La caída de Bagdad
El régimen de Sadam Hussein vive sus últimos momentos, la obra de Jon Lee Anderson abarca una secuencia cronológica que se inicia con una minuciosa descripción de los meses previos a la guerra en Iraq y concluye con la narración de la caótica y desgarradora situación del país un año después del fin oficial de la contienda. El periodista estadounidense llega poco antes del inicio de un enfrentamiento que terminará con un gobierno dictatorial, sustentado en el miedo y en la propaganda de un líder ególatra y cruel. Espera conocer, de primera mano, la realidad en la que viven los iraquíes, sus opiniones sobre la guerra, sus sentimientos y sus esperanzas.
Anderson entabla relación con diversos ciudadanos de Iraq, un grupo de personas que introducen al lector en la dictadura de Sadam, que le narran la entrada de las tropas norteamericanas y la etapa final, cuando, acabados los enfrentamientos, se podía esperar la paz. Son iraquíes como Sabah, su chófer, un eficiente chií que se hace indispensable para el periodista en sus desplazamientos; y que le muestra los lugares comunes por los que discurre la vida en Bagdag, una ciudad que intenta mantener la normalidad diaria a pesar de la amenaza americana. O como Ala Bashir, médico personal del dictador y creador de algunos de los principales monumentos que alaban la figura del gobernante. Este artista, antiguo conocido del reportero, se convertirá en personaje protagonista en la obra de Anderson. Ambos mantendrán largas conversaciones sobre la figura del dictador. Al periodista le interesa, sobre todo, entender por qué un hombre culto e inteligente acepta una relación con este líder político cuyas sangrientas actuaciones traen consecuencias tan nefastas para su país. A lo largo del libro las razones de Bashir se desvelan y se puede vislumbrar el entorno del dirigente en sus últimos días.
Describe Anderson el día a día de los periodistas que, como él, han decidido permanecer en Iraq y repasa diversas anécdotas sobre los cambios de hotel, las provisiones de comida y agua y los trajes contra las armas químicas. Las circunstancias de su trabajo hacen que se estrechen lazos de amistad y colaboración entre los distintos corresponsales, y que el trágico destino de algunos de estos profesionales sea un duro golpe para todos ellos. Recuerda la muerte de José Couso, el reportero de Tele 5, alojado en el Hotel Palestina y abatido por los disparos de un tanque norteamericano. Está convencido de que el disparo fue un error y no un ataque premeditado de las tropas de Estados Unidos. Sin discursos moralistas este reportero recoge también la historia de Alí, de doce años, sin familia y sin futuro, con el cuerpo destrozado, víctima de una guerra que destruye vidas y esperanzas. Daños colaterales.
Se apoya en historias humanas porque, según dice, a través de los dramas humanos «es más fácil comprender lo que allí ha ocurrido». Permanece en Bagdad tras la ocupación del ejército norteamericano y es testigo de la ineficaz política que quiere imponer el gobierno de Bush. Los estadounidenses son incapaces de comprender el carácter y la cultura del pueblo iraquí, y tropiezan cada día con unos ciudadanos que rechazan la invasión. El fin de la guerra no supondrá el fin de la violencia.
Todo esto lo relata Jon Lee Anderson sin aspavientos, sin moralina y con una innegable calidad narrativa. Reacio a tomar partido, escucha a sus interlocutores en un afán de comprender los distintos resortes que guían los comportamientos humanos en tan dramáticas circunstancias. Una y otra vez recoge las palabras de algunos iraquíes que avisaban de las funestas consecuencias que tendría esta campaña militar. Muchos querían ver derrotado a Sadam Husein por su crueldad, pero no a cambio de la ocupación extranjera.
En el primer aniversario de la entrada en Bagdad nada ha cambiado, «había transcurrido un año, pero parecía como si la capital no hubiera caído en absoluto… o quizá aún estuviera cayendo». Las palabras de Anderson, llenas de desesperanza, reflejan una triste realidad que continua aún hoy. Da la impresión de que Iraq nunca terminará de ‘caer’.
Eloína Calvete García