PEEP-TOES Y DAGAS. Por Anna Genovés

 

Jessica trabaja en una red escort. Sus atributos personales le hicieron pensar en los hombres antes de hora. A eso se unió la familia: clase media baja. Ella dejó de estudiar y se dedicó a revolotear entre los efebos y los crápulas; no le hacía ascos a ninguno. Hacer de cortesana se le daba de cine. Un día, la vio una madame y la inscribió en su plantilla.

A la guayaba le hizo un favor colosal; aprendió buenos modales, cómo vestir. Y lo que es más importante, descubrió los secretos del erotismo de luxe.

Sus diez años de acompañante le habían otorgado una cómoda solvencia económica. Tenía la mejor comida, la ropa más cara, peep-toes al último grito y hasta unos Manolo Blahnik que sólo utiliza en el boudoir alquilado en el que vivía. Pensaba retirarse en unos años. Nadie diría que cultivaba el oficio más antiguo del mundo o que sus padres eran ágrafos. Podía elegir a cualquier niño rico por marido. Pero, a esas alturas, el sexo le gustaba demasiado como para criar una caterva de niños e ir dando tropezones por casa, ataviada con el sempiterno delantal. Prefería vivir al día.

África, su jefa, la había reclamado para un trabajo especial: llegaba un alto ejecutivo japonés ―visitador médico― que necesitaba compañía para un simposio de medicina contra el dolor crónico. Jessica se engalanó como una dama, elegancia y belleza no le faltaban.

Takumi Aoyama era un hombre con ojos de ratoncillo. Algo así como un gafapasta a lo Mad Men. Un tipo solitario, sutil y correcto. Hablaron en inglés. El evento fue nutritivo. La experimentada meretriz anotó, discreta, los nombres de los asistentes capitalistas en una pequeña libreta niquelada de lo más chic. Podían ser futuros clientes.

Al finalizar la velada, el potentado la invitó a tomar sake. Siempre llevaba una botella del mejor ―le dijo―. Estaba hospedado en un hotel 5 estrellas resort de la ciudad.

Tras beber una tacita, Jessica iba más beoda que un alcohólico en fase pomposa. El nipón le propuso que pasara la noche con él; recibiría un extra de 6.000€.

―Por ese dinero le bailo un tango con mi vulva.

―What?

―Excuse me. It’s magnificent! ―rectificó una Jessica angelical.

Tuvieron sexo al estilo El Imperio de los Sentidos. Pequeñita pero matona ―dijo para sí misma, pensando en el miembro del descendiente samurái―. Estaba retocándose el maquillaje cuando Takumi irrumpió en la toilette enfundado en un traje negro de neopreno. Sin mediar palabra, la sujetó del cabello con violencia y la empujó hasta el dormitorio. Ella pataleó. No sirvió de nada.

Takumi había tapizado el lecho con un grueso plástico, Jessica tembló horrorizada, recordó algunos asesinos en serie: ¿será Dexter o Pat Bateman? ―se preguntó acojonada―. El Sr. Aoyama sonreía de oreja a oreja.

―Ahora viene la sesión Hostel, ¡una obra de culto! ―insinuó en un español cuasi perfecto.

Ató a Jessica a la cama con unos grilletes metálicos incrustados en púas que se clavaban a sus muñecas. Ella gritaba a pleno pulmón.

―Nadie te escuchará, por mucho que grites. Además, en unos minutos hará efecto la droga paralizante que has bebido con el sake. Te dolerá mucho. Sin embargo, no podrás moverte ni chillar. Un horror, cielo. Jugaremos con mis dagas, es una herencia familiar antiquísima.

―¡Nooo!!! ―berreó Jessica, mientras Takuma le clavaba el primer estilete.

Seccionados los tendones de Aquiles, Jessica dejó de chillar: la droga había hecho efecto. El dolor era insufrible. Media hora después, su cuerpo estaba repleto de laceraciones. La presión sanguínea había bajado: desangrándose como un cerdo en San Martín. Una nebulosa delirante le recordó las torturas de los inquisidores. Se siente víctima de su propia herejía. ¿Acaso Dios la castiga? ―se preguntó en su inminente adiós.

De improviso, Takuma apaga las luces y se tumba sobre la chaiselongue.

―Tengo sueño. Mañana seguiremos ―insinuó antes de suspirar como un querubín en vigilia.

Estaba en manos de un psicokiller despiadado. Jessica sacó fuerzas de sus músculos agrietados y sus huesos quebrados. Desfallecida, tomando bocanadas de aire como un pez, fue deslizándose por el pasillo con la mirada trémula. Aterrorizada bajo lafricción punzante del parqué, dejando un reguero de sangre espantoso. De pronto, sintió frío en ese cuerpo maltrecho que se apoyaba en el parqué. Levantó la mirada y vio una puerta lívida. Una grieta de ilusión voló por su fatigado cerebelo.

Empero, una sombra se aproximó a ella, la abrazó. Sabía que los tormentos volverían, que su carne sería pasto de las dagas macabras de su torturador. Takuma se había despertado ―la sujetaba sonriente.

―Pero, ¿cómo? ―dijo―. Ahora que tú y yo íbamos a compenetrarnos en el éxtasis de la noche eterna, ¿querías huir? Era tu salvación. Además, acabo de descubrir que tus zapatos son un arma letal ―le enseña una de sus plataformas arqueando una ceja y le asesta un golpe con el tacón en la cabeza.

Por el rostro de Jessica comienza a resbalar un torrente de hematíes espesos de un grana oscuro. Takuma relame el arma homicida.

―Sabes muy bien, pequeña zorra.

Takuma zarandea a Jessica por el suelo. Sus piernas, sus manos, su vientre; despedazados. Ya no le queda ni sangre ni fuerzas para intentar escapar. Acaba de volver a la parte más oscura de la lujosa suite: la cámara de los horrores.

Anna Genovés
20:02h
04/02/2014

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