La diosa Fortuna barajó sus cartas mientras su inseparable hermana, Azar, observaba detenidamente los ágiles movimientos que su gemela ejercía con ambas manos.
Hizo un gesto con la cabeza indicando su sorpresa ante unos aspavientos tan poco comunes. Fortuna sonrió, halagada, y deslizó una carta contra la superficie plana de la mesa, acercándola hasta Azar, que no se atrevió a averiguar su significado hasta que su hermana no retiró por completo su miembro.
A continuación, levantó con cuidado el naipe, conociendo el importante acto que estaba presenciando. Arrugó la nariz, reflejando un hastío que se esforzó en disfrazar de indiferencia. La clave del juego, en muchas ocasiones, se basaba en la concentración.
Fortuna repartió tres cartas más, y luego colocó un montón en el lado derecho del tablero, dejando un cuarteto de cartas de textura y color similares enfrente de ella. Tosió para aclararse la garganta, comenzando a continuación a ver los símbolos curiosos que se describían en el rectangular trozo de cartón.
Azar aguantó la respiración unos segundos, decidiendo finalmente empezar ella con la importante actividad.
El dibujo que había sido trazado con minuciosidad en la carta fue preciso, tajante… claro.
<< Sufrimiento>>.
Azar levantó la cabeza, topándose con la mirada de su gemela, quien cogió la carta y la dejó boca arriba a un lado, sin que pudiera interponerse en la trayectoria de la siguiente que, al contrario, desvelaba un trazo más firme y agradable. Como resultado, la autora de la acción sonrió:
― Salud.
Su proclamación hizo temblar a Azar, que cerciorándose de que eran ciertas sus palabras, fue la apropiada para apartar con delicadeza esa carta hacia el lado opuesto de la otra, contemplando las suyas de nuevo.
Los diseños le devolvieron una mirada suplicante, apenada… irrevocable.
Ana gimió aferrándose a la mano que le tendía su marido en un vano intento de sosegar el dolor que la consumía por dentro. Sabía que las contracciones eran cada vez más rápidas, y aquella repentina aceleración le provocaba sentimientos contradictorios.
Había aguardado nueve meses. Muchísimos días contemplando su vientre con ilusión, imaginando nombres, vestidos, regalos… Sin embargo el pánico era demasiado poderoso para negarse a él por completo. Se abandonó desatando un temible chillido que hizo que los cimientos del hospital se preguntaran si aguantarían más tiempo en esa posición.
Una enfermera se apresuró a llegar junto a la camilla y, tras ver la sudorosa cara de la paciente, se dirigió a su esposo, el cual estaba demasiado atareado preocupándose por su mujer para fijarse en la trabajadora.
― ¿Es el primero?
El joven asintió con la cabeza, sin dejar de sostener la mano de su amada con suavidad, como si en cualquier momento su sueño pudiera romperse en mil pedazos.
― El anestesista está preparando el quirófano. No se preocupe –aseveró, ahora en dirección a la temblorosa embarazada-, todo saldrá bien.
Ana prosiguió respirando aceleradamente, sin estar segura de ello.
La joven marroquí fue introducida con cuidado en el interior de la choza mientras sollozaba por el dolor intenso que se apoderaba de su cuerpo. Incapaz de permanecer callada, contrajo todo su cuerpo.
― ¡Me duele! –gimió la pobre chiquilla, desesperada.
La depositaron con suavidad en un colchón de paja, donde solían dormir los animales cuando llovía, pues no tenían otro lugar para refugiarse de las lluvias torrenciales que atormentaban al país en alguna que otra ocasión.
Amira siguió llorando aún cuando su madre le acarició la frente, prometiéndole que todo marcharía bien. Su reticencia a creerla la desvanecía en el más profundo escepticismo y los gestos torpes y tensos de sus parientes, fundidos con el terror que teñía sus rostros, querían decirle más de lo que parecía.
Tenía miedo. Y en momentos de consternación como aquel, tan sólo podía llorar para desahogar los nervios que le impedían moverse si quiera.
― ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa?
Los ojos negros de sus familiares le devolvieron una mirada preocupada, y la joven Amira recostó su cabeza contra aquel mugriento lecho, temblando de pavor.
Fortuna apartó con la mano otra carta, de nuevo, y escogió una propia para que cayese enfrente de su hermana. Azar, insegura, se permitió la licencia de echar un rápido vistazo, asustada por las consecuencias que tendría su imprudencia.
― ¿Es necesario? –inquirió, confusa.
― Por supuesto.
― Es tan duro…
― A veces debemos ser duras, sino somos nosotras… ¿Quién?
― Me entristece… -declaró presa del dramatismo, analizando los componentes de su próximo naipe.
Su hermana puso los ojos en blanco, claramente aburrida por la actitud derrotista de Azar.
― ¿Quieres tirar de una vez? Si sigues con esos comentarios vas a conseguir que me duerma…
Recibió como contestación una enojada mirada que no la alteró en absoluto. Se tomó el lujo de bostezar antes de decidir, con aire crítico, qué le convenía más… A su hermana también le quedaban tan sólo dos cartas.
Sonrió con malicia cuando una escuchó el débil sonido del cartón contra la mesa, saboreando el sufrimiento ajeno.
Colocaron a Ana al lado de una multitud de máquinas que emitían ciertos sonidos desagradables que le recordaban, vagamente, a su despertador. El médico se acercó para examinar la situación, mientras la joven continuaba con la técnica de respiración que le habían dado en el cursillo pre-parto.
Dudaba acerca de si tales métodos funcionarían: se encontraba demasiado alterada para recordar con precisión todos los pasos a seguir. Empezó a pensar únicamente en su bebé, olvidándose de todo lo que le rodeaba.
― Vamos… –terció el doctor, mientras el anestesista se disponía a observar la curvada barriga-: Tranquila.
Ana apretó los dientes, deseando que no se alargara mucho más ese sufrimiento.
― No puedo…
― Descuide –la consoló el médico, con una sonrisa tranquilizadora-, ya queda poco.
La embarazada discrepaba de sus palabras, no obstante no se atrevió a quejarse más de lo estrictamente necesario.
Al cabo de unos minutos, el doctor y la paciente sufrían por el mismo motivo. El hombre intentaba conducir al niño hacia la salida; la futura madre hacía esfuerzos sobrehumanos por lograrlo.
Entre todos los pitidos que resonaban por la sala, y los murmullos de los asistentes, la voz del especialista ganaba intensidad a cada segundo que transcurría:
― ¡Empuje!
Un aullido rasgó el ruido que hacían los animales fueran de la derruida casa, gimoteando por la falta de atención que le prestaban sus amas. Los hombres se entretenían con ellos tirándoles piedras, aunque sus sentimientos estuvieran en el interior de aquel pobre hogar, con la joven embarazada.
Amira respiró varias veces, rezando a su dios para que le ayudara, con el fin de que su bebé no se demorara, ni se perdiera en el camino que lo llevaría a su futuro: a sus propios brazos.
No fue consciente de si sus plegarias habían sido escuchadas por el gran Alá, pues su cuerpo luchó por encorvarse, consciente de que no podía reprimir ese momento. Volvió a gritar, necesitando extraer fuera de su cuerpo las sensaciones que la oprimían y obligaban a permanecer en esa postura.
― ¡Está ahí!
― ¡Vamos, otro esfuerzo!
― ¡Tú puedes!
Amira suspiró pesadamente, logrando atrapar los impulsos que se desvanecían cada vez que sus párpados caían pesadamente. Cogió aire, crispó sus puños. Y otro chillido arañó la claridad del día.
La última carta.
Azar contuvo la respiración, demasiado nerviosa para juzgar si sus acciones iban a ser las adecuadas. Fortuna enarcó una ceja, aguardando con paciencia… Sabía que su hermana no tardaría en finalizar la partida.
Efectivamente, en unos segundos pudo observar su última elección, y sonriendo para sí misma, demostró la carta que todavía le quedaba entre sus dedos, con un grácil mohín.
Retiró ambas, y con cruel regocijo, susurró:
― La suerte está echada.
Sintió como el aire volvía a llenar sus pulmones cuando el dolor disminuyó considerablemente. Una sonrisa se dibujó en su cara con la seguridad de que todo lo malo había pasado y ahora su única preocupación sería cuidar de su bebé.
Pero algo la alertó, le previno que la felicidad todavía no estaba a su alcance.
Buscó al doctor, pero sólo encontró numerosas enfermeras que se ocupaban de que todos los instrumentos fueran desconectados, de cuidar su almohada y tomarle el pulso. Asustada, siguió con su exhaustiva investigación, pero tampoco lo halló en esa ocasión.
― ¿Dónde está el médico?
Una de las muchachas que trabajaban la miró con una mezcla de tristeza y compasión, optando por guardar silencio, hecho ante el cual Ana se vio obligada a levantarse violentamente, dispuesta a averiguarlo por sí misma.
― ¿Dónde está el médico? ¿Dónde está mi niño?
Rápidamente un par de manos intentaron sosegarla, indicándole que su estado no era el propicio para semejantes cambios de actitud. Ana se revolvió, asustada y atemorizada.
Entonces vislumbró el rostro del doctor.
No se relajó, sino que toda ella adoptó una compostura tensa… ansiaba ver los ojos del hombre brillando por el entusiasmo, con la seguridad de que su bebé estaba bien. Pero los ojos del empleado sólo estaban matizados de desesperación, como sus palabras:
― Lo siento mucho, su niño ha nacido paralítico.
Amira dejó caer su cabeza de nuevo, extasiada tras el tremendo esfuerzo que había tenido que realizar hacía unos escasos segundos. A su alrededor comenzó a ver siluetas de colores variados procedentes de las túnicas que vestían sus parientes.
Las palabras se introdujeron lentamente por su oído, y cuando consiguió recibirlas, la alegría se apoderó de sus facciones, manejándolas a su antojo.
― Quiero verla –añadió, como si toda la escena se tratara de un sueño.
La información de que la joven madre quería contemplar a su bebé llegó hasta su propia madre, la abuela de la criatura, que la sostenía en unos harapientos trapos lo suficiente limpios para considerarlos aptos y lo necesariamente sucios para que la niña gruñera levemente.
La dejaron cuidadosamente sobre los brazos de Amira, colocados en la posición en que debía recibir a su pequeña. La joven la balanceó lentamente, mientras un lloro irrumpía el silencio formado por la tierna situación.
Desde el exterior de la morada, los varones preguntaban sin cesar lo que había sucedido. Una de las tías de Amira, comadrona durante muchos años ya, proclamó con aire orgulloso:
― Es una niña sana.
El marido de Amira, así como los familiares masculinos que aguardaban la noticia, aplaudieron, y sonrieron a las nubes, agradeciendo que su Dios les hubiese deleitado con ese regalo.
― La vida es horrible.
― Nadie dijo que fuera lo contrario.
Fortuna, apoyada sobre la balaustrada, se dio media vuelta para contemplar a su gemela con cierto desdén. Le desagradaba las muestras de compasión que, en ocasiones, manifestaba hacia los seres inferiores, hacia esos patéticos humanos. Siempre debía recodarle que ellas eran diosas, y que sus palabras, así como sus cartas, lo decidían todo.
― Una buena familia, unos padres cariñosos, un mundo donde puede estudiar… Y él nace con una enfermedad.
― Sí, qué gran pérdida para la humanidad… -se burló distraídamente, contemplando sus uñas.
― Una familia numerosa, unos padres que la obligaran a trabajar, dado que no les quedará otro remedio, sin posibilidad de aspirar a ser nadie más que una esposa más, o quizá una madre más… Y ella nace totalmente sana.
― ¿Y qué?
Azar la miró enojada.
― No es justo.
― Bueno… La vida no es justa –le recordó, con otra sonrisa-, y nunca lo será… -hizo una mueca con fingida resignación-: Además, si el paralítico hubiera nacido en lugar de la sana, todavía hubiera sido peor sus condiciones, ¿no? Habría muerto en seguida…-se encogió de hombros dictando la conclusión que le parecía pertinente-: No te preocupes tanto.
Como respuesta su compañera sacudió la cabeza, demasiado cansada de ese juego donde el futuro de tantas vidas era echado con tanta facilidad. Viró sobre sí misma, internándose en el elegante palacio, triste.
Fortuna solamente miró el horizonte. Ella había asumido hacía mucho tiempo su cargo, su posición, su responsabilidad… La vida no era justa, y la suerte, efectivamente…, ya estaba echada.
Me gustan las historias en las que el azar es el protagonista. Seguro que alguien, en alguna parte, está jugando nuestro destino a los dados. Mucha suerte.
Efectivamente, la suerte está echada, pero de nosotros depende encontrar la fortuna, fortuna que puede manifestarse de muchas maneras, no sólamente en lo económico. Agradable y bioen escrito relato. Suerte, mucha suerte Metáfora