84- El lucrativo virus (de la avaricia). Por Cj

Los vicios vienen como pasajeros, nos visitan como huéspedes y se quedan como amos.

 

Confucio

 

 

I

 

En Fontcandil las calles padecen la extraña enfermedad del silencio. Las sesenta casas que componen el poblado están alineadas formando un cuadrado perfecto, con una añeja fuente delimitando virtualmente el norte agrario y el sur comercial.

Como en la mayoría de los pueblos del mundo, todos conocen al dedillo la vida de sus vecinos, aunque sólo se saluden con monosílabos insulsos o abstractas referencias gestuales que podrían interpretarse de miles de maneras. En pocas palabras, llenan sus vidas vacías con las voluminosas sombras de los otros, y así, como en una simbiótica relación, coexisten sin salir de ese halo de seguridad vital que les confiere la cotidianidad más absoluta.

Los humanos que habitan en Fontcandil han desarrollado la intuición de los muertos, es decir, la inequívoca ceremonia de la ausencia. Los más viejos del lugar recuerdan, con la añoranza de los que sueñan despiertos, las largas tertulias en la plaza central, los bailes en honor a la virgen de todos los misterios y los trofeos Repiedra, en los que se premiaba la habilidad para recoger pequeños aerolitos lanzados desde lo alto del campanario.

Pero la vida social dejó de ser una necesidad para convertirse en un pecado capital, cuando una febril mañana de primavera, del cielo (no del campanario) cayó un singular objeto a la fuente que abastecía a los fontcandileros del más vital de los brebajes. Tenía el tamaño de una pelota de fútbol, color rosáceo y aristas cuneiformes. Al entrar en contacto con el agua, una enorme masa de vapor cubrió los alrededores, dejando al disiparse una amalgama de bellos colores y un intenso olor a pólvora mojada. La gente se agolpó alrededor del extraño visitante durante horas, vociferando al unísono posibles hipótesis: unos decían que se trataba de una señal extraterrestre. Los más pesimistas aludían al fin del mundo. Otros afirmaban que no era más que un meteorito de rasgos afeminados. Durante semanas se discutió no sólo su procedencia, causa y valor, sino qué hacer con aquel pequeño ser inanimado. Como medida de prevención, el médico repartió – a petición del alcalde – varios frascos con suero fisiológico a todos los oriundos del lugar.

 

II

 

La decisión fue dejarlo en el lugar donde – por designio divino – había aterrizado. Incluso cambiaron el nombre de la fuente, que desde entonces pasó de llamarse Herminia – la mujer del alcalde – a fuente estrellada. El concejal de turismo decidió que a partir de entonces se declarara monumento insigne de Fontcandil, y los terrenos colindantes, patrimonio natural.

Nadie interpretó aquel gesto como una exageración. Todo lo contrario. La masa aplaudió con efusividad tan primoroso acontecimiento y firmaron el edicto que establecía los nuevos límites de cada vivienda, acortando las parcelas de cada habitante a la mínima expresión.

Con el paso de los días los habitantes del pueblo comenzaron a notar molestias estomacales, dolores de cabeza e incontrolables pústulas cutáneas. El médico no podía explicar, al menos bajo los parámetros de la ciencia, los síntomas indicados. Los análisis efectuados no mostraban signos de contaminación ni marcadores infecciosos que pudieran ser responsables del extraño brote, así que sólo encontró una razón: el meteorito.  

 

 

III

 

El alcalde negó cualquier vinculación con la roca marciana. Defendía, con datos plausibles, que de ser así todo el pueblo debía haber padecido el insólito brote y no sólo las viviendas asentadas al norte de la “fuente” de emisión. Para descartar con total seguridad cualquier error, enviaron muestras de agua al centro nacional de investigación. Los análisis pertinentes no tardaron en llegar, dando negativo a cualquier agente nocivo para la salud.

Así que los ciudadanos que padecían la extraña enfermedad se recluyeron en sus hogares. Dejaron de trabajar las pocas tierras que poseían y empezaron a cultivar un indómito resentimiento con los vecinos del sur. Por su parte, los comerciantes dejaron de exportar los productos de la tierra, pero compensaron con creces sus retribuciones gracias al auge del turismo, que en torno a la fuente estrellada, recibía curiosos y aventureros como nunca antes en toda la historia de Fontcandil. 

 

 

 

 

 

IV

 

Meses después, los vecinos del norte (cansados de morir viviendo) aceptaron la propuesta del alcalde de reubicarlos en el sur. La oscuridad había transformado sus rostros, las pieles morenas curtidas por el sol (que iluminada las largas jornadas de labranza) dejó paso a una vampiriza palidez. No les importó dejar sus grandes casas por pequeños apartamentos, ni siquiera, trabajar como dependientes en las nuevas tiendas de souvenir que se agolpaban por doquier en el lugar, donde no hacía mucho, prosperaban los antiguos mercadillos.

Como por arte de magia, la economía de Fontcandil alcanzó cifras astronómicas, a la vez que los desheredados agricultores del norte recuperaron la salud, casi a la misma velocidad que la perdieron. Fue entonces, cuando el alcalde decidió que el foco infeccioso se encontraba sólo en el norte, y por lo tanto, había que proceder a la destrucción de las viviendas.

Se construyó un museo con una réplica del meteorito, un parque de atracciones y un hipermercado con productos importados de todos los rincones del mundo. 

 

 

V

 

Los más viejos del lugar nunca volvieron a reunirse para hablar de los otros. No bailaron al son de los timples, que durante siglos amenizaban los bailes que por selección natural, convertían a solteros en casados. El juego de la Repiedra no volvió a abrir ninguna brecha y la tranquilidad nunca más pudo ser inhalada. A cambio, los horarios inflexibles de los nuevos centros lúdicos, lapidaron la libertad de los vecinos de Fontcandil. No tenían tiempo para inmiscuirse en la vida de los demás, y sin darse cuenta, dejaron de vivir su propia vida.

Y fue así como una insulsa piedra lanzada desde un vetusto cañón de circo, cambió la fisonomía de todo un pueblo. Bueno, para ser fieles con la realidad, mucho tuvo que ver el plan de expansión que mi empresa (Freedom Innovation S.A) presentó al alcalde, que al ver las cifras que se barajaban, no dudó en intoxicar a los más susceptibles al cambio y comprar, a golpe de talonario, el silencio del doctor (repartió placebos a los del sur y toxinas a los del norte)

Se preguntarán por qué siendo un servidor cómplice de tan vil actuación, no hice nada para detenerlo. En mi defensa sólo puedo decir que los habitantes de Fontcandil no existen más que en mi imaginación, si bien probablemente todos hemos oído, conocido e incluso vivido alguna situación semejante, sobre todo si cambiamos el peregrino meteorito por un ladrillo innovador.

4 comentarios

  1. Está bonito. El último párrafo no debería ser tan explícito sino mucho más sutil o incluso podría eliminarse.

    Suerte, escritor de buen talante.

  2. !Felicidades! Por el estilo narrativo; por la historia totalmente verosimil y , muy bueno lo del suero fisiológico. Suerte.

  3. Narración llena de fantasía. Me gustó. CJ te invito a que me des tu opinión, estoy en el 168

  4. Una historia compacta y llevada con indudable maestría. Una forma ingeniosa de denunciar lo que pasa a nuestro alrededor todos los días y a lo que parece que nos estamos volviendo inmunes. Seguramente no se aparta mucho de la realidad que no cesa de enviarnos ‘meteoritos’ cargados de discordia. Mucha suerte.

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