39-Un colombiano en Sitges. Por Menelik

Nada más llegar a Barcelona mi padre se enloqueció con la idea de visitar la ciudad de Sitges. Para él era algo extraordinario el hecho de que una población homosexual pudiera contar con un lugar de encuentro especial. No es que mi padre odiara abiertamente a los homosexuales, ni que tampoco fuera intolerante, porque siempre ha sido un ferviente protector de los derechos civiles y de las libertades, sino que simplemente la cultura colombiana le había imbuido ese pensamiento machista que le impedía reconocer las distintas sensibilidades de un hombre y la posibilidad de verse atraído por otro hombre.

         Mi padre es un hombre de verdad, seguro y orgulloso de su virilidad, y cuando le dije que en las afueras de Barcelona existía una ciudad en la que vivían gays de todo tipo, estalló con una risa descontrolada, frenética y asmática. Se entusiasmó con la idea de visitar este poblado tan original. Seguramente se imaginó en medio de un parque de atracciones, parecido al de Portaventura, en medio de una pandilla de hombres afeminados y depilados, montados sobre unos altos tacones de punta, emitiendo gritos agudos y estridentes, que doblan las muñecas a cada instante. Era innegable que mi padre quería aprovechar de esa experiencia para burlarse del liberalismo europeo, reforzar su visión de conservador empedernido y encontrar los perfectos argumentos para demostrar que Europa estaba equivocada.

         –Quiero ver esa vaina –clamó él jocosamente–. Quiero ver a todos esos hombres desocupados flirteando, sujetándose y rozándose en las calles como gatos en celos.

         –Cuidado papá –le contesté para alentar su imaginación–, puede que no salgas vivo de esa experiencia y si lo logras, puede que no camines de la misma forma que antes.

         –Hija –zanjó el tema mi padre firmemente para revalidar su masculinidad–, a mí nadie me pilla en la calle y menos desprevenido.

        

         Poco después de la llegada en Barcelona, cuando todavía estábamos en el carro dando vueltas interminables por la ciudad con mi marido Karl, la vista de la gigantesca torre Agbar y de su alargada y extraña forma nos permitió abordar el tema de Sitges y de la homosexualidad en España.

         –Mira papá –le dije con ganas de bromear–, a tu derecha podrás ver la torre de Agbar. Tiene la forma de un misil enorme o de un supositorio gigante, como quieras verlo. 

         –Parece una pinga monumental –añadió mi papá enseguida con su tono autoritario y tan divertido. Enseguida mi madre, que estaba a su lado contemplando los tesoros de una ciudad que desconocía totalmente, quiso silenciarle con un gesto ruborizado del codo–. El hombre que ha diseñado este edificio es seguramente un marica ambicioso.

         –Cuida tu forma de hablar –dijo mi madre–. Has hecho todo para educar a tus hijos de la mejor forma. No creo que le guste a tu hija oírte hablar así.

         –No te preocupes mamita –contestó mi padre–. Ella sabe lo que es un buen chiste.

         El chiste fue lanzado de forma osada y mi marido Karl aprovechó del tema de la homosexualidad para intervenir. Estaba deseoso de mejorar su fría relación con mi padre y de establecer una cierta complicidad.

         –Suegro –dijo karl con su notable acento austriaco–. Le aconsejo que vaya a visitar el ciudad de Sitges. Estoy seguro que le gustará.

         –¿Es la ciudad donde se encuentran todos los maricas de Europa? – reguntó mi papá con un tono visiblemente divertido.

         –No hables de esta forma despectiva –intervine yo indignada–. Los homosexuales son personas como nosotros, con su forma de concebir el mundo y sus preferencias existenciales.

         Mi padre saltó desconcertado en el carro al oír mi comentario tolerante y liberal. No sé qué fue lo que más le sorprendió, si fueron mis palabras o simplemente el hecho que las pronunciara yo, su hija, de sangre colombiana y educada en el Valle. Pese a su determinación, mi madre no consiguió contenerle.

         –Hija, un marica es un marica –expresó severamente él. En sus facciones podía entreverse un aire reprobatorio y notablemente insatisfecho–. Me parece que usted se ha embebido de todas las ideas libertinas y degeneradas de Europa.

         –¿Y hay algo malo en eso?

        

         Los criterios anticuados y conservadores de mi padre volvieron a chocarme con la misma fuerza que siempre. Entendí una vez más por qué me había ido de Colombia, por qué me sentía tan bien Europa y por qué me costaba tanto tener debates y discusiones con personas de allá. Mi salida de mi patria no sólo fue propiciado por mi deseo de aventura, ni por mi necesidad de descubrir y comparar, sino también por mis ideales progresistas y mi concepto humanista de la justicia.

         Desde muy jovencita me había interpelado esa intolerancia con las diferencias, esa injusticia aceptada, considerada como normal, y la intransigencia machista con las mujeres emprendedoras y los hombres afeminados. En algún momento, posiblemente durante los años de la universidad, quise conocer otros horizontes para ampliar mi punto de vista y cuestionar mi cultura. El miedo a la diferencia me afectaba enormemente en mi vida cotidiana porque mi forma de pensar y de concebir el mundo era distinta al resto de la sociedad.

         La reacción severa e intemperante de mi padre me hizo recordar esa sensación inaguantable de asfixia que llegué a sentir durante mis años de estudiante. Me pareció topar nuevamente con un atavismo del pasado, pero esta vez, y gracias a la complicidad de mi marido Karl, afronté la situación de otra manera, privilegiando las bromas y anécdotas desenfadadas.

         –Papá –expliqué–, aconsejan todas las guías de Sitges que se camine con la espalda pegada a la pared –me interrumpí brevemente y procuré permanecer seria hasta el final–. Es una simple medida preventiva para evitar accidentes incomprensibles e irreparables.

         Mi padre escuchó la noticia con ojos desorbitados, visiblemente estremecido. No sabía si debía reír o llorar, porque el peligro parecía inminente y descomunal. A nadie le gustaría sufrir una embestida inesperada en el pueblo de Sitges y, viendo que yo ya no añadía ningún otro comentario, él decidió desternillarse de la risa.

         –Carajo –clamó él enérgicamente–. Europa es un continente de grandes sorpresas. Lo único que les digo es que no me pongan en problemas. No quiero problemas.

           

         La expectación de mi padre fue creciendo con mis cuentos y los de mi marido. Acabó imaginándose que Sitges era un carnaval perpetuo de hombres fornidos y embadurnados de aceite que desfilaban a todas horas del día para demostrar su sexualidad extraviada. Pensaba que Sitges era la capital europea de la depravación y del pecado, de la degeneración humana y que ese punto débil iba a causar el derrumbe de la Europa y de la España colonialista. La España del siglo de oro,  la que envió a Cristóbal colón, Hernán Cortes y Pedro Heredia para imponer su ley, iba a caer ahora bajo el castigo de Dios y conocer lo que Babilonia la Grande conoció en sus últimos días. Mi padre no era un creyente devoto, no era ningún fanático, pero no dudaba en emplear un lenguaje apocalíptico, normalmente usado por mi madre, para amenazar a sus enemigos y llamar la atención de sus oyentes.

        

         La visita a Sitges se produjo tres días después de la llegada de mis padres a Barcelona. Pese a las insistencias de mi padre en visitar Sitges y sus cercanías, le obligué a ver antes algunos de los tesoros de la ciudad condal: la catedral, la Sagrada Familia, el parque Guëll y el palacio de  Montjuïc. No fue nada fácil porque el hombre, siempre muy testarudo y autoritario, no quería dejarse aconsejar. Según él, lo más importante era comprobar la grandeza de la mariconada que representa Sitges. Había que verla urgentemente y sin dilaciones porque era la prueba viviente de la caída inminente de Europa.

         Llegamos a Sitges en medio de una avalancha de turistas preparados para un día entero de playa y de soleamiento. En el tren brillaban las sombrillas y los bañadores, todos coloreados y vistosos, los cuerpos de muchos turistas, de niños y niñas, pero ningún homosexual. Más tarde, en la parte antigua de la ciudad, la falta de homosexuales extrañó seriamente a mi padre que todavía no había visto nada raro. Absolutamente nada, y eso le tenía rígido e impaciente.

         –Pero hija –manifestó él alarmado–. ¿Adónde están los homosexuales? Dígame.

         –No sé.

         –Por favor –agregó mi padre–. No me digan que he viajado hasta acá para ver lo mismo que en cualquier otra ciudad. ¿Adónde están los maricas bailando y contoneando las caderas?

         Le tuve que explicar insistentemente que, pese a todo lo que se podía imaginar de Sitges, la vida seguía como en cualquier otro sitio. Cada persona disfruta de su sexualidad con plena discreción. Le costó entender esta idea, le costó ver la realidad, pero no tuvo otra alternativa que aceptarla, porque rápidamente entendió que esto no tenía nada que ver con lo que se había imaginado del otro lado del Atlántico, que lejos estaba de la imagen de una orgía sempiterna de hombres fornidos y desesperados por el olor mareante del sexo y las fiestas con alcohol. No había rastro ninguno de esas escenas impúdicas y osadas que pueden verse en los platos de estilo griego, recreando enlaces amorosos de una civilización decadente y desaparecida. Nada de todo esto. Sitges es una ciudad tranquila y amena, en la que se respira un vago aire de distensión y diversión, propio de toda zona turística. Allí todo es fiesta y la fiesta es de todos.

         –Qué equivocación la mía –clamó mi padre con una grave expresión de sorpresa–, yo pensaba que iba a encontrar una cantidad de hombres fornicando por todas partes –mi papá sonrió tontamente–. Hasta me había preparado por si acaso y esta mañana me puse cuatro boxers para no sufrir una sorpresa desagradable. Pensé incluso en seguir tu consejo, hija, y caminar pegando la espalda a la pared.

         Me reí a mandíbula batiente, alegrada por esa experiencia interesante a la que se había visto expuesto mi padre, y, con un gesto de ternura, le cogí la mano y le invité a que volviera a España el año siguiente para participar al carnaval de Sitges.

         –Sería una experiencia muy buena para ti –le aseguré.

         –¿En compañía de todos los maricas, transexuales y lesbianas de Europa? ¿Qué pendejada es esa? 

         –¿Por qué no? –le contesté mirándole directamente a los ojos–. No te va a pasar nada y puede que te diviertas mucho.

         Mi papá se detuvo y permaneció quieto unos segundos. Quizás trataba de abrirse a otras formas de pensar y de sentir. Seguramente se vio bailando en las avenidas de Sitges, agitando unas guirnaldas de múltiples colores y moviendo las caderas al ritmo de una batukada. Entonces, me cogió de la mano confiadamente, me miró a los ojos con la misma insistencia que yo demostré segundos antes y me sorprendió con una respuesta que no esperaba.

–¿Por qué no mi hijita? –manifestó él con una voz segura y clara–. El año que viene vendré acá y nos apuntaremos los dos al carnaval de Sitges. Prepárate, será bien chévere.

4 comentarios

  1. Me parece un relato valiente que refleja con gracia la postura terca del padre (creo que efectivamente ante esas posturas lo mejor es reírse). Su lectura resulta amena. Lo único que me llama la atención es ese cambio de actitud final, pero oye, bienvenido sea.

  2. El tema del relato es interesante. Me ha interesado más el personaje del padre (sus reacciones, sus gestos, sus frases), que las reflexiones ideológicas de la hija.
    Creo que se te ha extraviado (por error informático o lo que sea) una p, ya que he encontrado un «orqué».
    Ánimo y suerte.

  3. HÓSKAR WILD

    Afortunadamente, cada día se ve con más normalidad las situaciones que son normales. Mejor nos iría a todos si pensáramos en algo más importante que en el uso de la bragueta de los demás. Mucha suerte.

  4. Espero que para el próximo año que padre e hija vayan al carnavla, la hija no vaya a espantarse cuando vea a su padre totalmente liberado y salido del clóset. Buen relato Menelik

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