Llanto de noche. Por Marcelo Galliano

luna llena

Le han dicho que es fácil, que es rápido, que ni siquiera le preguntarán el nombre. Ella ha escuchado asqueada, con el terror de ser una delincuente o una bestia, con ganas de decir que no lo hará, aunque sabe que lo hará. Le han dado los datos precisos, le han descrito el lugar, el silencio, la privacidad en donde resuenan las pinzas y huele a gasas y a algodones violáceos de alcohol y sangre.
Pero ella se ha preguntado lo que nadie cuenta, se ha quedado sin dormir de boca al techo, transpirando las sábanas, tocándose el vientre para luego apartar su mano con espanto, intentando imaginar el rostro de quien se encarga de…
“Si Luis hiciera algo con esto que pasa, no digo hacerse cargo, sólo algo”. Pero ya no hay Luis ni papi ni mami, ya le han dado la solución posible y le han escrito en un papel la calle y el número y la hora; será al anochecer, sí, para hacerlo es mejor el momento en que se deforman las caras, en que lo poco que se dice se oscurece y muere sin remitente ni destinatario, el instante en que nadie pueda ver los rasgos de la mujer que lo saca y de ese hombre que…
“Es un matrimonio, tranquila que la que se encarga es una doctora que sabe, de mañana trabaja en un lugar de primera pero con un sueldo de hambre, y se las arregla con estos trabajitos, el marido es el que…, bueno… el que la ayuda.”
Ella se mira en las vidrieras, refleja su vientre en las calles mojadas, lo toca otra vez, y una vez más retira su mano con espanto y comienza a imaginarse sin “eso” en la cintura, y se figura la luz del lugar, y la cara de la doctora y la expresión de ese hombre que ella no verá, ese hombre que la ayuda, ese hombre que…
El edificio parece dormido, la luna se duplica en los ventanales, un ave que vuela cruzando la noche sombrea con más negro la negra piel de los vidrios, una voz responde en el aparato: “Puede pasar”.
El ascensor carraspea, huele a hierro y tintinea su tubo acelestado dando imagen fantasmal al espejo que ella no mira. Ya en el piso una puerta entreabierta aguarda al final del palier. Ella piensa en correr, tiembla, transpira, teme, sufre; su corazón le choca las paredes del pecho, el de su hijo condenado le golpea la carne del vientre.
-Alicia –dice la mujer que le da paso, presentándose-. Sentáte así te tranquilizás, ya te atiendo.
Ella se hunde en un viejo sillón de cuerina. Las persianas herméticas del lugar no permiten ahí dentro ni un pedazo de noche; un perfume amarillento la rodea como un pan rancio, invisible y estático que gana los rincones sin dejar que el aire de afuera entre, sin permitir ni un mordisco de vida en ese nicho de tres ambientes.
Hay un reloj que ella no mira, dos revistas en una mesa ratona y una puerta entreabierta a una cocina donde una olla escupe un humo color llovizna. Un hombre parece observarla desde allí, ella baja la mirada, “¿será el que…?” El sujeto la semblantea, posiblemente piensa que es joven, que es una más, seguramente le mira la panza y prepara una bolsa para…
-Podés pasar –la voz de la mujer la quita de sus meditaciones, ella la observa, ahora tiene un guardapolvos, ahora tiene poder, ahora va a matar a su hijo, pero ella no la odia porque no es culpable de esto, de esto que no sería así “si Luis, o papi, o mami…”
Camina hacia la habitación; por el rabo del ojo observa nuevamente la puerta entreabierta de la cocina. El hombre ya no la mira, “¿será él?” Quiere preguntar pero la mujer se le anticipa diciéndole “tranquila que es un ratito, ni lo vas a sentir”, y estira la mano pidiéndole el dinero. Ella saca unos billetes acaracolados, son una granada, un arma, un cuchillo con olor a papel moneda con que asesinarán a su chiquito para que luego, quizás, ese hombre…
El sitio es despojado; ella trata de mirar poco para no recordar después. Con algo la adormecen, no es necesario pero mejor así, desmayada, para evitar el pánico en ese momento. A ella se le ablanda el cielorraso blanco en que posó los ojos, y comienza a soñar con nada, en esos sueños en que todo es indefinido, esos sueños en que, sin que uno lo sepa, sucede todo.
-Ya pasó –escucha, apenas regresada a la vigilia- vestite tranquila; cuando llegués a tu casa te recostás, si te duele te tomás una de estas.
Ella mira fijamente la tira de pastillas que le puso entre los dedos, y se incorpora con lentitud. La mujer ya no está a la vista, y el hombre limpia el lugar, tiene una bolsa negra en la mano. A ella, un escalofrío le gana el pecho, la garganta.
-Por acá –se escucha decir a la mujer indicándole la salida.
Ella quisiera preguntarle si ese hombre…, si lo que tiene ese hombre en la bolsa…
La calle parece más muda, más fría, más indiferente. Una estrella quiebra la inmensidad con su tembloroso párpado verde. Ella quiere trotar, irse, desaparecer de ahí, atrapar un taxi en la avenida y olvidarse que alguna vez… que hace sólo un instante…
Algo le duele y piensa en las pastillas, sólo es llegar a casa y tomarse una y no pensar ni en Luis ni en papi ni en mami, ni en la mujer ni en el hombre con la bolsa negra; sólo eso: no pensar. Se detiene en la esquina; el dolor es más fuerte, más profundo, no es en el útero, ni en las piernas, ni en la espalda, es un dolor sin nombre. Se apoya en la ochava y respira ruidosamente; le gustaría, con cada exhalación, escupir un pedazo de su alma sucia, también le gustaría morirse, o correr de nuevo hasta ese lugar y exigir que le devuelvan a su hijo, que se queden con la plata y le devuelvan a ese hijo que es de ella, no es de Luis ni de papi ni de mami, es de ella, solamente de ella.
Un murmullo, unas risas le llegan desde lejos: la pareja abandona el edificio; el hombre arroja una bolsa más a la montaña de residuos que, en la vereda, un grupo de pordioseros hurga en busca de comida a medio podrir.
A ella, una punzada de horror le parte la cintura, una fragua invisible e hirviente le llaga las entrañas, y grita, grita desaforadamente, mientras corre al lugar. Los mendigos la creen trastornada, peligrosa, y huyen despavoridos.
Ella se arroja al suelo y, en la soledad de esa calle dormida, abraza la bolsa junto a su pecho y llora, llora desesperadamente.

Marcelo Galliano
Derechos registrados.
Argentina.

2 comentarios:

  1. Hola Marcelo, gracias por tu texto, me he quedado con ese hondo dolor en el pecho, entendiendo a quienes pasan por ese momento… No he conocido a alguien que haya pasado por ello pero gracias a ti he comprendido lo complejo que resulta para ella. Un abrazo, leer tu texto ha sido emotivo y hermoso.

  2. La palabra que me ha surgido al leerlo: magistral.
    ¡Qué suerte siempre encontrar tus textos!
    Un abrazo.

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