Sin olvido posible
A su edad, mantiene una lucidez admirable. Además, conserva una memoria prodigiosa pese a los acontecimientos que desde muy niño ha presenciado en carnes propias; y eso le permite la licencia de ser cronista y un testigo leal, sin ningún pacto con el tiempo, de todo cuanto ha vivido en su pueblo. Nadie mejor que él conoce lo mucho que ha cambiado su ciudad: su trabajo como fotógrafo ha estado volcado en torno a sus vecinos, cambios reseñables en lo que se refiere a calles, comercios, espacios públicos; como uno de esos reporteros ambiciosos que, con su cámara fotográfica en mano, capta vivencias que perdurarán como fuego tallado para las nuevas generaciones. Pues es algo que desea con todas sus ganas: que su legado sea sempiterno para que las nuevas generaciones tengan referencias de sus antepasados y de sus raíces.
Buen comunicador, de palabra versátil y extraordinario contador de historias. Antonio Reales es un hombre campechano que denota, a sus años, el amor por el recuerdo fotográfico; lo que en el fondo se trata del amor por un oficio creativo plagado de inmortalidad, porque, el arte de la fotografía, simboliza la perfecta resistencia a la desmemoria, al paso de los calendarios y al olvido. Cuando hablo con él, no tengo duda que transmite un entusiasmo por avivar una anécdota, cualquiera que sea. Y una de las cosas que más le desagrada y que asume con inevitable resignación es que, a media que envejece, sabe que en pago de tributo dejará por el camino a amigos, familiares y seres queridos. Una cláusula inquebrantable en el propio contrato de la existencia misma cual artífice de un largo recorrido: acumula una trayectoria de más de 40 años dedicados a la fotografía, junto a sus hermanos, Pedro y Manuel, que también se ejercitaron en la profesión.
Aunque lleva muchos años jubilado, no deja de participar en actos públicos y de hacer simposios con diversas asociaciones destinadas a la divulgación histórica. Hace unos días, me regaló toda su obra fotográfica —al menos, de la que puede quedar constancia publicada—, donde se recopila su extenso trabajo que sirve, por consiguiente, como una forma de convidar a la nostalgia. Tres gruesos tomos encuadernados en tapa dura en los que aparecen referencias fotográficas desde 1957. Observo las páginas con el interés, o la sorpresa, de ver lo mucho que ha evolucionado todo desde aquel entonces tanto en su pueblo natal, como en España. Medios de transporte que abarcan el carro y el burro, las bicicletas antiguas, o un Seat 600 biplaza que sólo hoy existen en los garajes de quienes son aficionados a los coches antiguos. Los medios de transporte constituyen un elemento esencial, conforme las gentes pueden desplazarse a otras regiones o emigrar a otras zonas, aparejando cambios en la demografía y en la economía local. Antonio Reales supo prestarle atención a todo eso, y no perdió oportunidad para fotografiar las innovaciones tecnológicas y los primeros vehículos a motor que se veían por su pueblo. También, en esas monografías, aparecen grupos de jóvenes que expresan en sus ojos —o eso me lo parece a mí— ingenuidad y cierta sumisión a los cánones sociales que imponían los mayores, respeto, sacrificio y obediencia, e infundiendo éstos lecciones de vida, de moral y de ética para preparar a las generaciones venideras en los soplos de una España próspera. Antonio Reales vivió una buena época; primero, el final del franquismo, y después la Transición, la modernización de España, las transformaciones sociales y urbanas, la eclosión entre un modelo de vida tradicional y otro abrumadoramente tecnológico, lo que, a su vez, también cambió su forma de trabajar. Dicen que los acontecimientos más relevantes de la Historia surgen en los cambios de época; ese ciclo donde se apaga un repertorio de vivencias, de acontecimientos varios, de cosmovisiones y nuevas formas de moral y de servidumbre. Es ahí justo cuando todas las artes cobran su fertilidad. Y en ese sentido el arte de la fotografía es crucial.
La fotografía surgió gracias a una cámara oscura que empezó a proyectar una imagen externa, hasta 1840 con la llegada del colotipo con dos revelaciones: negativo y positivo, todo ello en sobre de nitrato de plata. Después apareció, en 1948, la cámara instantánea que revelaba la foto por los químicos del papel, hasta que en 1985 se creó la primera cámara digital, desde una Pentax Auto 110, a una Pentax MEF. Eso facilitaba el método, aunque no la técnica, porque son dos cosas distintas. En el primer caso, tiene que ver con la disciplina y el procedimiento en sí; mientras que la técnica es el conjunto de pericias y hazañas. Y eso es lo que diferencia a un fotógrafo de otro. No me cabe duda de ello, que Antonio Reales cuidó tanto una cosa como otra; es algo que, cualquiera que observe con detalle toda su monografía, concluye. Al fin y al cabo, la técnica de la que se sirve un fotógrafo es la misma de la que se sirve un pintor: la obsesión por la luz, perspectiva, fondo, encuadre, y consonancia paisajística. Si todo eso se combina adecuadamente se obtiene entonces una excelente obra fotográfica.
Viendo toda ésta de Antonio Reales, cuyo regalo me hace con su afecto, me evoca el relato oral que en antaño hacían los ancianos frente a una hoguera, rodeados de jóvenes ávidos y curiosos por las batallitas de los abuelos; es decir, el reflejo de un mundo que no morirá, pese a que ya no existe. Un folclore y un medio de vida que expiró, igual que sus protagonistas y de todas las gentes que lo hicieron posible, pero que, mientras haya referencias fotográficas, se mantiene el aroma de todo aquello que no ha pasado a la inexistencia; porque también para eso sirve la fotografía y el arte. Para que la vida, escurridiza y transitoria, no rezuma descomposición ni ninguna hazaña humana quede muerta. ¿Qué sería del estudio de la Historia si no fuera por el oficio fotográfico? Nadie puede saber con exactitud qué ocurrió en la toma de la Bastilla, en la noche del 14 de julio de 1789, ni la expresión emocional que se dibujaría en la cara de Colón y en sus hombres al poner un pie en las colonias del ultramar, ni el pánico que sembrarían las tropas napoleónicas la noche del dos de mayo —salvo el cuadro de Goya—, que revela la escena de los fusilamientos pero no las emociones precisas de quienes fueron fusilados. El pavor de sus miradas, los gritos de agonía, o los auxilios que vociferaban en las plazas madrileñas. Lo que sí es cierto es que la aparición de la cámara fotográfica fue, sin parangón, uno de los inventos más revolucionarios de la humanidad. Igual de trascendente que la invención del dinero, la imprenta y el surgimiento de las religiones. Cambios insondables que marcaron el destino de todas las artes, haciendo que el ser humano se asome con mayor precisión a los límites de su belleza, de todo lo sublime y armónico, como también la revelación de su crueldad y sus horrores. Por eso la fotografía es ese arte misterioso que le pone nombres y apellidos a las caras del bien y del mal.
Por otra parte, la obra de Antonio Reales me recuerda a la Artur Pastor: un fotógrafo portugués, nacido en Alter do Chão, en la región del Alto Alentejo, y que retrató el trabajo agrícola y campesino, los ganaderos, las calles de los pueblos que daban al mar, los pescadores y la artesanía de los orfebres, a medida que las ciudades lusitanas escribían —o reescribían— sus propias historias, su lírica y su voz. Porque la fotografía es, en sí misma, una forma de expresión poética. Así que cuando leo las reseñas que ilustran cada una de las fotografías que hizo Antonio Reales, y sus hermanos, me hago cómplice de las vivencias de esos vecinos que hace años murieron. Igual que me hago cómplice de las verbenas, las celebraciones que ensalzaban los devenires del tiempo, como esa imagen tomada en 1948 en la romería de San Isidro donde aparecen un grupo de vecinos, a modo de elenco, acompañando a Don Quijote y Sancho Panza junto a un guardia civil con tricornio, y un jovencísimo varón a su izquierda. O la llegada del primer tractor en 1944 de la marca Casen, con mecanización ruda y destartalada, pero con la fuerza propia de una máquina agrícola que causaba estupefacción entre las gentes. O esa cuadrilla de podadores, con sus tijeras de poda, cigarro en los labios y la bota de vino, contribuyendo a la economía local. Porque el pueblo del que hablamos ha sembrado su economía en base a la vid y la cultura vitivinícola; y gracias a Antonio Reales y al legado de sus hermanos, el tesón de años y décadas, hoy conozco mejor el pasado, presente y futuro de un pueblo que, desde que llegué, me ha tratado muy hospitalariamente como es Socuéllamos.
Luis Javier Fernández