A mis padres, Santiago y Carmen.
Fue entonces cuando intuí que todos nuestros movimientos, incluso sentimientos, se producían mágicamente dentro de alguna sinfonía, Esa que luego, a retazos, reconocemos con los años, de donde brotan la añoranza o la memoria. Ana María Matute: “Paraíso inhabitado”
Hace cincuenta y seis años, el día de la «rosca de San Roque» de 1956…
«Señor Juan, presénteme usted a esta chavalina, ¡es una preciosidad!», le dijo tu padre al tío de Amparito, cuando me vio por primera vez en el pueblo, en la puerta de la iglesia. Claro, que si no es por él y por ese viaje que hicimos tu abuela y yo, tú no estarías aquí…
La voz de mi madre se colaba, juguetona, por el auricular; destilaba algunas gotas de suave nostalgia, como los tenues acordes de un saxo o el fermento de un buen brandy. Una voz que sonreía mientras volvía a paladear la grata melaza del pasado, gracias a ese don que tienen nuestros recuerdos de embellecerse y sublimarse con el paso del tiempo.
«Continuará, hija, porque hay mucho que contar, ahora que lo recuerdo mejor que cuando era joven» me dice como una niña ilusionada antes de colgar el teléfono.
«Vale, mamá, ¡cuéntamelo todo!», le respondo con una avidez contenida, difícil de ocultar. En mi ánimo siguen danzando sus palabras al son de sus recuerdos de colegiala, «tú no estarías aquí si no hubiera sido por ese viaje y por el señor Juan…». Sí, por el señor Juan y por muchas otras circunstancias que, tácitamente, se alinean en torno a los hilos que va tejiendo el tapiz de nuestros destinos, de aquello que, según dice la sabiduría oriental, ya está escrito y no puede suceder de otra manera. Y sucedió. Ahora estoy aquí, intentando escribir sobre lo que ocurrió ese día de 1956. Y gracias a todo lo que aconteció, puedo hacerlo…
Hace cincuenta y seis años, en la España que mis padres acercaron posiciones por primera vez, se vivía una dictadura empañada aún por las huellas de los culatazos de la guerra civil. Una contienda fratricida por la que mucha gente dejó de creer en el amor con mayúsculas; pero no importaba, las personas nobles y amorosas como mi padre seguían desplegando sus ilusiones y la voluntad de enamorarse perdidamente de otras tan bellas como mi madre, aunque tuvieran que poner todo su empeño en la hazaña.
Aquel verano del cincuenta y seis, mi abuela quería pasar unos días de asueto en un lugar tranquilo y visitar la cuna que vio nacer a su marido, mi abuelo, fusilado en Madrid durante la guerra. Y dio la «casualidad» de que mi abuela conocía a alguien que… Llegados a este punto, me siento en la perentoria necesidad de aclarar que la benjamina de mis padres, o sea, una servidora, no cree en las casualidades, sí en las «causalidades» que se desprenden de aquello que muchas filosofías llaman karma, esas fuerzas espirituales o invisibles, no terrenales, que impelen el desarrollo y consumación de los hechos que han de suceder. Como todo aquello que llevó a mis padres a encontrarse; para mí ya no cabe ninguna duda, mis dos hermanas y yo íbamos a venir a este mundo, sí o sí.
Como decía, mi abuela conocía a una mujer que era de otro pueblo de la geografía abulense, gracias a las insistentes recomendaciones de aquella señora y al enhebrar de los hilos del destino, decidió alquilar una casita en el pueblo de mi padre que estaba a solo doce kilómetros del de mi abuelo. Y así, conducidas por esos hilos que se iban conformando, puntada a puntada, para tejer ese primer encuentro, llegaron mi madre y mi abuela al precioso lugar donde nació mi padre para pasear por sus calles, el dieciséis de agosto de mil novecientos cincuenta y seis. Ese día tiene un significado especial en los calendarios populares; además de marcar el inicio de la extinción de la canícula veraniega o de la época más calurosa del año, en algunas comarcas españolas también se celebra la festividad de San Roque. En el pueblo de mi padre, la gente pasaba el día en el campo con la típica torta o rosca de San Roque, algunas dulces y otras saladas, en honor al santo… Aquel día de San Roque tan especial, antes de marchar al campo a celebrar la onomástica, la gente del pueblo acudió a los oficios para bendecir sus tortas. Y en la puerta de la iglesia, sin saber nada de la bendita tradición, en medio de toda la barahúnda, estaba mi madre, observando el ir y venir de la gente de por allí. Mi abuela y ella salían de escuchar la misa y como le picaba demasiado la curiosidad sobre lo que ese día se celebraba allí, decidió, toda ufana, acercarse a preguntar a un señor ya entrado en años y con cara de saber muchas cosas. «¡Qué casualidad!», era el señor Juan, el tío abuelo de nuestra vecina Amparito y el «ángel» que los presentó. El señor Juan era un tipo de lo más entrañable, bajito, de pelo cano que dejaba entrever a través de una castiza gorra de vichí. Cuando era pequeña, durante mis vacaciones, le recuerdo leyendo muy reflexivo y concentrado a la sombra de una acacia; unos ojos atentos recorrían las selecciones del Reader´s Digest, esas revistillas americanas de los años cuarenta, de tamaño diminuto, que traían muchas curiosidades…
Cuenta una leyenda popular que a San Roque le salvó la vida un perro ─que no tenía rabo─ cuando enfermó de peste y se retiró al bosque en soledad para no contagiar a nadie. El animalito le llevaba todos los días un trozo de torta que robaba a su amo, y fue así como el amo del perro sin rabo descubrió a San Roque, ya muy enfermo, y se lo llevó a su casa para curarle…
Así se lo relató el amable y atento señor Juan a mi madre; y mientras continuaba explicándole más pormenores y mayores de aquella algarabía, quiso el destino que, en ese preciso instante, pasara mi padre y le viera, muy cuco él, conversando con una resplandeciente morena que parecía salida de una película o de un cuadro de Julio Romero de Torres. La belleza de aquella chavalina que vio por primera vez en la puerta de la iglesia, descollaba en los contornos de la sierra gredense igual que los primeros rayos del alba. Y mi padre que, a lo largo y ancho de su andadura donjuanesca, aún no había conocido a moza alguna de su agrado, ni corto ni perezoso se acercó al señor Juan y le dijo: «Señor Juan, presénteme usted a esta chavalina, ¡menuda preciosidad!».
Y así comenzó una bonita historia de amor, con sus avatares, como todas, y salpicada a borbotones con la peculiar indecisión de deshojar margaritas que siempre ha caracterizado a mi madre; pero mi padre jamás se desanimó y no cejó en su empeño de escribirle, todos los días, un poema de amor…
Piensa que el mundo se acabará,
que las estrellas perderán su brillo,
y que el Sol quedará en Tinieblas.
Pero mi amor por ti,
no podrá abatirlo el tiempo,
por ser Eterno.
Tuyo hasta el fin…
Poema de mi padre dedicado a mi madre cuando eran novios…
Casi tres años después de aquel día, el seis de julio del cincuenta y nueve, ese encuentro en la puerta de la iglesia tañó sus campanas de boda. Y a pesar de que mi padre lleva nueve años postrado por un indeseable ictus y que no han podido celebrar sus bodas de oro hace tres, aquella historia de amor incondicional que empezó el día de San Roque…, colorín, colorado… no se vayan, por favor, que aún no ha terminado…
Mar Solana
Blog de la autora
Colaboradora de Canal Literatura en la sección “Palabras desde mi luna»
marsolana@canal-literatura.com
Una bella historia de amor la de tus padres Mar, acompañada y biselada por tu mágica pluma en aras al recuerdo de su memoria. Como tantas otras historias de amor, un buen día en un lugar no tan cualquiera, las campanas de la iglesia tocaron a enlace y después unos años más tarde, tú nos la cuentas con ferviente amor e ilusión porque sin duda alguna ya formas parte de ella.
Como siempre, excelente relato amiga. hoy acompañado del perro de San Roque y su dulce de.torta.
Te envío un beso y un abrazo.
Muchas gracias, querido Juan 🙂
Sí, es una bonita historia la de mis padres; hace tres años cumplieron sus bodas de oro y al final, no pudimos celebrarlo porque mi padre estaba ese verano muy regular… Me siento muy orgullosa de haberles regalado este escrito para compensarlo; ya sabes, cuando el escritor comparte sus textos, una buena parte ya pasan a ser del lector, de vosotros, que me leéis con atención y cariño. La única pena que tengo en un rinconcito de mi corazón es que mi padre ya no ha podido leerlo 🙁
Gracias, amigo, por estar SIEMPRE. Dale muchos besitos a Espe.
Mar.
Una buena idea empezar una colaboración por el principio. Y qué mejor principio que el de la misma autora.
Te tiran tu tierra y tu sangre, Mar, y eso es propio de la buena gente.
Felicidades por tu sección y felicidades por esta primorosa inauguración.
Mis deseos de una larga andadura en este café, como tú le llamas.
Hola, Atticus:
Cuánto me alegra verte por aquí 🙂 Y más me alegran y me animan tus palabras. Muchísimas gracias. Con lectores y compis como vosotros el café nos sabrá mucho más rico, ¿verdad?
Un beso enorme.