terminó en el agua. Pregunté el camino a una anciana regordeta que estaba recogiendo agua del río, Dios sabe para qué, y pude por fin dar con el lugar exacto. Me senté en una orilla, estaba cansadísimo, y me puse a pensar en mis cosas. Daba gusto ver el agua azulísima y sus mil matices y brillos, difundiendo una silenciosa claridad a su alrededor. Era el tipo de paisaje que siempre quieres plasmar en un lienzo o captar con una cámara. Era como una noble contrapartida de todo lo negativo, de todo lo sórdido y mezquino. En el mundo había muchos tesoros por descubrir, tesoros que no exigían más esfuerzo que el de disfrutarlos y reconocer su significado. Progresivamente, fui sintiendo un poderoso magnetismo alrededor de aquel río lapislázuli, y me sumergí en un trance profundo. Al igual que otras veces en mi vida, experimenté esa extraña sensación de que un gran destino me esperaba. Pero por otra parte no podía entender cómo aquel agua podía causarme semejante impacto, y escapé del ensueño. Saqué la libreta del bolsillo y comencé con el protocolo de control de aguas, recogiendo muestras y apuntando la temperatura. Al examinar la superficie, me pareció ver flotando algo vivo, diminuto, ralo, parecía tener cuatro extremidades, pero ni forzando la vista conseguí dilucidar de qué se trataba exactamente. ¡Era demasiado pequeño! Alguna clase de insecto microscópico con forma de hombrecillo, pensé. Me pareció curioso, nunca había visto nada semejante en ningún río. Capturé con extrema delicadeza aquella extraña criatura, y la introduje en una de mis bolsitas de análisis, con la idea de curiosear en casa con el microscopio de contraste. Cuando era niño, tenía una fuerte inclinación a las investigaciones microscópicas, llevando a mi tosco y primitivo instrumento de entonces todos los insectos que caían en mi jardín. Y así consumía las horas inspeccionando ese otro mundo diminuto, creyéndome un microscopista profesional y un descubridor de nuevas maravillas. Esta afición había perdido fuerza con los años pero no había muerto del todo.
Llegué a la casa vacía, expectante por analizar aquella maravilla viviente. Entré en el cuarto de la casa que era a la vez laboratorio, cuarto de estar, garito de póquer y almacén de trastos. Cerré la puerta, el pecho opresivo de emoción, me senté, recliné el asiento sobre la mesa, destapé el microscopio, lo limpié, coloqué la platina, deposité cuidadosamente mi descubrimiento en el cristal, apreté el botón de encendido y regulé los tornillos hasta conseguir un enfoque perfecto. No, no podía ser… Parecía una figura humana… Una mujer, notablemente hermosa… Contuve el aliento y la volví a escudriñar con atención… Allí estaba, no había ninguna duda, con cada parte de su cuerpo perfectamente visible, una piel húmeda, brillante, un pelo larguísimo, dorado, un culo y unas piernas que me trasladaban a un nivel de belleza que no controlaba hasta entonces, una adorable nariz puntiaguada y un encanto letal. Sentí deseo, pero no un deseo normal, que también, sino deseo del espíritu, más allá de la pasión y de los términos físicos. Ninguna teoría biológica podría justificar el descubrimiento de esta dulcísima criatura. ¿Qué pensarían los evolucionistas si pudieran observar a esta pequeñísima Galatea? Nada, nunca la verían, no merecían gozar este placer sublime, apoteósico, pero yo sí. La visión de tanta belleza me paralizó como una descarga eléctrica. Era pura poesía. Algo parecido es lo que debió sentir Stendhal cuando entró por vez primera a la Santa Croce y salió con vértigos y el corazón desbocado, tras exponerse a tanta belleza. O Tartini, cuando despertó tras soñar cómo el demonio le revelaba su más destacada sonata. Me sentí eufórico por mi descubrimiento y a la vez culpable, porque aquella adorable mujercilla parecía descansar, recostada. Sentí cierta alarma por su salud, tal vez había resultado herida con el ajetreo de mi bolsillo, o tal vez estaba enferma. La seguí observando con temor y ansiedad, mis ojos irritados de esforzar tanto la vista, y aproximadamente a los veinte minutos, el milagro, abrió sus ojos, enormes, sobrenaturales, se levantó perezosamente, y recorrió la superficie del cristal, aturdida. Allí estaba mi amiguita, caminando finamente para deleite de mis ojos, sola, mojada, asustada, inerme. Cubierta por una especie de vestido viscoso, grisáceo. El placer de contemplar tan perfecta criatura no se puede describir con palabras. De repente se preocupó por mi presencia. Se inclinó hasta la lente y miró con dulzura. Intenté comunicarme con ella hablando suavemente, con un hilo de voz muy fino, y aquella hadita respondió muy receptiva, moviendo sus labios, muy gruesos y sicalípticos, como si estuviera articulando palabras, pero no pude oír nada. No importaba, la sentí desde los primeros gestos, y ella podía sentirme a mí, incluso leía mis pensamientos telepáticamente, siendo sorprendentemente sensitiva. No sé cómo, pero así era. En ocasiones reclamaba mi atención haciendo señales o aspavientos con los brazos. Utilizábamos un lenguaje que nadie más podría comprender. Cuando se sentía animada, bailaba enérgicamente y sus contoneos resultaban enormemente sensuales. La conexión desde el principio fue plena, como si su simple presencia incrementara mis niveles de percepción. El cómo lo hacía me resultaba un misterio, pero lo cierto es que no me importaba demasiado, estaba claro que podía verme y entenderme a través de la lente, qué importaba el cómo. Y lo mejor de todo es que parecía feliz de estar conmigo, negándose categóricamente a regresar al lugar donde la encontré.
Me sentía como el pirata que ha descubierto un tesoro y sonríe al pensar que los que están a su alrededor no saben nada. El mundo no estaba preparado para aquel descubrimiento que el destino había puesto en mis manos, y yo me iba a encargar de salvaguardarla. La primera medida de precaución, por supuesto, fue incorporar una cerradura a la puerta de su cuarto. Aún no sabía cómo iba a explicarle a Itxaso que iba a restringirle el acceso a parte de su propia casa. Le mentiría diciéndole que estaba en medio de un experimento, pero de cualquier forma no lo iba a asimilar, era desconfiada por naturaleza y algo iba a sospechar. No había más remedio: ante circunstancias extraordinarias, medidas extraordinarias. Quizá yo no estaba muy capacitado para cuidarla, pero, desde luego, iba a intentarlo. Su tamaño reducido la convertía en un ser extremadamente vulnerable y frágil. Otro paso importante era conseguir un alojamiento adecuado y confortable. La mesa estaba llena de peligros para ella. La limpié de cartas, libros, ceniceros y demás objetos inservibles para que tuviera espacio suficiente para hacer pequeñas excursiones en libertad absoluta. Construí, con paciencia infinita y ayuda de unas pinzas finísimas, varios refugios de diversos tamaños para que descansara cuando su cuerpo así lo requiriese. Para evitar que cayera atrapada en el hastío o la abulia, diseñé varios escenarios con precisión de relojero, delicadamente construidos y minuciosamente pintados con agujas, incluyendo un pequeñísimo teatro con escenario, desde el que interpretaba singulares bailes. Aquella mujercilla estaba perversamente orgullosa de su reducido tamaño. Delineé unos protectores con cartoncillos alrededor de la mesa. La distancia hasta el suelo era un abismo, y, en caso de distraerse, mi mujercita podría sufrir una caída digna de Ícaro. También instalé un completo sistema de lupas sobre aquella microscópica ciudadela para que mi invitada no se pudiera extraviar. El pequeño templo de mi devoción estaba listo. Desmonté el microscopio y extraje la lente para poder atármela a la cabeza, con la idea de seguirla con más comodidad en sus desplazamientos. En cuanto a las funciones fisiológicas, le ofrecí diversas comidas, pero sólo accedió a beber agua y a comer potitos de frutas. Normalmente, cuando ella comía, yo también comía. Cuando yo bebía, ella también bebía. Comía con las manos insignificantes dosis de alimento. A pesar de su tamaño, era fuerte, muy fuerte, la dureza concentrada, compacta, en su microscópico cuerpo. Construía ropa a través de hilos delgadísimos que puse a su disposición. El color púrpura esa su preferido para la confección de vestidos y camisetas, tenía una habilidad increíble para elaborar objetos y fabricar nuevas herramientas. A la semana de conocernos, el lazo entre nosotros se había vuelto inquebrantable. La bauticé como Evelyn, un nombre que se me coló en el cerebro desde los primeros momentos. Ignoro si era su auténtico nombre, pero me gustaba el sabor de aquella palabra mientras la repetía mentalmente. Pensaba en su nombre constantemente mientras mis sentimientos se recreaban con sus bailes eróticos y su maligna sonrisa.
Mandé un mensaje al trabajo alegando que estaba enfermo e informé de que no iba a estar disponible durante unos días. No tenía la baja ni podía ir al médico; si me despedían me importaba un carajo, no me apetecía estar dando explicaciones. Necesitaba dedicación exclusiva para mi pequeña Evelyn. Y así pasaron los días y así pasaron las noches, ignorando las llamadas, ignorando al resto del mundo, ignorando todo, encerrado junto a Evelyn, ignorando a Itxaso, discutiendo con Itxaso, impidiendo que Itxaso invadiera el cuarto. Si me hablaba, aun a grito pelado, hacía como que no la oía. Todo lo que yo hacía en el cuarto le parecía sospechoso. «¡Se acabó!», decía mientras golpeaba con rabia la puerta… «¡te voy a hacer tragar el microscopio!…».
Mi amor microscópico me mantenía imbuido en un magma de confusión, una incertidumbre sobre nuestro futuro que enseguida se veía recompensada. Vagas conjeturas que cada vez me importaban menos y se desvanecían ante la imparable expansión de mis sentimientos hasta límites desconocidos en aquel momento. Si bien seguía queriendo a Itxaso, ya sólo podía amar a la pequeña Evelyn; más allá de un antojo o un capricho pasajero, quería amarla eternamente.
Realmente, ¿quién era Evelyn? No lo sabía y tampoco quería pensarlo. Me hacía muy feliz. Mis pensamientos le pertenecían, eran de ella, y cuando volví a trabajar y estaba desratizando en alguna fábrica y pensaba en ella, la alegría me invadía como música de Puccini. Su imagen me recargaba el espíritu. ¿No era esto amar? Aquella mujercilla provocaba en mi corazón una morbosidad deliciosa. Estaba loco por una loca diminuta.
Itxaso cada vez estaba más insoportable, reclamándome más atención. Era una verdadera cruz, se pillaba unos cabreos tremendos, estaba celosa del microscopio y creía que me había trastornado mirándolo, pero yo no era culpable de sus impresiones absurdas. Ya no quería ni verla, ¡me ponía negro! Era evidente que había perdido la cabeza, hasta sus gestos eran raros, y no aceptaba que estábamos al final de la línea, que nuestro pozo estaba agotado. Todo el santo día poniéndome a caldo, y yo, aguantando el chaparrón, ya no podía soportarlo, me superaba totalmente. Itxaso me había defraudado sin poder evitarlo, y era una pena. No tenía sentido continuar con aquel disparate, aquella relación sosa, aburrida, agonizante, cuando mi gran amor microscópico me esperaba. Después de meditarlo un poco, decidí dejarla, era lo más sensato, ¡no había otra opción! Evelyn y yo nos trasladamos a una casa más pequeña.
David Martínez Garrido
Cortazariano y estupendo.
Un abrazo de otra mujer minúscula.
Muchas gracias, Elena! Me gusta mucho Cortázar, así que tus palabras me han tocado la fibra! Un abrazo mayúsculo de otro hombre minúsculo! 😉
Muchas gracias por leerlo, Elena! Cortazariano, además de una palabra preciosa, me parece un halago hiperbólico 😉 Un abrazo mayúsculo!
Espléndido este original relato.
Un abrazo.
Me ha encantado de principio a fin tu relato ingenioso, me has tenido en ascuas hasta el final.
Gracias ameli y majomarti!! Tengo muchas ganas de leeros!! Un abrazo grande!!
No podías presentarte con mejor carta que este relato. Muy buena prosa, muy buen ritmo y muy buena historia. Saludos
Gracias, Carmen, no tengo palabras para agradecerte tu comentario. La verdad es que es un auténtico gustazo estar aquí para aprender de vosotros y poder comentar los textos. A veces es más gratificante que escribirlos. Un abrazo grande!
Me ha gustado tanto tu historia que pensé que necesitaba una imagen bien ilustrativa. Imaginativa y con intriga hasta el final.
Como dice Carmen una gran presentación.
Saludos