Cuando la conocí, Cecilia era casi una niña, tenía dieciséis años repartidos en un cuerpo fuerte y masivo. Encarnaba la imagen de mujer generosa que me hacía falta. Tenía la misma cara redonda de luna llena, pies de tamal, manitas de cerdo; era pequeña, pobre, joven, paciente y encantadora. Sus rasgos burdos escondían una personalidad fantasiosa y una efervescencia desparpajada. Desde el primer día se hizo indispensable para Adelina y el Profesor y fue una bendición para nuestra aburrida existencia de niños encerrados. Hacía de todo: nos daba de comer, nos llevaba a la escuela, limpiaba la casa, iba al mercado, y por las tardes nos entretenía mientras el señor y la señora hacían la siesta. La adorábamos porque inventaba juegos hasta entonces inimaginables. Nos disfrazábamos para interpretar en vivo los episodios de las radionovelas. Como ni Scipiona ni yo queríamos ser las malas, ella asumía los papeles más ingratos y terminábamos las tres muertas de la risa envueltas en toallas que simulaban los abrigos de pieles de las protagonistas, mientras Tycho, desde su coral, aplaudía con sus manillas torpes.
Cecilia era además compositora y quería cantar en la radio las historias de amor de su inspiración, pero a falta de un público consecuente, se conformaba con interpretar sus futuros éxitos para nosotros. Ella tocaba la guitarra mientras yo la acompañaba agitando las maracas con un ritmo aberrante. Su generosidad me permitió, por única vez, sentirme artista, a pesar de mi falta de talento.
Con su primer sueldo se compró una muñeca. Aunque tenía años que el celuloide se usaba en Estados Unidos para hacer juguetes, en San Martín el Grande eran todavía novedad esos muñecos de rostros flexibles que miraban hacia el frente con los ojos vacíos de expresión. Cuando “La Década” puso a Dorita en sus aparadores, medio pueblo se precipitó para verla de cerca. Era tanta la curiosidad, que el vidrio de la vitrina principal debía ser limpiado varias veces al día porque las innumerables huellas de manos impedían la contemplación del único ejemplar del nuevo juguete. La tal Dorita era tan cara, que había que pagar por adelantado para entrar en una lista de aspirantes tan inmensa, como larga era la espera. Los nombres anotados en la semana se enviaban primero a la tienda de la capital que trataba con los grandes almacenes neoyorkinos encargados de comercializar el juguete. Su departamento de compras hacia llegar, a su vez, la papeleta de pedidos a la fábrica de Detroit que no se daba abasto para producir todas las Doritas necesarias para colmar los sueños de las niñas del mundo. No era para menos, pasadas las penurias de la guerra, la población de todos lados quería vivir menos miserablemente y darse gusto con la posesión de bienes superfluos.
Una vez producidos los lotes necesarios, se les metía en grandes cajas de madera que viajaban por tren hasta Nueva York, donde aguardaban su turno para ser embarcadas en un buque de carga que las llevara hasta Veracruz, y de ahí por carretera a la capital, para ir a dar finalmente a los almacenes de provincia como “La Década”. Cuando las muñecas llegaban, los compradores habían olvidado hasta las ganas de tenerlas. Por eso Demetrio Cansino, el ganadero más rico del valle, ofreció a Don Chanito Pimentel, –el propietario de “La Década”-, el precio de una vaca adulta por la muñeca del aparador. Ni así logró que su nieta Lorena fuera la primera en poseer una.
Cecilia esperó como todo el mundo, hasta que un día regresó del centro con una caja enorme envuelta en celofán. A Scipiona y a mí, nos brillaban los ojos de admiración. La Dorita era casi del mismo tamaño que mi hermana y estaba mejor vestida que nosotros, llevaba una batita azul con encaje blanco y zapatos del mismo color, tenían el cabello ondulado y castaño y sus pupilas ausentes de expresión eran de un color azul zafiro difícil de encontrar en la naturaleza. Cecilia la cuidaba tanto como a nosotros: todas las mañanas la limpiaba de pies a cabeza y el sábado planchaba su ropa y lavaba sus calcetines aunque se encontraran impecables.
Esa muñeca era una verdadera maravilla comparada con los adefesios que yo poseía. El Profesor nunca pagaría el precio de un juguete así, y de cualquier manera no tenía caso comprarme algo tan caro porque terminaría destruido como todo lo que pasaba por mis manos. Mis modestos monigotes eran de tela, rellena de borra. Lo primero que hacía con ellos era encuerarlos y revisarlos, como si temiera que les faltara un dedo o que tuvieran un defecto oculto. Durante varios días les ponía y quitaba la ropa, hasta que el cuerpo y el vestido estaban tan sucios por la manipulación continua que parecían haber salido del depósito de carbón. Después venía la etapa del baño. Con agua y jabón llenaba el lavabo, donde sumergía y tallaba al muñeco hasta que me dolían los brazos. A pesar del cansancio, tenía que guardar energía para exprimirle el exceso de agua. A fuerza de torcerlo, el cuerpo se deformaba, y como no contaba con la paciencia necesaria para dejarlo secar tranquilo bajo el sol, lo acaparaba un olor a humedad. Jugaba entonces con un pelele maloliente y desfigurado, al que ni siquiera le entraban sus atavíos originales. Una vez que me hartaba de su expresión hueca, procedía a modificarla, borrándole la cara con algodón y acetona. Cuando el rostro era como un lienzo en blanco, robaba los raros afeites de Adelina y le dibujaba nuevos rasgos que, dada mi falta de talento pictórico, resultaban monstruosos. Una vez que tomaba conciencia de que el monigote estaba perdido, la luz del Doctor Frankenstein me iluminaba, y lo sometía a los más extravagantes experimentos: le abría el pecho para colocar una piedra como corazón, le amarraba el torso con hilos para disminuirle la cintura o le cocía en la espalda el brazo de otro que quedaba amputado de por vida. A las tres semanas de jugar con él, no quedaban más que los despojos de lo que había sido un bonito pupilo. Por eso, todos estaban tan asombrados con mi actitud: la Dorita de Cecilia fue el único juguete que respeté.
Cuando ya me sabía de memoria el repertorio completo de Cecilia, la situación cambió. La muchacha risueña y cantadora se había vuelto triste y callada, y varias veces la sorprendí llorando mientras planchaba. Una noche, nos acostaron más temprano que de costumbre y Adelina se encerró en el comedor con el Profesor. Se oyeron gritos y sollozos, y al día siguiente Cecilia salía de la casa con Dorita bajo el brazo, una caja de cartón con sus pertenencias y los ojos enrojecidos.
No volvimos a saber de ella hasta que una tarde, Adelina nos llevó a una casa de vecindad ruinosa, en el fondo de la que se encontraba un cuartucho con un catre y el niño de Cecilia encima. Me dió tanto gusto volver a verla que durante los quince minutos que duró nuestra visita no dejé de besarla y frotarme contra ella, como el gato que recobra a su verdadero amo. Por su breve plática con Adelina supe que por las tardes tocaba la guitarra en los camiones y por las mañanas hacía tortillas que vendía de casa en casa. Era evidente que no obtenía mucho dinero con sus nuevos trabajos porque había tenido que empeñar a Dorita y a las maracas. Cuando no ganaba lo suficiente con las tortillas, lavaba ropa o planchaba ajeno. Nunca abandonó su trabajo en los camiones y hasta consiguió un puesto de cantante en “La Casa Morada”, el burdel local. Las malas lenguas decían que no sólo cantaba para entretener a los clientes.
A medida que se daba cuenta de la difícil situación de Cecilia, a Adelina se le descomponía la expresión. No se que sentía, pero parecía tan incómoda como si estuviera sentada sobre alfileres.
-Aquí te traje este dinero. Ojalá te sirva de algo. –Le dijo poniendo unos billetes en la cama.
-Gracias Señora. -Respondió Cecilia mirando al suelo.
-Lo que puedo hacer para ayudarte es encargarte a diario dos docenas de tortillas –y añadió después de pensar un momento, -pero no las lleves a la casa, yo mandaré por ellas.
No se si Cecilia pudo recuperar a su Dorita del empeño, y me hubiera gustado saber que así fue. Lo que si estoy segura que no recuperó jamás, fue su buena reputación. Después de trabajar en “La Casa Morada”, ni el más sucio de los estibadores del mercado quiso casarse con ella, y se quedó soltera para siempre. Ahora vive por el rumbo de la estación con sus nietos, su nuera y su hijo, que cada año que pasa se parece más al Profesor.
Una única crítica a su autor o autora: no confunda las comas (en donde las coloca) de su ritmo de lectura con el lugar en donde debe colocarlas para que el ritmo sea apropiado para sus lectores. La historia me parece un remedo de Hanmet (en su parte negra, escrita con gusto) y el trozo de una telenovela. Un trabajo mejor que muchos que he leído (casi todos)…
Suerte… Y crea que no es malo aprender…
Simpático relato, el personaje de la niña que narra y de Cecilia me parecen muy bien delineados. No me fijé en las comas y los puntos, si lo hago ya no disfruto de la lectura. Felicidades, yo estoy en el 168
¿Por qué tan pocos votos para este relato? No puedo comprender el motivo de una puntuación tan baja, mientras que otros que no valen ni la mitad son tan celebrados.
Hay historia que es lo que esperamos en un relato y uno se situa perfectamente en ella. Va mi voto.
Saludos y suerte Apolonia:
Sencillamente encantador. Lamento no haber dado con esta pequeña joya hasta el día de hoy. Impagable el párrafo donde cuenta lo que hacía con sus monigotes. Gracias por devolverme durante unos instantes al mundo de la infancia. Suerte.
Me gusta el «guiño» del final y me gusta la atmósfera de la narración por la ternura que despierta. Suerte.
Por cierto, aquí también lo comento, invito a sonrisas en el 184