Sólo soy una mujer. Por Ángel Silvelo (1º Premio Cristina Tejedor de Relatos de la Diputación de Palencia, 2012)

Acabo de plasmar tu firma en el último documento que te había preparado. Estoy tan acostumbrada a suplantarte, que me sale mejor que a ti. Sé, que cuando te sientes mañana en tu flamante sillón de Juez de Instrucción, no le darás importancia a este olvido involuntario que, por otra parte, cada vez es más habitual. Pensarás lo mucho que me debes, aunque no estés dispuesto a pagarme ni un solo céntimo del tiempo que todavía me adeudas. ¿Te acordarás de nuestro juramento? Sí, ese que tú incumples reiteradamente. ¡Desde entonces han pasado tantas cosas!

Tú siempre andas perdido en tu particular dolce vita leguleya plagada de mañanas de resaca, y ya no respondes a mis llamadas de socorro, como si mi voz fuese un número de teléfono que no formara parte de tu agenda. Miro el despacho vacío y pienso: ¿qué habría sido de ti sin mí?, pero el juego de las adivinanzas es un mal trago que no aconsejo a nadie, sobre todo, si el que sueña con él es aquel que ha perdido la partida del tiempo.

La primera vez que me di cuenta que faltarías al principio íntimo que habíamos sellado bajo una secreta alianza, fue cuando lejos de renunciar a hacer la carrera de Derecho, me embaucaste para que siguiera los pasos de tu temprana locuacidad de pleitista profesional. Sí, ya no te acuerdas, pero me obligaste a cursar los estudios de Derecho bajo la amenaza de que esa era la única posibilidad que encontrabas a mi ruego de querer pasar más tiempo a tu lado. Ahora estoy segura que sin mi ayuda nunca la habrías terminado, porque entonces ya empezabas a… desprogramarte como me decías con esa sonrisa burlona que en aquella época tanto me gustaba. Tú y tus juegos malabares hasta ahora siempre habéis salido victoriosos.

De ahí, pasamos a preparar la oposición a Abogados del Estado, que gracias a la preparadora que te buscó mi madre, te allanó ese difícil camino que es convencer a un Tribunal plagado de hombres que, sin embargo, esta vez estaban dispuestos a hacer favores inescrutables a compañeras que nunca les harían sombra, porque esa era su silenciosa venganza ante la falta de una brillantez que la naturaleza no les había otorgado. Tú, a cambio, a ella sólo le regalaste la mejor de tus sonrisas. No sé cómo lo haces, pero siempre acabas rodeado de mujeres que están dispuestas a dártelo todo sin esperar nada de ti. Tu vida ha sido una singladura de puertos con nombre de mujer, está claro; lo que siempre me lleva a hacerme la misma pregunta: ¿si ellas hubiesen tenido la imaginación, la fuerza y la entereza de querer ocupar tu puesto, qué habría pasado?

Nunca te ha importado nada ese otro lugar llamado igualdad de oportunidades. Tus pleitos son una prueba de ello, pero nadie hasta ahora ha caído en tal peculiar forma de ver las cosas. Lo que sin duda, apuntala tu fulgurante carrera judicial, que como la de un fórmula uno en plena aceleración, sólo deja náufragos en su camino. Sí, porque mientras tú te afanabas en que yo ejerciera de madre y esposa en casa, no paraste de ascender en el escalafón de la Judicatura. ¿Fiscal General del Estado?, menos mal que ahí ya no pude echarte una mano, ni tampoco encontraste a otra mujer dispuesta a dártelo todo sin recibir nada a cambio. Por una vez, te diste de bruces con la mala fortuna, porque en esas alturas sólo reinan hombres como tú. De esos que formáis un club privado cargado de egos mal resueltos. Sin embargo, cuando comprendiste que tu sitio se encontraba en un juzgado de instrucción, enseguida me sometiste al designio de tus caprichos, y no paraste hasta que conseguiste que fuera tu Secretaria Judicial; un trabajo al que según tú yo estaba predestinada, pues mi vida como mujer y madre, no me permitía puestos de mayor responsabilidad y relevancia, que como muy bien te encargabas de recordarme una vez sí y otra también, estaban reservados para hombres de tu ímpetu y grandeza. Cuando llego a este punto, siempre me hago la misma pregunta: ¿qué habría sido de mí sin ti?

A pesar de todo, mi ingenuidad todavía te concede una nueva oportunidad, y te dejo una copia de tu promesa en el despacho, confiada en que ahora ya no tendrás una coartada para eludirla, pero casi sin darme cuenta, me tropiezo con una nueva alegación por tu parte: me han invitado a los premios hombre del año de la revista Man Illustrated. Volveré tarde, como siempre.

Antes de salir, reviso cada uno de los pasos que me he ido construyendo dentro de mi cabeza después de darme por vencida. Esta vez no quiero fallar en mi nuevo y desconocido propósito. Debe ser premonitorio, porque por fin visualizo cómo una luz me guía al final del túnel que hasta ahora ha sido mi vida a tu lado, siempre bajo tu sombra y jurisdicción. Paso número uno: no suplantarte (rompo el documento que antes te había firmado). Paso número dos: dejarte a un lado (saco mi olvidada solicitud de ascenso del cajón). Paso número tres: olvidarte (¡ojalá mi cerebro fuese como el disco duro de mi ordenador y pudiera formatearlo para dejarlo en blanco!). Paso número cuatro: cargarme de autoestima (puedo prescindir de ti, puedo prescindir de ti…, me repito sin cesar). Paso número cinco: imaginar una nueva vida (saco la foto que llevo en la cartera y la rompo justo por tu mitad, porque no quiero volver a caer en la trampa de la nostalgia). Paso número seis: salir del escondite en el que he estado metida todo este tiempo (cuando llegue a casa hablaré con nuestros hijos). Paso número siete: conjugar la palabra libertad (me voy a presentar a un cargo electivo del órgano de representación de la Judicatura). Paso número ocho: igualdad, igualdad e igualdad (pienso en mujeres como yo). Paso número nueve: recuperar la ilusión (me veo alrededor de personas que sólo me quieren y no me necesitan). Paso número diez: no olvidar nunca que soy una mujer.

Una vez que he terminado, pienso que no debe ser tan difícil, porque si repaso tu biografía, sólo veo mujeres en ella. Una mujer te dio a luz (tu madre). Una mujer te educó (tu maestra). Una mujer se dejó seducir por tus encantos (tu compañera de universidad, tu novia, tu mujer, la madre de tus hijos, tu secretaria judicial). Una mujer te introdujo en la carrera judicial (tu preparadora). Una mujer te nombró hombre del año (tu confidente en la prensa). Una mujer se olvidó de ti (yo).

Adiós, adalid de las palabras. No te guardo rencor. Sólo quiero saber qué significa la palabra libertad y ponerme a prueba para demostrarme a mí misma que soy capaz de hacer aquello que me proponga, ¿por qué no?, sólo soy una mujer.

Ángel Silvelo Gabriel

Blog del autor

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *