-Don Hernández, usted debió saber que vivir en la lejana soledad de ese astillero sólo le traería inconvenientes y desgracias… Mírese nada más, allí postrado en esa camilla rodeada de tubos que ingresan y salen de sus venas como autopistas en las ciudades. Ahora sí que en el astillero ya no queda nadie. Es más, creo que no habrá nadie por algún tiempo… Primero tendrá usted que recuperarse y luego quizás podría volver, pero acompañado de alguien de su confianza.
Una joven encargada de la limpieza comienza lentamente con la tarea de asear el largo y angosto pasillo del hospital, a través del cual se disponen de un lado, las habitaciones para los pacientes, y del otro los dos ascensores, la sala de enfermería, y un pequeño recinto para que los acompañantes de internados puedan distenderse durante la corta o larga vigilia.
-No debió arriesgar su vida por esos viejos contenedores, grúas oxidadas, barcos semisumergidos y otras chatarras. Pero quién le podía haber hecho entender eso a un viejo lobo testarudo como usted. Nadie. Mírese ahora. No puede cuidar siquiera a sus ovejeros.
Es media mañana. Irrumpe en la sala 419 la tisanaera de turno, trae solamente algo líquido, lo deja de mal modo sobre una pequeña mesita junto a la camilla. Se retira raudamente, ya ha servido a unas veinte salitas más.
-Supongo que no podrá comer por algún tiempo, don Hernández. Pero bueno, al menos allí tiene un jugo de manzanas; eso creo, porque no tiene color ni olor. Mire si será terco! Ese astillero está abandonado desde el 93’. Qué puede haber allí como para cuidar, como para arriesgar su vida?
-Buen día! Soy el doctor Ramírez y el señor es el inspector principal Demassi, del departamento de investigaciones de la Policía. El inspector le realizará unas preguntas:
-Usted tiene alguna clase de parentesco con el paciente?
-No
-El nombre del señor?
-Nolber Hernández Fernández.
-Qué edad tiene?
-No lo sé con certeza. Creo que es del año 1930.
-En qué circunstancias resultó herido?
-Bueno… lo hallé de bruces en el suelo de su casa. Es decir…
En ese momento ingresa a la sala una principiante enfermera de dóciles cabellos oscuros y dulces ojos a tono. Solicita permiso para extraerle al paciente unas muestras de sangre para enviar al laboratorio. Lo ha hecho con el cuidado que su inexperiencia lo impuso.
El silencio ha durado lo que demoró en llenarse la hipodérmica con la sangre de Hernández. La enfermera se retiró.
-Decía?
-Usted debe haber oído hablar del astillero Kambara- Kissen, inspector. Una inversión pretenciosa que realizaron acaudalados empresarios japoneses en 1982 en Punta del Gavilán. Tiene que haber escuchado a cerca de el. Todos lo conocieron por esa época porque fue muy nombrado en los periódicos y radios. Acarreaban hombres, obreros de todas partes. Los microbuses recorrían la ciudad, invierno y verano, transportaban trabajadores para el astillero. Fue una época de prosperidad.
Demassi escuchaba exhibiendo un gesto de molestia. Pero el doctor Ramírez parecía algo más interesado en el relato.
El pobre Hernández yace en el lecho, ojos cerrados, boca arriba y bajo el efecto de algún somnífero.
-No lo recuerda? Haga memoria. Reparaban embarcaciones importantes. Hasta construían barcazas y luego las enviaban a Japón. El negocio debió haber dejado importantes dividendos.
En tanto, la joven de la limpieza se marchó. Ahora el áspero y agudo olor a éter dejó paso a un dulce aroma a desinfectantes.
-Haga memoria, verá que recuerda los informes periodísticos de la época…
– Por favor, preferiría que se centrara en la pregunta que le realice, interrumpió el inspector Demassi. Mientras el médico aprovechaba para comenzar a auscultar a Hernández sin dejar de desatender al hombre que declaraba.
-Perdón inspector es que recuerdo muchos detalles. Pues creo que debe saber que Hernández llegó a Punta del Gavilán casi por casualidad. Fue como tripulante de un remolcador que auxilió y acercó hasta el astillero a un buque pesquero español, el “Santa Elisa”, que naufragó luego de una importante tormenta cerca de la costa, en un lugar muy rocoso que los marinos llaman “rompe timones”. Quizás sí haya escuchado esa historia…
El médico culminó de realizar los controles rutinarios al paciente y se retiró sigilosamente.
-Inspector, los japoneses le pidieron a este hombre que trabajara para ellos en el astillero porque reconocieron en él grandes conocimientos y habilidades. Pues Hernández se había desempeñado durante años en el Puerto de Montevideo.
La tisanera vuelve a traer jugo o, más bien, agua de manzanas. Pero nadie tocó el jarrón anterior.
-Sabe, el astillero trabajó intensamente hasta abril de 1993, cuando sorpresivamente quebró económicamente, algunos dicen que por una mala administración. Yo lo dudo, creo que a los japoneses no les interesó más el negocio. Eso significó una debacle. Cerca de mil empleados quedaron sin sus puestos de trabajo.
Afuera, en el pasillo del cuarto piso del hospital, apurados pasos blancos dan ingreso a nuevos pacientes. Se escuchan preocupados murmullos.
-Mil trabajadores sin trabajo. Sabe lo que significa eso. Por Nuestro Señor! Pero solamente una persona mantuvo su empleo: don Hernández. Le ofrecieron vivienda en el astillero a cambio de velar por cada una de las pertenencias, herramientas y oficinas. Como se trataba de un lugar solitario, apacible y alejado de la ciudad, el hombre aceptó la oferta. Pero los japoneses pronto se marcharon del país abandonándolo todo.
-Me gustaría saber ahora en qué circunstancias encontró usted herido a este hombre – reiteró ya casi ofuscado el inspector.
-Perdón. No me extenderé mucho más. Pero es que desde que el astillero cerró sus puertas, don Demassi, el paso del tiempo ha sido implacable. La herrumbre avanzó como metástasis sobre los enormes galpones, en los contenedores, y en el pesquero encallado en la extensa escollera de piedras de granito, o en la inmensa grúa que aún corta la amplitud del cielo que en Punta del Gavilán parece más claro. Por eso siempre le dije a Hernández que abandonara ese lugar que se había vuelto sombrío. Sabe, todo está allí, como detenido en el tiempo y tal como lo dejaron sus dueños y funcionarios. Nada ha sido movido de su lugar, incluido el microbús, que una vez se detuvo y quedó inmóvil para siempre y ahora lo abrazan las siempre vivas hierbas. En el barco se oyen crujidos, como si su tripulación pretendiera descender hacia el malecón.
Hay días en que parecen escucharse lejanas voces de trabajadores discutiendo o rumores de maquinarias encendidas, es como si las almas de algunos empleados estuvieran presentes en los más recónditos rincones del astillero. Mientras, descoloridos líquenes, ocultándose del resplandor solar, avanzan presurosos agarrándose con sus uñas sobre las enormes piedras que nunca llegaron a formar parte de esa extensa escollera. Y el viento… el incansable viento emite su gemido al atravesar los guinches y cabrestantes.
Ahora el hospital sorpresivamente está en calma. Hay una escasa claridad en el ambiente, producto de las tenues luces amarillentas que provienen de la avenida y que atraviesan los intersticios de las metálicas cortinas filtrando la luz en extensos rayos color miel. El sol ha atravesado el umbral del horizonte.
-Quizás Hernández, en su aparente inconsciencia, eche de menos a aquel lugar que habitó por más de diez años, tal como puede extrañarse las dulces y cándidas sonrisas que provoca el entusiasmo en los niños cuando juegan a crecer. No lo cree?
-Bien, prosiga- dijo esta vez el inspector un tanto resignado ante la verborragia de su interlocutor, pero sin responder a la interrogante planteada.
-Hasta el astillero a veces llegaban algunas personas en busca de los poderes curativos de Hernández.
-Cómo?- inquirió estupefacto Demassi, levantando su mirada y pensando que tal vez en ese hecho podría encontrar alguna clave.
-Sí. A veces algunas personas tienen esa virtud de ser curanderos. En este caso se trata de una aptitud que él mismo descubrió siendo pequeño, ya que cuando su madre enfermaba, dedicaba plegarias de rodillas a la Virgen María. De esto me enteré hace pocos meses, amigo Demassi. El transcurso del tiempo acercó hasta el astillero a muchos curiosos que pretendían conocer esos poderes, pero también a individuos apetitosos de poder arrebatar algunos de los bienes que allí perduran, pero que tienen poco valor, muy escaso valor. Usted sabe. Eso llevó a Hernández a tener que adquirir una escopeta calibre 22, aunque siempre estaba recostada a la amarillenta pared y debajo de un calendario del año 1987, fecha en la que él ingresó al astillero.
Un fuerte, constante y monótono silbido interrumpió al hombre que hablaba y distrajo al inspector. El ensordecedor sonido provenía del osciloscopio que monitoreaba el ritmo cardíaco de Hernández y hacia él dirigieron sus miradas. El doctor y dos enfermeros ingresan presurosamente a sala y solicitaron a los dos hombres que se retiren.
-Ayer a la mañana fui al astillero. Una jauría de perros me anunció. Pedí autorización a Hernández para dirigirme hacia la punta rocosa, esa a la que llaman el “rompe timones”, pues allí la pesca es abundante. El viejo Hernández me dijo que, de regreso, no olvidara dejarle un ejemplar grande para asar a las brasas. Llegue a aquel peñasco y la pesca fue como lo esperaba, muy generosa. Estuve allí más de dos horas y hasta puede contemplar las olas fundiéndose en las piedras. Luego me retiré de la costa satisfecho con dos bolsos llenos de pescados.
-En algún momento pudo ver algo extraño?
-Ya de regreso y próximo a la vivienda percibí un silencio estremecedor. Los perros no me recibieron ni me volvieron a anunciar. Llamé a Hernández en más de una ocasión, pero no respondió. Ingresé despacio a su comedor y pude ver a los animales muy ansiosos, pero no ladraron. Aullaron. Sabe, estimado inspector, presentí algo nefasto. Y mi percepción fue real. Hernández yacía tendido en el suelo sobre un charco de sangre, su propia sangre grave y herida, y la camisa azul que vestía estaba desgarrada en diferentes partes como si los perros lo hubieran atacado. Creo que debe saber que con un hilo de voz a penas alcanzó a decirme que dos jóvenes, de desorbitados ojos y bajo efectos de algún alucinógeno, le habían descargado con descomunal saña, más de diez puñaladas. No robaron nada, al menos eso creo, sí destrozaron varias imágenes religiosas. Y su fusil esta descargado y aún sin tocar recostado a la pared.
Aferrarse al pasado es, en ocasiones, la única forma de sobrevivir. Quedarse rodeado de objetos inútiles que guardan la historia de los viejos días, como si fuera la tabla de salvación de los olvidados. Mucha suerte.
relato sombrío, pero bien escrito. felicidades Mac y espero más comentarios para tu trabajo