La pesadilla. Por Rafael Borrás Aviñó

Soldado

Es una de mis pesadillas recurrentes. Sueño que me falta por cumplir una parte de la mili y me obligan a regresar al ejército. Pero como con los años he olvidado las reglas del comportamiento castrense, cometo una falta tras otra y termino arrestado en el calabozo, un cuchitril que tiene algo de panteón. Una mezcla de miedo, disgusto y vergüenza me empuja a despertarme con un respingo y salir de la cama.

Han pasado casi cuatro décadas de aquello, pero puedo recordarlo minuto a minuto cuando en la cocina, desvelado, mordisqueo unos gajos de naranja y me tranquilizo bajo la quieta presencia de una noche que, por fortuna, no es distinta a cualquier otra. Acaso hay ciertos hechos sobre los que no podemos escribir más que cuando se encuentran tan alejados en el tiempo y el espacio que casi daría lo mismo si no hubieran sucedido. Éste sí ocurrió; la foto uniformado de caqui con una estantería detrás llena de fusiles cetme, y la cartilla militar -en la que las letras de mi nombre, a máquina, han comenzado a desvaírse-, lo certifican.

Madrugada del veinte de noviembre de 1975. Un frío de narices. Hotelucho para la milicia universitaria, a un par de kilómetros del Regimiento de Infantería, en Lorca. A la hora de los fantasmas mi capitán me telefoneó: Franco había culminado su agonía. En la jerga cuartelera ordenó que me pusiera en marcha; las tropas marroquíes avanzaban en el Sahara y a mediodía partíamos rumbo a Canarias. Por nuestra patria, por nuestro honor y todas esas cosas.

La guerra que nunca debió llegar. Ni llegó, como les enseñan a los niños de ahora en el colegio.

Quince minutos después, con el terno de combate y un hatillo de incertidumbres a cuestas, conducía a todo gas mi Montesa de tercera mano, amortizada de la bombilla del faro a la matrícula. Alguien me gritó desde la penumbra, en la acera. Era mi compañero, el sargento Cerezo, un totanero pelirrojo y achaparrado, que corría a pie hacia la misma cruzada que yo. Resoplaba como un ballenato. Me hizo parar y, sin dar opción a negarme, ocupó el asiento trasero y le inauguró un calvario a la moto. Lo que quedaba hasta la entrada del cuartel fui inclinado sobre el manillar para contrarrestar los cien kilos largos de Cerezo.

Al aproximarnos al cuerpo de guardia, Cerezo, un chusquero de la estirpe cabeza cuadrada, no tuvo mejor idea que, afirmados los pies en los estribos, enderezarse en plena curva y saludar a la bandera que ondeaba en lo alto del mástil, con la punta de la mano derecha abierta tocando la sien. Según el principio físico de la acción y reacción, un objeto desplazado de su punto de apoyo provoca un impulso equivalente en sentido contrario. O algo así. Como consecuencia del mismo y de la maniobra de mi paquete, después de dibujar unas cuantas eses tuvo lugar el descarrilamiento. Cerezo salió despedido como un fardo hacia un lado, yo hacia el otro pegando volantines, y la Montesa, desbocada, fue a estrellarse contra una garita.

Me incorporé palpándome la osamenta. Apenas tenía roto el uniforme y algunos rasguños. Cerezo yacía inmóvil unos metros más allá, pensé que desvanecido, hasta temí que muerto. Piernas abiertas, brazos en cruz, la barriga apuntando a la copa de las palmeras. Me aproximé renqueando y pude comprobar con alivio que respiraba. Sangre abundante en la cabeza y por la boca. Le interpelé, con suavidad, que cómo se encontraba. Me escrutó con los ojos entornados antes de lanzar un prolongado quejido.

 —Estoy muerto, pijo —masculló— he llegao al cielo y tú eres mi angelico de compañía.

—De ángel nada, no me degrades; soy San Pedro —le recriminé—: ¿No podías haber esperado a bajar de la moto para cuadrarte?

Lo alzamos entre cuatro y a duras penas pudimos llevarlo hasta la enfermería. Dirigía la maniobra exigiéndonos mucho cuidado porque, aseguraba, se había roto la corona cervical.

—Y tengo un desparrame interior —tosió un poco, luego un prolongado suspiro—. Me se van a salir los sesos por el bujero, y el corazón y los higadillos por la boca. Voy a perder el sentimiento y después la voy a cascar.

El cabo médico lo exploró a través de las mollas. Aparentemente no presentaba más que una herida en el cogote, sobre un chichón y un hematoma dignos de foto, resultado de la colisión contra el macetero que frenó su deslizamiento terrestre. Además, un diente le había cortado el labio al darse con un pedrusco.

—Escucha —me decía con la mirada perdida—, no quiero transfusiones; esto es el final y, además, me pueden apegar de . Como no hay un notario de cuerpo presente, te nombro ipso facto mi albacea. Cuando fallezca, que será dentro de un ratico, dile al matarife que utilice mi cuerpo para la ciencia y que mis ojos devuelvan la vista a dos ciegos. Te nombro también heredero de mi petate. Las latas de fritás que me manda mi madre están en la taquilla. Cómetelas y buen provecho. Ah, escríbele a mi novia y dile que he caído con honor y mirando de frente a la muerte. Que no me importa que se case con otro… —se quedó callado unos segundos, cavilando con cara de rata—, pero obligao que sea murciano.

El médico, mientras, había trasquilado el pelo alrededor de la herida dejándole la coronilla como la de un fraile medieval.

—Mi sargento —le sugirió a Cerezo, vacilón—, con un zurcido artesano y una pincelada de yodo, la noche próxima, si quisiera, nos podría hacer la guardia. Por lo demás, como lleva siempre puesta una almohadilla de naturaleza natural debajo del cinturón, no ha sufrido lesiones graves.

─ ¡No joda, cabo! ¡Supongo que quiere que la espiche feliz; pero no me mienta, pijo, porque le arresto a título póstumo! ¡Lo menos tengo hemorroide cerebral, me he partío el espinazo y la sangre me s’está derramando por dentro!

Luego comenzó a farfullar alguna última voluntad más, como un teléfono para despedirse de su madre. Entró un oficial y pareció convencerle de que sobreviviría al percance, y yo aproveché para salir al patio, necesitaba despejarme. Terminé sentado en una mesa de la cantina. Poco después le vi venir desde la puerta de la enfermería. Demacrado, cojitranco, una mano en las costillas, la otra en el cráneo forrado con un turbante de vendas y encima la gorra de campaña, igual que la guinda de un merengue. Y una gasa bajo el labio superior inflamado. Parecía un conejo hindú.

Se derrumbó silencioso a mi lado. Nos quedamos allí, apoyadas las cabezas en las manos, humillados y sucios. Guerreros abatidos antes de la primera escaramuza, los codos sobre una mesa de formica descascarillada, frente a dos vasos de tinto peleón y el televisor de una cantina mugrienta, en un cuartel olvidado. Escuchamos al presidente Arias, desolado, leer el parte de defunción de Francisco Franco. Vivíamos momentos históricos, la muerte de un jefe de Estado que provocó tanto derramamiento de lágrimas como de burbujas de cava. Lo peor de los momentos históricos es que casi nadie se entera. Cerezo, por ejemplo, no paraba de lloriquear como un modorro, pero porque le dolían las mantecas y el chichón. De tanto en tanto se limpiaba los mocos con ruido de cisterna.

Entonces me dio por reflexionar sobre el despropósito de pagar el tributo de la milicia, y lamentar la incoherencia de una forma de vivir con unas reglas por las que uno se olvidaba en gran medida de su identidad y hasta de su condición humana. También deseé con toda el alma que aquel destierro acabara y volver pronto a mi casa.

Por la ventana translucía ya el disco rojo del primer sol, como un enorme escudo contra el desánimo. Le alargué a Cerezo una moneda.

—Te lo agradezco, pero puedo pagarme las espirinas.

—No es para pastillas. Cuando deje de sangrar colócala sobre el chichón y la comprimes con un pañuelo. Mano de santo.

El sargento Cerezo, que yo sepa, llegó a ascender hasta capitán. Supongo que dado el caso de cumplirse mi pesadilla me enchufaría en el botiquín. Un consuelo.


Rafael Borrás Aviñó
Colaborador de Canal Literatura en la sección « Desde mi sillín»
letrasrafaelborras@gmail.com

9 comentarios:

  1. Una sonrisa al despertar.
    Enhorabuena por tu estilo depurado, por el manejo del lenguaje, por la historia.
    El recluta perfecto, evocador.

  2. Hola, Rafa:

    Que ratillo más divertido he pasado leyendo este capítulo de tu vida, aunque supongo que cuando tú lo viviste, la gracia era otra, ¿verdad?

    Sí, compi, hay fragmentos de nuestras vidas que nuestra pluma solo puede destilar si nos hemos alejado un trecho suficiente del camino y podemos mordisquear con libertad unos gajillos de toronja en una noche de desvelo 😉

    ¿Sabes? soy necia (geográfica) hasta decir basta, desconocía la palabra ‘totanero’, al principio he intentado averiguarla por contexto (muchas veces juego a eso para que mirar el diccionario no me corte el rollo de la lectura…) y he llegado a pensar que tenía que ver con estar como un ‘totano’ o tonel, jajaja… Luego, he visto en papá Google (no creas, he tardado en dar con ella) que Totana es un municipio de Murcia, ayyyyyyyy 😀

    Me ha gustado especialmente lo de la corona cervical y la hemorroide cerebral 🙂

    Vamos, que la botica hasta en tus pesadillas de la mili 😉

    Besotes.

  3. Un relato pulcro, estructurado, perfumado con un incienso marca de la casa, y evocador de una pesadilla que compartimos millones de subpirenáicos.
    Quien con veintitantos no haya purgado jamás media castaña de morapio, metido mano a la novia en un 600 desvencijado, comulgado en pecado mortal, o maldecido a la madre de Cerezo, ni es español ni merece serlo.
    Enhorabuena.

  4. Me he divertido mucho leyéndolo, un relato estupendo y , menos mal, que ahora lo vemos desde una perspectiva lejana y no es solo un recuerdo y, afortunadamente, una pesadilla.
    Cerezo, total…
    Un beso.

  5. José María Araus

    Que dominio del idioma y que certero eres describiendo ambientes, yo habría escrito cinco líneas para describir el calabozo, y lo sencillo y acertado que lo has hecho tú: «Un panteón», eso es, «un panteón» sin darle vueltas y vueltas. ¿has vuelto a ver algo más parecido a un panteón? ¿o a un calabozo de la mili? El resto del relato muy bueno, como siempre, pero esa comparación es estupenda.
    Un abrazo.

  6. Me ha encantado el relato, Rafael. Dices que es otro concepto narrativo. Puede ser. Quizás porque es autobiográfico. Por lo demás el estilo está muy depurado. Explicas todo minuciosamente, creas ambientes y retratas bien al personaje.

    Me ha encantado.

    Un abrazo
    y Enhorabuena
    Ana

  7. No dejas de sorprenderme.
    El relato, cronológicamente me pilla con tres añitos de edad y, por supuesto 😛 , una situación para nada vivida, aún así me he metido por completo en el relato; claro que «luego a luego», el que el escenario fuera en mi tierra natal, puede que ayude «una chispa». Por poner una pega, he echado de menos un «aaaaaaaaaaacho», en boca de Cerezo 😉
    Con escritores y «peazo» personas como tú, será fácil seguir soñando.

  8. He soñado mil veces que me llamaban para repetir la mili. Es un horror. Aunque ahora me consuelo sabiendo que no soy el único que lo sufre. Mal de muchos, consuelo de …..

  9. Mar (Solana no, la otra Mar).- De ser perfecto, el recluta hubiera evitado el descalabro motorífero. Lo dejamos en buen chaval y gracias. Y otras para ti.
    Mar (ésta sí, la Solana).- La botica aparece en mis pesadillas, en todas en general. Siempre hay peripecias de nuestro pasado que andan a malas con algún aspecto de la cordura; por eso es mejor dejarlas reposar de treinta a cuarenta años hasta que nos parezcan más inocentes que una pistolita de agua. De ignorancia geográfica mejor no hablemos, que hasta hace poco no sabía yo ni por dónde quedaba el Arco Iris. Gracias, vecina.
    Javier.- Me suena tu estilo. ¿Discurso de presentación de la Reina de los Juegos Florales de Ruzafa? Si el perfume del incienso lo ampliamos a “marca de la familia”, te pones el mono de faena y clavas otro igual. Ay, esa mili de marinerito…, daría para una trilogía con tres tochos de novecientas páginas, el Milenium celtibérico. Un abrazo.
    Teriri.- Comparados con Cerezo, los guripas de hoy son lo que un pellizco de monja al garrotazo de un cabrero. No creo que lo hayas conocido, pero antes en los cuarteles convivían felizmente el orgullo de raza y el coñac apócrifo. O sea, Cerezos a granel. Ahora lo que hay es mucho funcionario y desodorante Axe.
    José María.- Lo sabes tan bien como yo: cuando hicimos la mili comíamos aire y un calabozo roñoso no era la peor alternativa para pasar la noche. Gracias al bendito carácter retador y visionario de la juventud, sobrevivimos . La mayoría hasta sumamos algún kilillo, todavía no entiendo de dónde (un misterio inabarcable). Hasta la próxima, amigo.
    Ana.- Existen personajes-antropófago y personajes-chocolate. Los primeros son tan difíciles de gobernar que se comen al escritor, empezando por su moral. Los segundos son tan apetitosos y reconocibles que los prueba primero el escritor, se relame, y luego se los da a probar a los lectores. Mi sargento es el arquetipo de éstos últimos. Gracias, compañera.
    Lola.- Veamos… ¿No serías tú la chiquilla del parque con el vestidito estampado de cretona? ¿La piernilarga? ¿Aquélla que me atropelló con el triciclo? Ya decía yo que tu cara me sonaba… No te guardo rencor; el peroné tardó sólo seis meses en soldarse y quedó “casi” como antes. Muchas gracias, lorquina.
    José.- El primer extrañado ante la perseverancia de este sueño soy yo, que me daba por jubilado hace tiempo de esta clase de merodeos desasosegantes. Pero se ve que no se mueren del todo hasta que no nos morimos del todo. Te agradezco el comentario, José, aquí seguiremos.

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