Quién salva a un hombre de su ángel, de su bestia.
Mabel Diez Ochoa,
Nocturnas transfiguraciones, (inédito).
I
Siempre tuve necesidad de matar a una persona. Pero aguanté durante años. Hice de todo para alejar esos pensamientos, incluso, varias veces, creí haberlo logrado, pero algo en el fondo del alma, de vez en cuando, me alertaba de lo contrario.
Por eso cuando llegó mi oportunidad no tuve ninguna duda. Cuando por fin, yo pude ser yo, me sentí el hombre más alegre de la tierra.
Aprendí a matar de muchacho. Una claridad desconocida, hermosa y alucinante me mantuvo en un temblor toda una mañana.
– Mata ese pollo que voy a hacer una sopa.
Dijo la buena de mi madre y lo agarré, primero con miedo y después con dudas. Pero cuando me di cuenta cómo movía las patas con torpeza y trataba de escaparse lo apreté con fuerza. Con todas la fuerza de mis manos. Le di aquellas volteretas sobre mi cabeza y al momento todo había terminado. Después cuando me botaron de aquel trabajo tuve la certeza de que iba a matar al jefe. Su cuello era ancho, recio y nudoso. Si lograba apretarlo durante veinte minutos todo iba a estar bien. Pero no pude. Lo cogí con una sola mano y tuvo oportunidad de mover los puños de aquella manera. Aquella experiencia me obligó a aprender que eran necesarias ambas manos cuando fuera a matar a alguien.
Pude haber asfixiado a una doctora de cara cuadrada que maltrató una vez a la buena de mi madre. Pero me acomplejé y creí que uno no debe andar matando en un hospital. Yo apenas tenía nueve años y ya tenía ciertos complejos.
Tampoco estaba apurado y en este país sobran motivos si uno quiere arrancarle el alma a un buen hijo de puta. Un jueves de calor infernal estuve casi a punto. Un tipo negro, alto, con un tabaco en la boca, guiaba un coche tirado por caballos. No aparecía nada que me trasladara al trabajo y por eso me subí al coche y le pagué con aquel billete recién entrado en circulación que me había tocado en el último pago y que reservaba para casos especiales. El tipo, sin sacarse el tabaco me entregó de vuelto un par de pesos gastados en franco desafío. Cruzamos un par de frases pero no insistí. Todos los días no son buenos para matar un negro. Eso lo sabe cualquiera. Es verdad que en aquel momento tuve deseos de ver rodar su cabeza bajo las ruedas. Lo imaginé más alto todavía pero ya sin cabeza, guiando su coche asqueroso mientras la cabeza daba saltos por el contén. Sin soltar el tabaco. Era una idea cómica y eso pero me faltó valor y cuando uno va a matar a alguien tiene que armarse de todo el valor necesario. No debe pensar en nada. Ni siquiera en uno mismo y aquel jueves yo pensé mucho en mí.
Pero mi día llegó como llegan las cosas cuando son del alma.
Había despertado con una alegría extraordinaria sin saber por qué. Era una de esas mañanas en que uno se pone a tararear de puro vicio. Desayuné y salí de la casa con las manos en los bolsillos porque hacía frío. El frío siempre me ha caído bien.
En las dos primeras horas en el trabajo todo fue normal. Es decir metido hasta el cuello en la gloriosa y definitiva mierda de cada día. Aguantando la misma tanda de imbéciles que hay en todas partes.
A las diez y media el director me mandó a llamar.
– El consejo de dirección ha decidido estimularlo.
Me dijo y creí imaginar lo que vendría después. Pediría mi “esfuerzo abnegado” para que trabajara horas extras en saludo a alguna fecha histórica. Quisiera pensar de otra forma pero no puedo, hago un esfuerzo y todo pero no puedo. Sé que cuando un director te levanta es para dejarte caer al instante. Eso no falla.
– Por su trabajo, por sus resultados, le ofrecemos la posibilidad de que nos represente en un congreso que se va a efectuar en junio en La Habana.
– ¿Yo?
– El alojamiento será de primera categoría, por supuesto. Le solicitamos una dama de compañía para ese fin de semana. Le hemos asignado ropa y calzado de importación y un par de tarjetas de créditos con los fondos suficientes, necesarios y razonables. Dispone de una reservación alternativa en un hotel de cuatro estrellas en Varadero. Sí, no nos mire así; ya es hora de que personas como usted, de abajo, de la capa más humilde y jodida de la sociedad también sean tenidos en cuenta. Es hora de que también disfruten de este país que por algo es de todos. Qué me dice.
Qué le iba a decir. Quedé mudo. Sin creer ni jota de toda.
– Vamos, no sea modesto, usted tiene méritos de sobra. Se ha quedado blanco, como un cadáver, pero es una reacción lógica ante semejante propuesta, ¿no es verdad?
En los tres años que llevaba en aquella empresa el director nunca me había dirigido más de veinte palabras juntas. Algo debía andar mal en el país. Algo estaba sucediendo y no me había enterado. Tampoco soy retrasado mental. Sé que hay jodedores en todas partes, excelentes hijos de puta con vocación de bromistas. Estaba seguro que de un momento a otro el director iba a soltarme la risa en la cara pero lo que hizo fue darme un plazo.
– Tiene un par de horas para darnos su respuesta. Vamos a estarle muy agradecidos si por fin se decide.
Entonces por un momento creí que la vida podría ser otra. Que tal vez. Que a lo mejor. Que quién sabe si… En fin, que sentí aquella claridad desconocida, hermosa y alucinante, y un temblor raro me colocó en un estado indefinido, extraño. Fui a la biblioteca y me senté. Jamás había puesto un pie allí pero descubrí que era un lugar tranquilo. Justo lo que necesitaba.
Empecé a inventarme Varadero.
Estaba sentado en la arena. Tenía una cerveza en la mano. Una hembra hermosa, de esas de las películas, me acariciaba y se reía. Sus dientes eran blancos, parejos, y sus labios, finos y sensuales se abrían con gracia para decirme señor. Después compartía una cena presidencial en un área exclusiva con un montón de gerentes hijoeputas, jodedores y podridos en plata.
Nunca he estado en Varadero pero imagino sé que es una inmensidad azul, con olas grandes e inquietas, una arena mejor que un colchón nuevo y una cantidad de mujeres hermosas dispuestas a todo, todo el tiempo. Varadero estaba hermoso pero entonces sonó el piano.
En la biblioteca había un piano. Estaba allí porque el director no quería botarlo. Las teclas sonaron como si las hubieran golpeado con rabia. Me volteé y lo vi. Era rubio, hermoso, bien alimentado y sin ningún asunto serio en la cabeza. Siete años. Estaba reventando las teclas. Le dije que no hiciera eso y se rió y siguió dándole y me di cuenta que eso no estaba bien. Entonces supe por qué me había levantado tan alegre. Le miré el cuello. Con una mano habría bastado pero me dije que uno aprende de los errores para algo. Volví a regañarlo y Varadero despareció para siempre de mi pensamiento. Él siguió dando manotazos, con aquellas manos regordetas, víctimas de una sobrealimentación definitiva, y me enseñó la lengua, aquella lengua regordeta, víctima de una sobrealimentación definitiva.
Me paré. Agarré suavemente la silla y la ordené con cuidado. Cuando iba a caminar hasta él para hacerlo callar, dejó de tocar. No es que hubiera adivinado lo que estaba apunto de sucederle ni tampoco que me había cogido miedo. Sino que su madre había aparecido y le había gritado.
– ¡Deja ese piano, Alejandro! ¿No te das cuenta que molestas al señor?- mientras lo agarraba se volteó y me dijo-. Dios mío, desde que entró a la escuela de música me tiene la vida echa un trapo.
Yo apenas acerté a coger un libro del estante y a abrirlo. Ella lo obligó a ofrecerme disculpas y a decirme todas esas tonterías de que no lo volvería a hacer más. Respiré con tranquilidad cuando al fin salieron y a la vez con tristeza. Arrastré la silla y volví a sentarme y pensé en lo agradable que puede resultar la tristeza para un hombre en determinadas circunstancias. Verdaderamente no pensé demasiado en el asunto porque al poco rato volvió. Cruzó sus manos regordetas, me dijo señor, se inclinó haciendo una reverencia y entonces lo miré con más calma. Siete años. Estaba seguro. Suéter blanco, pantalón mezclilla, gorra mezclilla con la visera hacia atrás. Zapatos deportivos.
Me miró, meneó la cabeza. Metió los ojos en el libro que yo tenía en la mano y perdió el interés. Dijo que en la casa le habían comprado tres libros y que ya sabía dibujar el sol. Casi redondo, dijo.
Me miró a los ojos como tratando de entender por qué me empeñaba en hojear un libro que no me detenía a mirar. Se aburrió, dijo no sé qué sobre un permiso y se sentó al piano y otra vez empezó a golpear las teclas con fuerza. Sólo una vez se volvió y dijo que su madre estaba «pallá» y en mi mente yo también dije «pallá».
No se preocupó por nada más en el mundo. Iba a ser bueno. Al menos se entregaba al instrumento con devoción. Era una lástima pero ya no había remedio.
Me levanté y volví a poner la silla en orden. Guardé el libro en su sitio, cuidando de que no sobresaliera, ni que delatara que alguien lo había estado usando, la portada era azul celeste con letras blancas. Caminé despacio, casi en puntillas. No quería estropearle su actuación. Hice un esfuerzo por sostener toda la alegría y la paz que sentía por dentro.
Él seguía arrimado al piano como todo un consagrado. Me había olvidado por completo.
II
Después fui a la oficina y le dije al director que aún no sabía si por fin iría pero que antes del almuerzo le daría una respuesta. Y era verdad. Ya estaba en condiciones de tomar una decisión como aquella. Me sentía el hombre más libre de la tierra.
Por una vez que representara a la empresa en un evento no se iba a acabar el mundo.
Un relato inquietante y, sin duda interesante, pero no acabo de entender el final.
Saludos y suerte.
Muy bueno. Pero creo que sobra el último párrafo tanto de la primera como de la segunda parte. Saludos, y suerte.
El instinto llama a la puerta y, más tarde o más temprano, nos vemos obligados a abrila. Con todas sus consecuencias. Mucha suerte.
Honestamente, yo no entendí ni jota, lo cual no quiere decir que el relato no tenga su valor, sin duda lo tiene, pero ni le entendí ni me gustó.
Básicamente estoy de acuerdo con los comentarios anteriores. El relato tiene aspectos muy buenos y no carece de posibilidades narrativas, pero creo que el final decepciona un poco por cuanto quedan demasiadas cosas en el aire: tal vez uno espera que suceda algo más.
En cualquier caso me pareció bien escrito y me gustó.