Hay un monstruo suelto por la habitación. Ruge y hace ruidos extraños que no sé distinguir. Me arrugo como un guiñapo debajo de las sábanas, que uso a modo de escudo protector. Lo peor de todo es que no veo nada, y que todavía queda mucho tiempo para que se haga de día. Mi madre siempre me dice que me olvide de la fauna salvaje que tengo en mi cabeza, pero ella no sabe, que sólo se atreve a salir en mi busca cuando estoy a oscuras en mi habitación. Por mucho que se lo explico, no me cree, pero yo estoy seguro que están ahí, justo debajo de mi cama. Ahora el ruido es más intenso y los siento muy cerca. ¿Dónde estará mi padre?, si estuviese a mi lado todo sería más fácil, pero la verdad es que estoy solo, solo ante el peligro… Se despertó sudando y sobresaltado, aunque esta vez no había gritado. Su mujer dormía plácidamente a su lado y era ajena a las pesadillas de su fauna salvaje. ¿Cuándo fue la última vez que había soñado que era perseguido por aquellos monstruos que no le dejaban dormir de pequeño? Había cosas que el paso del tiempo nunca lograba borrar del todo, y esta era una de ellas. Pensó que la estela del tiempo no era capaz de congelar el pálpito de los corazones, y todavía medio dormido, se levantó y fue a ver a Paula, su hija de tres años. Mientras que llegaba a su habitación, sólo deseó una cosa, que ella estuviese a salvo de la fauna animal que poblaba el universo.
¿Acaso ahora te han salido tetas?… acaso ahora te haaan salidooo tetasssss… pensaba en esa frase una y otra vez, mientras su mirada y su pensamiento se perdían y se difuminaban en la cálida y tranquila soledad de los columpios. Miró a su hija Paula, y se sintió muy a gusto, pero no plenamente satisfecho. Ella representaba la consecución de un anhelo, y cumplía todos los deseos que se habían planteado él y su mujer cuando dieron el paso de tener un hijo, pero desde que sus compañeros en la cafetería le dijeron esa frase, no paraba de pensar en ella… acaso ahora te han salido tetas, acaso ahora te han salido tetas… Y todo porque había pedido una ridícula reducción de un octavo del horario de su jornada laboral para cuidar a Paula. Ahora que ella ya no era un bebé, y que se empezaba a comportar como una pequeña persona que daba sus primeros pasos en la vida, él sintió la necesidad de estar más tiempo a su lado. Nadie lo entendía, pero era como un impulso que le salía desde dentro. Menos mal, que cuando lo habló con su mujer, los dos llegaron a la conclusión que era algo normal y humano. Mientras intentaba destruir a los demonios que le perseguían dentro de su cabeza, se entretenía balanceando el carrito de la niña, un movimiento que utilizaba como terapia para distraerse de la situación en la que se encontraba. Se sentía como si los demás le hubiesen enfangado en un lodo del que no podía salir, lo que le convertía en un ser diferente ante sus ojos, y aunque desde que era pequeño ya sabía qué era eso de ser diferente, todavía no podía comprender por lo que estaba pasando, y lo que menos comprendía aún, de toda esta irracional historia, era la cara que le puso su jefe cuando le contó sus pretensiones. No podía olvidar esa cara que le decía que se había vuelto loco. Si sus compañeros se mofaron de él, a pesar del tiempo que hacía que los conocía y de que incluso con alguno de ellos hubiese compartido tan buenos momentos dentro y fuera del trabajo, lo de su jefe fue peor. Primero se quedó estupefacto, y después se enfadó de tal manera, que se marchó de su despacho pensando que había cometido el mayor error de su vida laboral. Todos ellos habían conseguido que se sintiera culpable, cuando él sólo buscaba disfrutar de un derecho que estaba contemplado en la nueva Ley de Igualdad ¿A quién acudía? Nadie le apoyaba en esa decisión, salvo su mujer. Estaba pensando en todo esto, cuando alguien se acercó hasta donde él estaba y se sentó en el mismo banco. Era una mujer, instintivamente dejó de balancear el carrito, y el molesto chirrido que emitía en el balanceo paró de repente.
– ¡Buenos días!, le dijo su inesperada compañera.
– ¡Hola!, le respondió él sorprendido.
Había dejado de estar solo, y sus pensamientos pasaron automáticamente a la función de stand by, mientras esperaba a que Paula terminara su sesión matinal de juegos, que desde que la había dejado sola, se limitaba a subir y bajar por el tobogán. Un objeto inanimado, que al parecer, se había convertido en su juguete preferido.
– ¿Dando una vuelta con la pequeña?, le volvió a inquirir la mujer que estaba sentada a su lado.
– Sí, ejerciendo un poco de padre, le respondió ya más tranquilo.
– ¡Qué suerte tiene tu mujer!, le dijo ella efusivamente.
– Sí, es verdad.
– Es tan raro estar libre por la mañana. Justo cuando todo el mundo trabaja.
– Sí, es un poco raro. Pero hasta hace muy poco, yo también trabajaba en el turno de mañana, y la verdad, desconocía lo que era traer a Paula al parque una mañana entre semana. Lo que dicho sea de paso no es nada desagradable.
Cuando se quiso dar cuenta, le había hecho una confidencia a una desconocida, un esfuerzo que hasta ahora, nunca había pensado que podría hacer sin necesidad de forzar las palabras, pero esta vez, sin saber por qué, consiguió dejar a un lado sus miedos.
– Si sigues viniendo, te darás cuenta lo agradable que es disfrutar del paseo matinal, sobre todo, cuando hace tan buen tiempo como hoy. Para mí, es el mejor momento del día. No hay nada más gratificante que ver a mi hijo disfrutando.
– ¿Cómo se llama su hijo?, le preguntó sin pensárselo dos veces.
– Adrián, le respondió ella con voz firme.
– Es un nombre muy bonito, le dijo él, todavía sorprendido.
– ¡Gracias!, lo elegí yo.
– Le alabo el buen gusto, le dijo mirándola por fin a los ojos.
– ¡Gracias de nuevo!, pero puedes tutearme. Tenemos casi la misma edad, ¿no crees?
– Sí, es verdad, le respondió cayendo en la cuenta de lo rápido que pasaba el tiempo.
La sonrisa de su bella interlocutora le hizo sentirse extraño y ridículo a partes iguales, primero porque no estaba acostumbrado a hablar de esa manera con personas a las que no conocía, y después, porque él no debería de estar a esas horas tomando el sol en un parque mientras observaba cómo su hija se divertía jugando en los columpios. Ahora, su lugar en el mundo debería estar en la oficina, reunido con Adolfo, su jefe, pero desde que le dejó sin apenas funciones y le cambió el horario, no tenía contacto con nadie, lo que aparte de hacerle sentirse mal, no comprendía. La ley le amparaba como padre, pero la realidad le marginaba, lo que por fin, ponía todas las cartas sobre la mesa.
– Perdona, todavía no te he preguntado tu nombre, le inquirió mientras intentaba evadirse de sus turbios pensamientos.
– Me llamo Virginia, ¿y tú?
– Luis. Yo me llamo Luis.
– Hasta que no has venido con tu niña, esto estaba bastante solitario por las mañanas. Incluso, a veces he sentido miedo. Pero es muy difícil renunciar a que mi hijo disfrute en libertad de todo aquello que le gusta, y ahora le ha dado por el tobogán, le confesó ella, poniendo su mano extendida pegada a su frente para evitar que el sol le impidiera vigilar los movimientos de su pequeño vástago.
– Sí, tienes razón, y ahora por lo que veo, a mi hija le va a dar por lo mismo. Ellos son ajenos a la soledad de los columpios.
– ¿A qué te refieres?, le preguntó ella intrigada.
– Bueno, es una metáfora acerca de la escasez de niños pequeños en el parque, todo lo contrario que cuando yo era un crío.
– Es verdad, ya casi no hay niños, le dijo ella emitiendo un leve suspiro.
– Ni padres que quieran tenerlos, le repuso Luis totalmente embalado en su jerga matinal.
– Pues no es tu caso. Tú ya has cumplido al tener a tu hija.
– No creas, si pudiera tendría más.
– ¿Acaso estás en el paro?
– No la verdad es que no, le contestó Luis.
– Perdóname si he sido indiscreta, pero no me encaja ver a un hombre de tu edad un día entre semana en el parque con su hija.
– ¿Y tú?
– Bueno, cuando tuvimos a Adrián, mi marido y yo lo hablamos, y decidimos que lo mejor era que yo me quedara en casa cuidando de la educación de nuestro hijo. Afortunadamente nos lo podemos permitir, le dijo con un gesto que denotaba que se sentía entre avergonzada y realizada ante los demás por poder hacer aquello que quería.
– Ojalá nosotros hubiésemos podido hacerlo, pero cuando aprobaron la Ley de Igualdad, pensamos que era una magnífica oportunidad de conciliar la vida laboral y familiar sin necesidad de renunciar a ninguna de las dos.
– ¿Y qué tal os ha ido?
– Pues no muy bien, le confesó Luis cabizbajo.
– ¡Vaya!, lo siento. Es difícil que las leyes se conjuguen con la realidad, le dijo ella, apostillando la confesión de él.
– No creas que tanto, en este caso lo que falla es la parte laboral.
– ¿Por qué?, le dijo ella interesada.
– Ni mi jefe ni mis compañeros me apoyan, y mucho menos entienden mi decisión.
– Imagino que la crisis económica tampoco te habrá ayudado.
– Esa es sólo una de las excusas que me ha puesto la empresa, pero hay otras que son más difíciles de asimilar.
Luis miró el reloj y supo que tenía que irse. La tranquila y espléndida mañana había llegado a su fin.
– Bueno, siento dejarte, pero debo irme a trabajar.
– Encantada de haberte conocido Luis, y hasta el próximo día. Ahora quizá sigamos viéndonos por aquí, le dijo ella con una sonrisa.
– Eso espero, le contestó Luis todavía hipnotizado por el torrente verde turquesa de sus ojos.
Mientras que se marchaba a casa, fue plenamente consciente que si quería recuperar el status que tenía en la oficina antes de anunciar que quería una reducción de jornada para cuidar a su hija, sólo lo conseguiría a través de los tribunales. Por eso, antes de ir al trabajo, había quedado con un abogado laboralista, que a pesar de estar curtido en mil y una batallas, le confesó que la suya era situación tan novedosa en todos los sentidos, que no sabía por dónde atacar a su empresa, lo que le hizo sentirse como la Libertad guiando al pueblo en el cuadro de Delacroix, pero él, enarbolando la bandera de la igualdad. La igualdad para ejercer su papel como padre, ridículo ¿verdad?, pensó. Una incongruencia que lejos de hacerle sentirse mal, le reconfortó consigo mismo, porque por una vez en su vida, creía que había sido totalmente libre a la hora de elegir aquello que quería.
Estaba solo en la fábrica. Era de noche, y las pocas luces que estaban encendidas, no eran suficientes para sacarle de su aislamiento. Se sentía como un preso que no sabe por qué está retenido. Su cabeza era como una máquina multicopista, de esas que no paran de escupir una y otra vez la misma hoja, por qué, por qué, por qué… El siguiente paso para imprimir el próximo capítulo de esta historia interminable ya estaba dado, ahora sólo quedaba comunicárselo a su mujer, lo que no era fácil, porque tal y como le había advertido su abogado, en cuanto la empresa recibiese las dos denuncias laborales, una por impago de una parte de su sueldo y otra por discriminación, ésta dejaría de pagarle la nómina, sin duda, la medida de coacción más eficaz en este tipo de casos. Se levantó y fue a buscar al vigilante de la puerta principal, porque creyó que era la mejor opción para dejar pasar el tiempo hasta que llegase el momento de irse de nuevo a casa y así distraer a su maltrecha conciencia. Dejó una de las luces del despacho encendida, aunque sabía, que ésta por sí sola, no era suficiente para que le guiase por los diferentes pasillos que le llevarían hasta su destino. Cuando estaba a oscuras en mitad del primer pasillo, sintió miedo. El mismo miedo que de pequeño le atenazaba por las noches en su particular batalla contra su fauna salvaje, pero aquí no tenía sábanas, que a modo de escudo, le protegieran de las fieras que se le venían encima. Intentó llamar a su madre, pero el último resquicio de cordura que todavía le quedaba se lo impidió. Aunque lo que no pudo hacer la fuerza de la razón, fue que se acordara de su padre, siempre ausente. Se acordó del día que fue a buscarle a la fábrica, harto de que él nunca viniera a su encuentro. Ese día, como tantos otros, necesitaba decirle algo que sólo un hombre podía entender, pero entonces tampoco le encontró. Rebuscó entre sus recuerdos, pero él nunca figuraba en ninguno de ellos. Ahora le faltaba valor, como entonces, pero esta vez no sintió la necesidad de volver a buscarle, tenía que encontrar por sí mismo el camino que le llevara hasta donde quería ir. Levantó la cabeza y divisó a lo lejos una tenue luz de lo que supuso era la bombilla del letrero que anunciaba la salida de emergencia. Se acercó despacio hasta ella, mientras que iba pensando en cómo le diría a su mujer que la cándida historia de ejercer de padres, se les había escapado de las manos.
Miraba como Paula volvía a intentar escalar a la cima del tobogán. Le llamaba la atención que nunca se quisiera subir en uno de los columpios y así poder jugar los dos juntos. El tobogán era tan pequeño, que él no podía escalar por sus minúsculos peldaños y tirarse por su reducida rampa. Volvió a pensar en la metáfora de la soledad de los columpios, cuando de nuevo Adrián y su madre, llegaron para romper la quietud de su silencio.
– Veo que a tu hija no se le ha pasado la fiebre del tobogán, le dijo ella antes de sentarse.
– Sí, debe ser el juguete de moda cuando vas a cumplir los tres años.
Virginia se fijó en la carpeta de Hello Kitty que él tenía apoyada en las piernas, y de la que asomaba un dibujo, que sin mucha dificultad intuyó que era de su hija, la pequeña Paula.
– ¿A tu hija le gusta dibujar?
– Bueno, hace unos objetos extraños a los que de una forma generosa podemos llamar dibujos. ¿Los quieres ver?
– Sí, a ver si se parecen a los que hace Adrián.
Él, a pesar del sueño que tenía, la miró embelesado, tratando de imaginar la expresión de interés de sus hipnóticos ojos verdes mientras veía el conjunto de láminas que su hija tenía llenas de garabatos. Entre todas ellas, tenía que elegir la que llevaría al concurso de dibujo, que para los hijos de los empleados, convocaba la fábrica donde trabajaba todavía. Cuando ella por fin levantó la mirada de los dibujos, él le preguntó: bueno, ¿cuál es el que más te gusta?
– Vaya, no es fácil decir cuál es el mejor de todos. La verdad es que tu hija no tiene reparos a la hora de utilizar los colores, pero lo que más me llama la atención, es que en todos los dibujos sales tú, aunque unas veces te pinta de color verde, otras de rojo e incluso de color morado. Tu hija te debe querer mucho.
– Bueno, digamos que no me puedo quejar. Creo que soy el típico padre pesado que siempre está dispuesto a hacerle caso a su hija.
– No creas que todos los padres son así, yo conozco a uno que no se parece en nada a ti.
– Pues debo decirte, que harías muy bien en advertirle que no sabe lo que se pierde.
– Ya se lo recuerdo cada día, pero su mente está absorbida por el trabajo.
Ella volvió a mirarle directamente a la cara, pero esta vez lo hizo con ternura, porque por primera vez en su vida, pensó que merecía la pena creer en el destino.
– Hoy tienes cara de sueño, le dijo Virginia una vez que él se atrevió a mirarla.
– Debe ser el cambio de turno en la fábrica. Ya me estoy haciendo mayor, y a mi cuerpo le está costando acostumbrarse. Una confesión, que le hizo, mientras una leve sonrisa se le dibujaba en la cara.
– Es verdad, había olvidado que el otro día me dijiste que te habían cambiado el turno cuando pediste una reducción de jornada. Pero, ¿no puedes pedir que te cambien el turno de nuevo?
– Lo cierto, es que la ley permite al empleado elegir el horario para facilitar la conciliación, pero también es verdad que la famosa ley del trabajo que no está escrita, no entiende de otra cosa que no sea producir. Me imagino que en tu familia como en la mía, habrá mil y una historias alrededor de las batallas de las conquistas de los derechos sociales y laborales a lo largo del tiempo.
– Tienes razón, siempre hay alguien que cuando nos reunimos en familia, antes o después, te cuenta una de sus batallitas.
Todavía no le había dicho lo de la nómina a su mujer, y como no podía aguantar más, necesitaba contárselo a alguien. Y se lo confesó a ella, mientras buscaba el auxilio de la anestesia de sus ojos verdes turquesa.
– Mi batallita ahora es contarle a mi mujer que me van a dejar de pagar la nómina como medida de presión para que deponga mi actitud.
– Pues bajo mi punto de vista, no creo que una hora de trabajo menos al día, cambie tanto la rutina de la fábrica, le respondió ella entre sorprendida e indignada.
– No se trata de eso Virginia. Mi caso debe servir de ejemplo al resto de mis compañeros, le dijo resignado.
– Se me hace muy difícil ponerme en tu lugar, porque cuando yo dije que me iba de la empresa para cuidar a mi hijo, todo fueron parabienes, tanto de mis jefes como de mis compañeros. Nadie se atrevió a decirme a la cara que me estaba equivocando. Les pareció que era una decisión de lo más natural, e incluso, alguna de mis compañeras me dijo que sentía envidia y que ojalá ella pudiera hacer lo mismo.
No se atrevió a volver a mirarla directamente a los ojos, y mientras observaba como jugaban sus hijos, sintió un miedo atroz, porque fue plenamente consciente que en su particular batalla laboral se enfrentaba contra toda la Humanidad, y por fin tuvo la certeza que la única salida al callejón en el que se había metido era la vía jurídica.
– Discúlpame, pero hoy me encuentro muy cansado. Voy a dejar a Paula donde mi suegra, y me voy a casa a intentar dormir algo antes de volver a mi particular potro de tortura.
– Luis, yo sólo puedo decirte que cuentas con todo mi apoyo, y que ojalá de mí dependiera que se volviese a restablecer la cordura en tu fábrica.
– No te preocupes, y gracias de todas formas. Hasta otro día.
– ¡Adiós Luis!
El salón de actos de la fábrica era inmenso, pero a él se le hacía tan pequeño, que se sentía como si estuviera dentro de una diminuta caja de cerillas. Por más que lo intentaba, no se quitaba de su cabeza el vacío tan grande al que le habían sometido sus compañeros nada más llegar a la fábrica. Nadie se acercó a saludarle o a preguntarle qué tal estaba, a pesar del atolladero en el que se encontraba. Menos mal que los ansiolíticos le dejaban k.o., lo que le permitía estar cerca de ellos sin inmutarse, además de pensar que los separaba el infinito océano de la incomprensión.
Una vez que colocaron a los niños en fila para la entrega de premios, se quedó sin respiración cuando vio a Virginia al lado del Director General, que acababa de entrar en el salón de actos, para ser él en persona, quien hiciera entrega de los premios. Entre tanta gente, ella no se dio cuenta de que él estaba sentado en una butaca de las filas delanteras. La miró con indiscreción, pero la agudeza de sus ojos no pudo adivinar la pureza de los suyos. A pesar de todo, no le costó recordar sus palabras acerca de los dibujos. Sí, ella había acertado al ver su silueta dibujada en las láminas que le enseñó, algo que el jurado no hizo, porque la lámina seleccionada para la entrega de premios era en la que Paula le había pintado de color morado, y que la estrechez de miras de los componentes del jurado había titulado como: Paula y su madre, y todo, porque su hija le había dibujado con el delantal puesto mientras preparaban la comida.
El mágico poder de los ansiolíticos había conseguido que una vez más se refugiase en sí mismo, olvidándose en la medida de lo posible de todo lo que le rodeaba. Pero su poder fue insuficiente cuando llegó el turno de la entrega del premio a Adrián. En ese momento, su mirada y su pensamiento se quedaron petrificados cuando vio como Virginia besaba cariñosamente a su marido después de que éste le hubiese hecho entrega del diploma a su hijo, que muy obediente regresaba a la fila de donde había salido. No se había recuperado todavía de lo que había visto, cuando recibió un sms en su móvil. Era de su abogado, que le decía, que había llegado a un acuerdo con la empresa: te despiden, pero te van a dar una fuerte indemnización, con la condición de que no la hagas pública. Como si fuera un contrato de confidencialidad, porque no quieren que nadie se entere del acuerdo. Levantó la cabeza, y lejos de sentirse recompensado, se vio a sí mismo solo y perdido en su particular fauna salvaje. Menos mal, que como una ambulancia que se presenta de imprevisto a recoger a los heridos, vio a Paula recibiendo el diploma de manos de su ex jefe. Ella, en vez de volver a la fila de la que había salido, corrió en busca de él, su padre. Cuando la vio acercarse, pensó que ese era el verdadero premio a su infinito esfuerzo.
FIN
Ángel Silvelo Gabriel