Going to California. Por Agustín Azcona Hernández

Going to California

Going to California

Para mi hermano Gerardo

 

Yo había matado a un hombre y la policía me buscaba. Mi esposa me había abandonado dos días antes robándose mi hierba y bebiéndose toda mi cerveza, así que me encontraba solo, huyendo de lugar en lugar, con poco dinero, tratando de gastar lo menos posible. Un día no pude más y decidí quedarme en un desolado pueblo. A cada momento, me preguntaba si debería dejar de huir y si la policía algún día me atraparía. Cuando oscureció no tuve más remedio que rentar una habitación en el único hotel del pueblo.

Al día siguiente, lo primero que hice fue comprar una cajetilla de cigarros y una coca cola,  y me  dirigí a un parque, en donde la gente miraba con extrañeza mis gafas oscuras y mi barba.

No recuerdo en que momento se me ocurrió encender un cigarro de yerba santa y quitarme la camisa. Tampoco recuerdo de quien era la bicicleta que tomé, pero comencé a dar vueltas alrededor del parque. En ese momento yo era Jim  Morrison en alguna calle de Los Angeles y por un momento me sentí feliz.

Por mi cabeza pasaban miles de ideas, en la mayoría la policía aparecía y me llevaba a una oscura celda, pero también se me ocurría que todo se aclaraba y que yo volvía a casa una mañana soleada. Sin embargo, nada de eso sucedía. Esa noche decidí contratar los servicios de una prostituta,  y no volví al parque sino hasta dos días después.

Cuando regresé lo primero que hice fue buscar la misma banca. Al mediodía tenía entumidas las piernas, así que caminé hacia la cafetería que había en el  quiosco, en donde saludé a un par de meseras y pedí una cerveza; yo actuaba con mucha cautela porque creía que no debería hablar con extraños, así que rápidamente regresé al parque.

En ese momento descubrí que mi vida era una basura. Como un golpe en la nuca, me descubrí como un actor de reparto en una película de ínfima categoría, sentí la necesidad de hablar con alguien e intenté hacerle plática a una joven que tenía porte de extranjera, pero no me pude hacer entender, y decidí regresar al hotel para encerrarme en mi habitación. De esa forma pasaron dos días más, y a mí me empezaba a invadir la tristeza.

Al siguiente día aparecieron en el parque un par de mujeres. Una de ellas era gorda y mayor,  la otra era joven y bella, qué cosa más extraña, yo pensaba que las conocía, no sabía de donde, pero las conocía. Maldición, pensé en un determinado momento, me estoy volviendo loco, y me daban ganas de acercarme a ellas pero no lo hice.

Los siguientes días coincidimos en el mismo parque. Yo las miraba con mucha atención, compraba el periódico y fingía que lo leía, sin embargo, no dejaba de mirar a la más bella de quien me extrañaba la palidez de su cara. Con el paso de los días me fui acostumbrando a ellas,  y creo que ellas también se fueron acostumbrando a mí.

La mujer mayor nunca saludaba, solamente inclinaba su sombrero, bastante grande por cierto. Nunca la vi sonreír. En algunas ocasiones mostraba un rictus de dolor en la cara, a veces llevaba una revista que leía. La mujer joven y bella, por su parte, me dedicaba largas miradas. A mí me daba por cantar bajito, esa canción de Going to California y me quedaba mirando a la bella mujer que me sostenía la mirada como si me retara y así permanecíamos no sé cuanto tiempo hasta que me ardían los ojos y me levantaba.

Lejos del parque comía y bebía cerveza en un pequeño restaurante, y después prendía un cigarro y miraba a los paseantes. Cuando regresaba al parque allí estaban todavía las mujeres, para entonces la bella mujer tenía unas gafas oscuras como las mías, y de manera casi espontánea, a mí me daba mucha risa.

En un determinado momento me quedé con los ojos cerrados concentrado en mis recuerdos, de vez en cuando las miraba, me daba cuenta de que el parque empezaba a quedarse solo. Luego, comenzó a llover. La tarde se había llenado de nubes, y yo sentí la necesidad de hablar con alguien, pero no lo hice, así que tomé mi mochila y me dirigí al quiosco en donde pedí un sándwich y desde allí, desde ese lugar, observé que las mujeres discutían acaloradamente, no podía escuchar pero veía que manoteaban y se lanzaban miradas de odio.

De súbito la tormenta desató su furia, una lluvia inesperada comenzó a caer con una fuerza desmedida, era lluvia acompañada de granizo. La primera en salir corriendo fue la mujer gorda, así que a la bella mujer no le quedó más remedio que correr hacia donde yo me encontraba. Quedamos a unos centímetros de distancia mirándonos a los ojos. Después miramos el enorme río de agua que se formaba y que empezaba a llevarse todo: las bicicletas, los postes, los árboles, los anuncios. Por mi cabeza pasó la idea que de un momento a otro una ola gigantesca nos iba a arrastrar y que haría pedazos al pequeño pueblo. Los dos permanecíamos muy cerca casi rozando nuestros cuerpos, por lo que en un acto que pretendía ser protector, la abracé, ella se pegó hacia mí; sentí la calidez y tibieza de su piel, su cuerpo pegado al mío. Pero el destino siempre está tramando algo, la tormenta hizo volar miles de papeles, y un periódico mojado cayó a mis pies. Al intentar retirarlo,  descubrí la foto de mi acompañante en la sección de nota roja, ella tal vez se dio cuenta pero fingió no saberlo,  tuve tiempo suficiente para leer que la policía la buscaba,  que andaba huyendo porque había matado a un hombre, y entonces se me aclaró el panorama. Ya no me sentí solo, descubrí que esa bella mujer y yo compartiríamos muchas cosas, que dejaríamos de huir y que llegaríamos en algún momento, juntos, a California.

Agustín Azcona Hernández

Diciembre 2018

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