99-La locura de Don Alonso Quijano. Por Amadís de Gaula

Dicen que estoy loco, bien lo sabe vuestra merced que me ha metido en estos menesteres. Yo sé quién soy: soy  Alonso Quijano, no Quijada o Quesada, que mi  apellido  tiene el renombre de la hidalguía que alcanzaron mis antepasados; soy hidalgo, en la virtud de mis cincuenta años cumplido; y sí, nací en un lugar de la Mancha   que   no voy a desvelar, ya qu  habéis tenido buen   cuidado de no mencionarlo en vuestros escritos. Durante largo tiempo me ocupé del noble oficio de la caza y  la administración de mi hacienda que, según dicen, he consumido mis menguadas rentas en la compra de cientos de libros de caballerías.  He leído  estos libros, y   lo que en ellos se relata es verdad, y las hazañas de esos caballeros, que ocurrieron en tiempos no tan antiguos, me sirvieron para buscar la defensa de la equidad y la justicia.  Así  decidí convertirme en  caballero andante, y salir por esos mundos en busca de fabulosas aventuras para alcanzar altas cimas con nobles ideales. Vos me habéis descrito a vuestra imagen y semejanza, como alto de cuerpo, estirado y avellanado de miembros,  de nariz aguileña, de bigotes grandes, negros y caídos, y un mentón de bordes entrecanos y final puntiagudo. Con este aspecto físico adolezco de temperamento caliente y seco, rico en inteligencia y en imaginación, y con carácter melancólico y colérico. ¿Acaso no me habéis dado el sobrenombre de “ingenioso hidalgo” que significa hombre de feliz entendimiento, natural, sutil e inventivo?   Encontré en Don Amadís de Gaula, Belianís de Grecia, Orlando Furioso,  o en el Caballero de Febo el vigor para buscar a mi amada, la sin par Dulcinea, del mismo modo que Orlando hizo con su Angélica la Bella. Y a decir de Don Galaor, de  Bernardo de Carpio, el caballero Platir, el gigante Morgante y Caraculiambro, nadie puede compararse a mis amados, esforzados y valientes caballeros.

         No estoy loco.  Recordad que vuestra merced me ha armado caballero con las nobles y viejas armas de mis antecesores que, aunque arcaicas y grotescas, con orín y moho, son las que he tenido a mano, pues  no son tiempos de fabricar armaduras en lugares  alejados de la corte de nuestro Rey y  Señor. ¿Acaso  creéis que no me doy cuenta de las burlas grotescas, risas y charangas que he provocado con semejante vestimenta? Si hasta me habéis dado por montura el viejo rocín, escuálido y menguante corredor, con más taras que el caballo de Gonela, tan poco propicio para empresas guerreras, al que después de cuatro días de muchos pensamientos lo bauticé con el nombre altisonante  de Rocinante. Pero siento que con él soy un caballero, y puedo mirar a  los hombres  con la gallardía que me confiere tan alta compostura, y para los fines que le tengo propuesto no lo cambio por otros  que adquirieron en la historia singular renombre como Bucéfalo de Alejandro  o el Babieca del Cid Campeador.  Sabed que yo soy quién me ha cambiando el nombre, ocho días tardé en imaginar el justo y apropiado a mi dignidad. Soy Don, pues con este título honorífico represento a personas de categoría y alcurnia; soy Quijote en honor al caballero Lanzarote; y he añadido “De la Mancha” para declarar el lugar de mi linaje, del mismo modo que Amadís hizo con Gaula y con Grecia, y Floristante con Hircania. Sabed que todo caballero ha de hacer reverencias a su amada. Es así que quise encomendar los trances peligrosos de mis andanzas a la bella Dulcinea del Toboso,  mi princesa, a la que años atrás conocí como Aldonza Lorenzo. Ella será mi dama, la mujer ideal con la que sueño, y la que estará en mis pensamientos para ofrecerle  los frutos de mis victorias.

         No estoy loco, ni antes lo estaba, ni ahora,  cuando salí de mi aldea por la puerta del corral en aquella  mañana de julio sin que nadie se diera cuenta, sin rumbo fijo, soñando con glorias futuras, cabalgando sobre Rocinante, mi fiel rocín, puesto al trote como animal viejo y resabiado.   Quiso la fortuna de caer en la cuenta de no haber sido  armado caballero, con lo que me propuse recibir la sagrada orden de caballería en la primera ocasión que se me presentara. Toda aquella jornada anduve perdido por los  campos de Montiel, sin puntos de referencia y sin  un árbol donde refugiarme, bajo un sol de justicia que lanzaba sin compasión sus rayos como un Zeus implacable,  sin tener ocasión de redimir cautivos, ni de rescatar a damas ilustres.  De anochecida, medio muerto de hambre, con el cansancio y la fatiga haciendo mella en mis carnes, quiso la santísima providencia que llegara a una venta transformada en castillo, con sus torres almenadas, capiteles relucientes, foso y  puente levadizo; dos mozas aldeanas me parecieron hermosas doncellas, el porquero era un  enano que sonando su clarín anunciaba mi llegada, y el ventero, el castellano, el alcaide, el amo y señor del castillo. Acepté  burlas soeces y miserables con dignidad de hombre cabal. En el salón del castillo, que me pareció el comedor de un maloliente mesón, por ser viernes, me sirvieron trucha  que me supo a abadejo, y una música, semejante a silbatos de caña, entonaron la velada con dulces melodías. Aquella noche, bajo la intensa y radiante luz de la luna, velé mis armas en el patio del castillo: la lanza, el yelmo, la hombrera, el peto, la rodillera, el guardabrazo, el faldar, el guantelete, el escudo, la espada, y así me acogí sin restar mi  condición. Dos intrusos quisieron perturbar e interrumpir  mi atenta vigilancia, pero vive Dios que les di  tales batacazos que ningún otro traidor osó acercarse. De madrugada, el señor del Castillo me leyó las oraciones sagradas de los ritos iniciáticos  de los caballeros (aunque a mí me parecieron las cuentas de los arrieros), golpeó mi cuello, y con mi espada me dio un espaldarazo;  una dama, la llamada Doña Tolosa, me ciñó la espada, la otra, Doña Molinera, me calzó la espuela, como hacen las nobles doncellas en las ceremonias caballerescas. Y doy fe de la veracidad de tal recibimiento, pues ningún mortal, según las leyes escritas en Las Partidas del muy buen rey Don Alfonso X el Sabio, puede ser armado caballero si está loco, es pobre, o a sabiendas por escarnio; y yo, ya bien lo sabe vuestra merced, ni estoy loco, ni soy pobre, ni jamás la recibí por escarnio. Al alba salí del castillo con la conciencia limpia, la mirada ancha y el corazón abierto, en pos de remendar y remediar  las injusticias, el abuso del poder y las desgracias del desvalido, para cuyo fin erraban como yo otros caballeros andantes en países tan lejanos, como Persia, Bretaña o el imperio de Trapisonda; no sin antes volver a mi aldea para hacerme provisiones de camisas y dineros y, sobre todo,  tener por servicio a algún mozo para  enseñarle el noble oficio escuderil  de la caballería.  Por el camino, liberé al mozo Andrés de los azotes de su amo Juan Halduno, el rico, vecino de Quintanar, por viles malentendidos y deudas no pagadas; obligué a los seis mercaderes toledanos, con sus cuatro criados y tres mozos,  que se cruzaron en mi camino a detenerse y a que confesaran la belleza de mi amada Dulcinea  en un acto de fe ciega. Ante su negativa, mi furia y enojo fue tal que arremetí contra ellos blandiendo mi lanza con tan mala fortuna para mi Rocinante que su tropiezo hizo que acabara tendido en el suelo polvoriento  sin posibilidad de levantarme. Uno de los mozos, cogiendo mi lanza astillada, me golpeó con saña colérica y cruel, dejándome avergonzado y sin aliento. Me vi solo, en una soledad que se me hizo eterna, infinita, pues pensé que si mi ángel de la guarda me había abandonado, ningún mortal sería capaz de socorrerme. En mi desesperación, en aquellos momentos de desagravio, acertó a pasar mi buen vecino Pedro Alonso. Todo era confusión con aquel calor sofocante del verano con los grillos resonando su estridente canto, y el viento abrasando mi garganta en cada inspiración; me vi transformado en Valdovinos y en el moro Abindarráez    y al pobre Pedro, el labrador caritativo,  en el Marqués de Mantua y Don Rodrigo de Narváez. ¡Qué fugaz desdoblamiento de tantos personajes, pues pude ser los doce pares de Francia y los nueve de la Fama! Así, con mis huesos maltrechos, doloridos y magullados, y con el ánimo decaído, me vi cargado en un asno liberando a Rocinante de mi pesada carga, y regresé a mi aldea, al punto de partida de donde había salido la mañana anterior  con tantas esperanzas. No fue ésta la entrada triunfal con la que yo había soñado al regreso de mis  aventuras. En este corto viaje de apenas dos días, sólo había tenido dos únicas ocasiones para mostrar mi valía como caballero valedor de las injusticias.

         No estoy loco, mi buena sobrina, mi fiel ama. Dejadme descansar, en un merecido reposo,  de las fatigas de mi viaje. Si mi ausencia os ha causado intranquilidad, desechad las angustias y temores. He regresado  aun cuando al principio de mi aventura no era mi intención hacerlo. Mi ciclo vital no se ha cumplido, pues tan pronto como entré en la vida soy ya bastante viejo para morir, y la misión en esta vida, en esta tierra, no ha comenzado todavía. Siento que alguien me llama, que algo está por descubrir y por hacer, que el tiempo dicta su sentencia  y que la arena del reloj se desliza con implacable tesón hacia su fin. En mis sueños oigo el crepitar del fuego en la hoguera, olfateo el aire que me llega desde el corral, las  partículas diminutas de papel cosquillean mi pituitaria, y caigo en la cuenta de que son mis libros, mi pequeño tesoro, cientos de personajes que han cobrado vida en mis pensamientos, que han formado parte de mí en mis noches de luna llena, en mis días brumosos fríos o cálidos: Amadís, Orlando, Palmerín, Belianís, Bernardo, Darinel, Roncesvalles, Floristante. No dejaré que seáis pasto de las llamas y que se borre vuestra memoria como si nunca hubierais existido. No tengo fuerzas para liberaros de tan  cruel destino. A vosotros os lo suplico simples mortales, Maese Nicolás, licenciado Pedro Pérez,  salvad de su condena, de las cenizas del infierno, al menos uno:  el Tirante el Blanco,  el más amado y recto de mis caballeros. Y qué decir de la poesía. Ella no es digna del fuego ni  causante de mis supuestos desvaríos. Los versos son joyas preciosas. No los importunéis, dejad que reposen en los estantes hasta que un espíritu inquieto  despierte los poemas de amor y deseo, de paz y de concordia: la Araucana, las lágrimas de Ángela, el cancionero de López Maldonado, los versos de Diana, las ninfas de Henares, el pastor de iberia , y quizás también La Galatea, que, aunque no es poesía ni caballería, es vuestro hijo predilecto.

         Y vuestra merced, el llamado Don Miguel de Cervantes Saavedra, soldado, cautivo, administrador del estado, el que decís que sois mi creador, ¿soy Quijote o Alonso Quijano? No os creo, pues existo y vivo, sé quién soy, y muchos otros creerán en mí, revivirán mis hazañas y mis andanzas. Ellos serán mis valedores,  hasta el fin de los tiempos, de que no me convertiré en ceniza estéril y que, por encima de todo, mi mente no caerá en el abismo de la locura. ¿Dónde está la frontera de la locura o de la cordura? La pérdida de la memoria, el juicio y la capacidad de razonar, esa es la locura. Adaptarse al mundo y a los otros con el mayor grado de eficacia y felicidad, esa es la cordura.

         Os lo rubrico con mi nombre verdadero: Alonso Quijano no está loco. En los brazos de Morfeo, dejad que repare mis fuerzas para las futuras hazañas.

         Dios os guarde.

7 comentarios

  1. Me ha encantado…
    Sinceramente te felicito Amadís (de Gaula???) ¿no leia don Alonso Quijano esos libros de caballería? ¿no ha sido un libro titulado «Amadís de Gaula la inspiración de sus sueños? Creo que no toda la culpa habrá sido del manco de Lepanto…, no? Fascinante escritor, ¡vive Dios! y estupendos también los discípulos que lo emulan…

  2. Lo primero es que nadie es hidalgo por unir años, sino por apellidos y reconocimientos de realesgo. Segundo: nadie, desde el XIII hasta el XIX, dudaría de los valores de la nobleza. No comento la sintaxis, y la duda entre el personaje y el autor está copiada de Luis Landero, entre otros…
    Suerte

  3. Otro relato rebotado…

  4. Nunca sabremos si creamos a los personajes o son ellos, que bullen dentro de nuestras cabezas, los que nos van forjando. Si se rebelarán algún dia por no haberlos podido o sabido plasmar sobre el papel tal y como son. La rebelíon de los sueños. Felicidades por el relato y suerte.

  5. Se agradece el viaje a otros tiempos, a otra realidad.
    Si además, alguien echar unas risas, en el 184 es gratis.

  6. el mellao de la mancha 1

    como era el sobrenombre de amadis de gaula ? ¿?¿?

    no me acuerdo si os sirve de aqui viene el sobrenombre de EL CABALLERO DE LA TRISTE FIGURA porque quijote sabia que amadis tambien tenia un sobrenombre pero no me acuerdo de cual

    porfavor contetat lo antes possible !!!

    gracias!

  7. Las relaciones de Amadís y la doncella Briolanja, a la que el héroe devuelve el reino que le había usurpado su tío Abiseos, provoca los celos de Oriana, que en sus cartas acusa de traición al caballero. Pero el corazón de Amadís sigue fiel a Oriana y para ganar de nuevo su favor hace penitencia en la Peña Pobre adoptando el nombre de Beltenebros.

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